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  21. 95 Tesis

Historia Eclesiástica es el estudio de la historia de la Iglesia Cristiana desde el final del Nuevo Testamento hasta el principio del movimiento evangélico.  Se pone énfasis en el sacrificio de los mártires, las controversias doctrinales, el desarrollo del catolicismo, los precursores de la reforma, Martín Lutero y la Reforma Protestante.

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LAS NOVENTA Y CINCO TESIS

El Papa León X, amante del esplendor y las artes, y necesitando mucho dinero para la magnificencia de su corte, había hecho predicar indulgencias en los años 1514 y 1516, es decir, indulgencia plenaria o indulto de las penas que la Iglesia impone a los hombres por sus pecados, a cambio de una cantidad de dinero previamente determinada. La primera vez tomó por pretexto la guerra con los turcos; la segunda, la terminación de la basílica de San Pedro en Roma. El comisario general de las indulgencias en Alemania era el príncipe elector de Maguncia, Alberto, muy semejante al Papa en muchas cosas, y principalmente en eso de necesitar siempre dinero, al paso que se cuidaba muy poco de la salvación de las almas. Este príncipe se encargó, mediante el estipendio de la mitad del dinero recogido en aquel negocio, de enviar lo restante a Roma. Calcúlese, pues, cuántos esfuerzos no haría para que esta venta fuese grandemente provechosa. Envió frailes por todas partes de Alemania para ofrecer las indulgencias, obligándolos bajo juramento, a no cometer con él fraude alguno; y dejándolos, en cambio en entera libertad para engañar a las pobres almas, con tal que le trajesen dinero. Como instrumento principal de este tráfico de indulgencias, eligió a un hombre que en verdad realizó toda clase de esfuerzos para hacer el negocio tan productivo como pudiera desearse.

Este hombre fue el nunca bastante censurado Juan Tetzel, nacido en Leipzig, y fraile de la Orden de los Dominicos en el convento de Pirna; hombre atrevido y dado a torpes concupiscencias; el cual ya anteriormente, por adulterio y por su conducta licenciosa, había sido condenado a morir ahogado en un saco; y sólo por la intercepción de una ilustre dama había salvado la vida. Este hombre degradó hasta lo sumo la práctica de las indulgencias (que ya de suyo constituía una irrisión de la religión cristiana), y no hizo de ellas sino un robo sacrílego y una impostura insigne. En sus discursos de alabanza y recomendación de las indulgencias, omitía deliberadamente la cláusula que siempre se añade a las bulas que las conceden, es decir, que la eficacia de las referidas indulgencias dependen principalmente del arrepentimiento y de la enmienda. Su cinismo e insolencia sobrepujó a todo lo que hasta entonces se había visto. El adulterio, según su tarifa, costaba seis ducados; el robo de las iglesias, el sacrilegio y el perjurio, unos nueve ducados; un asesinato, ocho ducados. Hasta dio cartas de indulgencias para pecados que se pudiesen cometer en el porvenir.

Cuando Tetzel subía al púlpito, mostrando la cruz de la que colgaban las armas del Papa, ponderaba con tono firme el valor de las indulgencias a la multitud fanática, atraída por la ceremonia al santo lugar; el pueblo le escuchaba con asombro al oír las admirables virtudes que anunciaba.

Oigamos una de las arengas que pronunció después de la elevación de la cruz.

Las indulgencias - dijo - son la dádiva más preciosa y más sublime de Dios. Esta cruz (mostrando la cruz roja) tiene tanta eficacia como la misma cruz de Jesucristo. Venid, oyentes, y yo os daré bulas, por las cuales se os perdonarán hasta los mismos pecados que tuvieseis intención de cometer en lo futuro. Yo no cambiaria, por cierto, mis privilegios por los que tiene San Pedro en el cielo; porque yo he salvado más almas con mis indulgencias que el apóstol con sus discursos. No hay pecado, por grande que sea, que la indulgencia no pueda perdonar; y aun si alguno (lo que es imposible, sin duda) hubiese violado a la Santísima Virgen María, madre de Dios, que pague, que pague bien nada más, y se le perdonará la violación. Ni aún el arrepentimiento es necesario. Pero hay más; las indulgencias no solo salvan a los vivos, sino también a los muertos. Sacerdote, noble, mercader, mujer, muchacha, mozo, escuchad a vuestros parientes y amigos difuntos, que os gritan del fondo del abismo: ¡Estamos sufriendo un horrible martirio! Una limosnita nos libraría de él; vosotros podéis y no queréis darla.

¡Calcúlese la impresión que tales palabras, pronunciadas con la voz estentórea de aquel fraile, producirían en la multitud! En el mismo instante continuaba Tetzel en que la pieza de moneda resuena en el fondo de la caja, el alma sale del purgatorio. ¡Oh gentes torpes y parecidas casi a las bestias; que no comprendéis la gracia que se os concede tan abundantemente!... Ahora que el cielo está abier­to de par en par, ¿no queréis entrar en él? ¿Pues cuándo entraréis? ¡Ahora podéis rescatar tantas almas! ¡Hombre duro e indiferente, con un real puedes sacar a tu padre del purgatorio, y eres tan ingrato que no quieres salvarle! Yo seré justificado en el día del juicio, pero vosotros seréis castigados con tanta más severidad cuanto que habéis descuidado tan importante salvación. Yo os digo que aun cuando no tengáis más que un solo vestido, estáis obligados a venderlo, a fin de obtener esta gracia! Dios nuestro Señor no es ya Dios, pues ha abdicado su poder en el Papa.

Después, procurando también hacer uso de otras armas, añadía: ¿Sabéis por qué nuestro señor, el Papa, distribuye una gracia tan preciosa? Es porque se trata de reedificar la iglesia destrui­da de San Pedro y San Pablo, de tal modo que no tenga igual en el mundo. Esta iglesia encierra los cuerpos de los santos apóstoles Pedro y Pablo y los de una multitud de mártires. Estos santos cuerpos, en el estado actual del edificio, son, ¡ay!, Continuamente mojados, ensuciados, profanados y corrompidos por la lluvia, por el granizo. ¡Ah!, estos restos sagrados, ¿quedarán por más tiempo en el lodo y en el oprobio?

Esta pintura no dejaba de hacer impresión en muchos. Ardían en deseos de socorrer al pobre León X, que no tenía con qué poner al abrigo de la lluvia los cuerpos de San Pedro y de San Pablo!

Enseguida, dirigiéndose a las almas dóciles, y haciendo un uso impío de las Escrituras decía:

Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis; porque os aseguro que muchos profetas y reyes han deseado ver las cosas que veis y no las han visto, y también oír las cosas que vosotros oís y no las han oído! Y, por último, mostrando la caja en que recibía el dinero, concluía regularmente su patético discurso, dirigiendo tres veces al pueblo estas palabras: ‘¡Traed, traed, traed!’ Luego que terminaba su discurso, bajaba del púlpito, corría hacia la caja, y, en presencia de todo el pueblo, echaba en ella una moneda, de modo que sonara mucho.

Rara vez encontraba Tetzel hombres bastante ilustrados, y aun menos, hombres bastante animosos para resistirle; por lo común, hacía lo que quería de la multitud supersticiosa. Había plantado en Zwickau la cruz roja de las indulgencias, y los buenos devotos se apresuraban a ir y a llenar la caja con el dinero que debía libertarios. Cuando Tetzel tenía que partir, los capellanes y sus acólitos le pedían la víspera una comida de despedida; la petición era justa; pero ¿cómo acceder a ella, si el dinero estaba contado y sellado? A la mañana siguiente hacía tocar la campana mayor, la muchedumbre se precipitaba al templo, creyendo que había sucedido algo de extraordinario, porque la fiesta era ya concluida; y luego que estaban todos reunidos, les decía:

Yo había resuelto partir esta mañana, pero en la noche me he despertado oyendo gemidos; he aplicado el oído y... era del cementerio de don­de salían... ¡Oh Dios! ¡Era una pobre alma, que me llamaba y me suplicaba encarecidamente que la librase del tormento que la consume! Por esto me he quedado un día más, a fin de mover a lástima los corazones cristianos en favor de dicha alma desgraciada; yo mismo quiero ser el primero en dar una limosna, y el que no siga mi ejemplo, merecerá ser condenado.

¿Qué corazón no hubiera respondido a tal lla­mamiento? ¿Quién sabe, por otra parte, qué alma es aquella que grita en el cementerio? Dan, pues, con abundancia, y Tetzel ofrece a los capellanes y a sus acólitos una buena comida.

Los mercaderes de indulgencias se habían es­tablecido en Haguenau en 1517. La mujer de un zapatero, usando de la facultad que concedía la instrucción del comisario general, había adquirido, contra la voluntad de su marido, una bula de indulgencia, a precio de un florín de oro, y murió, poco después; no habiendo el marido hecho decir misas por el descanso del alma de su mujer, el cura le acusó de impío, y el juez de Haguenau le intimó a que compareciese a su presencia; el zapatero se fue a la Audiencia con la bula de su mujer en el bolsillo, y el juez le preguntó:

-¿Ha muerto tu mujer?

-Si respondió el zapatero.

-¿Y qué has hecho por ella?

-He enterrado su cuerpo y he encomendado su alma a Dios.

-Pero has hecho decir una misa por el descanso de su alma?

-No, por cierto, porque sería inútil, pues ella entró en el cielo en el instante que murió.

-¿Cómo sabes eso?

-He aquí la prueba; y al decir esto sacó la bula del bolsillo; y el juez, en presencia del cura, leyó en ella: “La mujer que la ha comprado, no irá al purgatorio cuando muera, sino que entrará derechamente en el cielo.”

-Si el señor cura pretende todavía que es necesaria una misa -añadió-, mi mujer ha sido engañada por nuestro santísimo padre, el Papa; y si no, el señor cura me engaña a mí.

Nada podía responderse a esto, y el acusado fue absuelto.

Así el buen sentido del pueblo hacia justicia a estos sacrílegos fraudes. Un gentilhombre sajón que había oído predicar a Tetzel en Leipzig, quedó indignado de sus mentiras; acercóse al fraile y le preguntó si tenía facultad de perdonar los pecados que se pensaba cometer.

Seguramente -respondió Tetzel-, he recibido para ello pleno poder del Papa.

-Pues bien -replicó el caballero-, yo quisiera vengarme de uno de mis enemigos, pero sin atentar a su vida, y os doy diez escudos si me entregáis una bula de indulgencia que me justifique plenamente. 

Tetzel puso algunas dificultades; sin embargo, quedaron conformes en treinta escudos. Poco después salió el fraile de Leipzig; el gentilhom­bre acompañado de sus criados, le esperó en un bosque entre Iueterbock y Treblin; cayó sobre él, hizo darle algunos palos, y le arrancó la rica caja de las indulgencias que el estafador llevaba consigo; éste se quejó ante los tribunales, pero el gentilhombre presentó la bula firmada por el mismo Tetzel, la que le eximía con anticipación de toda pena. El duque Jorge, a quien esta acción irritó mucho al principio, mandó a la vista de la bula, que fuese absuelto el acusado.

Pero para que se vea que esto no era obra de un solo hombre malvado, citaremos algunos datos de la instrucción del obispo de Maguncia.

Los plenipotenciarios, después de haber ponderado a cada uno en particular la grandeza de la indulgencia, hacían a los penitentes esta pregunta: “¿De cuánto dinero podéis privaros, en conciencia, para obtener tan perfecta remisión?” “Esta pregunta -dice la instrucción del arzobispo de Maguncia a los comisarios- debe ser hecha en este momento piara que los penitentes estén mejor dispuestos a contribuir.”

Estas eran todas las disposiciones que se requerían. La instrucción arzobispal prohibía aun el hablar de conversión o contrición. “Solamente -decían los comisarios-, os anunciamos el completo perdón de todos los pecados; y no se pue­de concebir nada más grande que una gracia tal, puesto que el hombre que vive en el pecado está privado del favor divino, y que por este perdón total obtiene de nuevo la gracia de Dios. Por tanto, os declaramos que para conseguir estas gracias excelentes no es menester más que com­prar una indulgencia. Y en cuanto a los que de­sean librar las almas del purgatorio y lograr para ellas el perdón de todas sus ofensas, que echen dinero en la caja, y no es necesario que tengan contrición de corazón ni hagan confesión de boca. Procuren solamente traer pronto su dinero; porque así harán una obra muy útil a las almas de los difuntos y a la construcción de la iglesia de San Pedro.” No se podían prometer mayores bienes a menos precio.

Como Tetzel tenía también su obra y sus abo­minables predicaciones en Iueterbock, Lutero, en su confesionario, sentía las consecuencias de estas diabólicas artes de seducción. Los confesonarios quedaban casi vacíos, porque el pueblo gustaba más de aquella manera fácil y cómoda de remisión de los pecados; y los que todavía se confesaban, siguiendo las antiguas costumbres eclesiásticas, apelaban siempre al perdón de los pecados que ya habían comprado de Tetzel, y no querían seguir ninguno de los preceptos paternales que el fiel sacerdote les quería imponer. Entonces Lutero se sintió obligado, en conciencia, a amonestar al pueblo y apartarle de abuso tan pernicioso; empezó, como él dice, predicando con dulzura. En estos primeros “discursos sobre las indulgencias” no trató más que de corregir los errores más graves y manifiestos sobre la materia, demostrando que las indulgencias no tienen ninguna fuerza en cuanto a los castigos divinos contra los pecados, sino que sólo se refieren a las penitencias y buenas obras.

-Y éstas- decía es mejor tomarlas sobre si y hacerlas para enmendarse que no evadir su cumplimiento con el dinero; una buena obra hecha en favor de un pobre, vale más que todas las indulgencias. Que las almas salgan del purgatorio mediante las indulgencias, no lo sé y no lo creo; tampoco la Iglesia lo ha resuelto; y es mucho mejor que ores por ellas y hagas buenas obras, porque esto es más seguro y más probado.

Natural era que esta opinión modesta y fundada no hiciese impresión alguna en el ánimo de Tetzel, cuya endurecida alma había llegado al más alto grado de cinismo. Empezó, pues, a dirigir sus apóstrofes y amenazas contra Lutero, mandó ha­cer una hoguera, y amenazó con quemar en ella a todos los que hablasen con desprecio de sus indulgencias. Entonces Lutero se resolvió por fin “a hacer un agujero en aquel tambor”.

El elector Federico de Sajonia estaba en su palacio de Schweinitz, a seis leguas de Wittemberg, dicen las crónicas del tiempo. El 31 de Octubre, a la madrugada, hallándose Federico con su hermano el duque Juan, que entonces era corregen­te y reinó solo después de su muerte, y con su canciller, el elector dijo al duque: -Es menester, hermano mío, que te cuente un sueño que he tenido esta noche, y cuyo significado desearía mucho saber; ha quedado tan bien grabado en mi espíritu, que no lo olvidaría aunque viviese mil años; porque he soñado tres veces y siempre con circunstancias diferentes.

-¿Es bueno o malo el sueño?-preguntó el duque Juan.

-Yo lo ignoro; Dios lo sabe le contestó su hermano.

-Pues bien, no te inquietes por eso; ten la bondad de referírmelo. Y refirió el príncipe elector su sueño de esta manera:

-Habiéndome acostado anoche triste y fati­gado, quedé dormido inmediatamente que hice mi oración; reposé dulcemente cerca de dos ho­ras y media; habiéndome despertado entonces, estuve hasta media noche entregado a todo género de pensamientos; discurría de qué modo celebraría la fiesta de Todos los Santos; rogaba por las pobres almas del purgatorio, y pedía a Dios que me condujese a mí, a mis consejeros y a mi pueblo según la verdad. Volví a quedarme dormido, y entonces soñé que el Omnipotente Dios me enviaba un fraile que era el hijo verdadero del apóstol San Pablo; todos los santos le acompañaban según la orden de Dios a fin de acreditarlo cerca de mí, y de declarar que no venía a maquinar ningún fraude, sino que todo lo que hacia era conforme a la voluntad de Dios; me pidieron que me dignase permitir que el fraile escribiese algo a la puerta de la capilla del palacio de Wittemberg, lo que concedí por conducto del canciller; en seguida el fraile fue allí y se puso a escribir con letras tan grandes, que yo podía leer lo que escribía desde Schweinitz; la pluma de que se servia era tan larga que su ex­tremidad llegaba hasta Roma, y allí taladraba las orejas de un león que estaba echado (León X), y hacía bambolear la triple corona en la ca­beza del Papa; todos los cardenales y príncipes, llegando a toda prisa, procuraban sostenerla; yo mismo y tú, hermano mío, quisimos ayudar también; alargué el brazo... pero en aquel momento me desperté con el brazo en alto, lleno de espanto y de cólera contra aquel fraile, que no sabía manejar mejor su pluma; me sosegué un poco... no era más que un sueño. Yo estaba aún medio dormido; cerré de nuevo los ojos y volví a soñar. El león, siempre incomodado por la pluma, empezó a rugir con todas sus fuerzas, tanto que toda la ciudad de Roma y todos los Estados del Sacro Imperio acudieron a informarse de la causa; el Papa pidió que se opusiesen a aquel fraile, y se dirigió sobre todo a mí, porque se hallaba en mis dominios; de nuevo me des­perté y recé el Padrenuestro; pedí a Dios que preservara a Su Santidad y me dormí de nuevo... Entonces soñé que todos los príncipes del Imperio, y nosotros con ellos acudíamos a Roma y tratábamos entre todos de romper aquella pluma, pero cuantos más esfuerzos hacíamos, más firme estaba; rechinaba como si fuese de hierro, y nos cansamos al fin; hice preguntar entonces al fraile (porque yo estaba tan pronto en Roma como en Wittemberg) dónde había adquirido aquella pluma y por qué era tan fuerte: “La pluma -respondió- es de un ganso viejo de Bohemia, de edad de cien años (téngase en cuenta que el nombre del gran reformador de Bohemia, Juan Huss, a quien quemaron los fanáticos en el concilio de Constanza, significa ganso. Y muriendo Huss en la hoguera, había exclamado: “Ahora me asan a mí, pobre ganso; pero dentro de cien años vendrá un cisne, contra el cual no prevalecerán”). Yo la he adquirido de uno de mis antiguos maestros de escuela; en cuanto a su fuerza, es tan grande, porque no se le puede sacar la medula y aun yo mismo estoy admirado... De repente oí un gran grito... De la larga pluma del fraile habían salido otras muchas plumas... Me desperté por tercera vez; era ya de día.”

El duque Juan se volvió entonces al canciller, y le dijo:-Señor canciller, ¿qué os parece? ¡Qué bien nos vendría aquí un José o un Daniel inspirado de Dios!

El canciller contestó: Vuestras altezas saben el proverbio vulgar que dice que los sueños de los jóvenes, de los sabios y de los grandes seño­res tienen ordinariamente alguna significación oculta; pero la de este sueño no se sabrá sino de aquí a algún tiempo, cuando lleguen las cosas que tienen relación con él; dejad su cumplimiento a Dios, y encomendadlo todo en su mano.

-Pienso como vos, señor canciller -dijo el Duque-; no es cosa de que nos rompamos la cabeza por descubrir lo que esto pueda significar; Dios sabrá dirigirlo todo para su gloria.

- ¡Hágalo así nuestro fiel Dios! -interpuso Fe­derico el Sabio-. Sin embargo, yo no olvidaré nunca este sueño; ya me ha ocurrido una interpretación... pero la guardo para mí; el tiempo dirá tal vez si acerté.

Así pasó, según el manuscrito de Weimar, la mañana del 31 de Octubre en Schweinitz; veamos ahora cuál fue la tarde en Wíttemberg.

La fiesta de Todos los Santos era un día muy importante para Wittemberg, y aun más para la capilla que el príncipe elector había hecho cons­truir allí, llenándola de reliquias. Solían en ese día sacar aquellas reliquias adornadas de piedras preciosas y ponerlas de manifiesto a la vista del pueblo, atónito y deslumbrado con tanta magnificencia. Todos los que visitaban aquel día la capilla y se confesaban en ella, ganaban muchas indulgencias; así es que muchedumbre de gente concurría a aquella gran solemnidad de Wittem­berg.

Era la tarde del 31 de Octubre de 1517; Lutero, decidido ya, se encamina valerosamente hacia la capilla, a la que se dirigía la multitud supersticiosa de los peregrinos, y en la puerta de aquel templo fija noventa y cinco tesis o proposiciones contra la doctrina de las indulgencias; ni el elec­tor, ni Staupitz, ni Spalatin, ni ninguno de sus amigos, aun los más íntimos, habían sido prevenidos de ello.

La fama de estas noventa y cinco tesis, fijadas en la puerta de la iglesia del castillo de Wittemberg, corrió muy pronto, no ya sólo por Alemania, sino por el mundo entero; en ellas declaraba Lutero, en forma de preámbulo, que las había escrito en espíritu de verdadera caridad y con el deseo terminante de exponer la verdad al pueblo cristiano; invitaba a la vez a todos los residentes en las cercanías o en países lejanos, a que presentasen contra ellas sus objeciones de palabra o por escrito. Entre estas tesis, las principales eran las siguientes:

27.       Predican vana tradición de los hombres, cuantos dicen que tan pronto como el dinero se echa en la caja, el alma sale del purgatorio.

29.       Irán al infierno, junto con sus maestros, todos cuantos afirman que por las bulas de las indulgencias tienen asegurada su salvación.

36.       Cualquier cristiano que sienta verdadero arrepentimiento de sus pecados, tiene ya la ab­solución plenaria de culpas y penas, la cual le per­tenece y se le aplica sin cartas de indulgencias.

37.       Todo verdadero cristiano, sea vivo o di­funto, tiene parte en todos los bienes de Cristo y de la Iglesia, por el don de Dios, sin necesidad de cartas de indulgencias.

38.       Sin embargo, no se ha de despreciar la absolución del Papa y su dispensación, porque es la declaración de la remisión divina.

50.       Es preciso enseñar a los cristianos, que si el Papa supiese el robo y engaño de los predi­cadores de las indulgencias, antes preferiría que la Basílica de San Pedro fuese quemada o reducida a escombros, que verla construida con la piel, carne y hueso de sus ovejas.

53.       Son enemigos del Papa y de Jesucristo los que prohíben la predicación de la palabra de Dios porque se opone a las indulgencias.

62. EL ÚNICO TESORO VERDADERO DE LA IGLE­SIA ES EL EVANGELIO SANTÍSIMO DE LA GLORIA Y GRACIA DE DIOS.

Se ve que en estas tesis no se repudia la in­dulgencia misma, sino se condenan solamente los perniciosos abusos de ellas. Se trata de restituir las indulgencias a su objeto primitivo, según el cual, se aplicaban únicamente a las peni­tencias eclesiásticas. No se dirigían en modo alguno contra el Papado. Lutero mismo dice:

“Cuando empecé esta obra contra las indulgencias, estaba tan lleno y satisfecho de la doctrina del Papa, que me hallaba dispuesto, o a lo menos habría sentido placer, y hasta habría ayudado a matar a todos los que no quisieran ser obedien­tes al Papa en la más mínima cosa.” Sin embargo, aunque todavía se movía dentro de ciertos limites, se descubre ya en estas sentencias todo el ánimo de Lutero. La sencillez y rectitud de su alma, el celo sincero por la verdadera doctrina de Cristo, su grande amor a la Biblia, su vista clara y perspicaz para conocer los abusos de la Iglesia de aquella época, la firme convicción de que la remisión de los pecados es efecto solamente de la libre gracia de Dios mediante el arrepentimiento y la fe; todo esto que hizo de Lutero el Reformador, se encuentra ya en estas noventa y cinco sentencias. Aquí, es verdad, empieza todavía como fraile tímido que da un paso atrevido, pero con plena confianza en la bondad de la obra, aunque desconfiando de sí mismo, y no sin algún temor en cuanto a las consecuencias.

Lutero neutralizó en parte la rudeza y atrevi­miento de este paso, escribiendo el mismo día 31 de Octubre al elector Alberto de Maguncia, en­viándole copia de sus tesis, y rogándole hiciese cesar los abusos de los traficantes en indulgencias. En idéntico sentido escribió a algunos obispos. El digno obispo de Brandeburgo, Sculteto, aprobó el contenido de las tesis; pero rogó al mismo tiempo a Lutero que permaneciese quieto y tranquilo, a fin de no turbar la paz de las conciencias. Igual respuesta dieron otros hombres estimados por Lutero; y su príncipe, el elector Federico el Sabio, opinó casi del mismo modo. No quería éste imponer la verdad violentamente, pues amaba demasiado la tranquilidad pública, y no podía alegrarse en su corazón de la lucha comenzada. Y aunque en este primer paso del Reformador se ven mezclados miedo y atrevimiento, es imposible dejar de conocer la pureza de sus sentimientos y sus propósitos. Estos se revelan tan claramente en cada una de sus pa­labras, y en toda su conducta, que el atribuir el comienzo de aquella lucha a la ambición y arrogancia de Lutero, sólo prueba una completa ignorancia de los hechos o un deliberado pro­pósito de falsearlos.

“Yo empecé esta obra -dice el mismo Refor­mador- con gran temor y temblor; ¿quién era yo entonces, pobre, miserable y despreciable fraile, más parecido a un cadáver que a un hombre? ¿Quién era yo para oponerme a la majestad del Papa, a cuya presencia temblaban, no sólo los reyes de la tierra, sino también, si me es lícito expresarme así, el cielo y el infierno? Nadie puede saber lo que sufrió mi corazón en los dos primeros años en qué abatimiento y casi desesperación caí muchas veces. No pueden formarse una idea de ello los espíritus orgullosos” que han atacado después al Papa con grande audacia, bien que no hubieran podido con toda su habilidad hacerle el más pequeño mal, si Jesucristo no le hubiera hecho ya por mí, su débil e indigno instrumento, una herida de la que no sanará jamás... Pero mientras ellos se contentaban con mirar y dejarme solo en el peligro, no me hallaba tan gozoso, tranquilo y seguro del buen éxito como lo estoy ahora, porque no sabía entonces muchas cosas que ahora sé, gracias a Dios... Yo entonces honraba de todo corazón la iglesia del Papa, como la verdadera iglesia; y lo bacía con más sinceridad y veneración que los infames y vergonzosos corruptores, que por contradecirla, la ensalzan tanto ahora. Si yo hubiera despreciado al Papa, como le desprecian los que le alaban tanto con los labios, hubiera temido que se hubiese abierto la tierra, y me hubiese tragado vivo como a Coré y a todos los que con él estaban.”

¿Qué dicen a esto los que a móviles tan indignos atribuyen el movimiento iniciado por Lutero? ¡Qué sinceridad, qué rectitud de alma revelan sus palabras! El que quiera emprender alguna cosa buena:

-dice en otra parte, aludiendo a sus noventa y cinco proposiciones-, que la emprenda confiado en la bondad de ella, y de ninguna manera en el auxilio y consuelo de los hombres. Además, que no tema a los hombres ni al mundo entero, porque no mentirá esta palabra: Es bueno confiar en el Señor” y seguramente ninguno de los que confían en él será confundido, pero el que no quiere ni puede arriesgar ninguna cosa confiándose en Dios, que se guarde muy mucho de empren­derla.”

¿Es este el lenguaje de uno que emprendiera su obra, como dicen los enemigos de la Reforma, sólo por ambición, por rencor, por envidia y por afán de libertinaje?

Aun creemos que nos han de agradecer nuestros lectores, para formar mejor su juicio, que les traslademos algunos párrafos de una carta que Lutero escribió al arzobispo de Magdeburgo el mismo día que fijó las tesis en las puertas de la capilla de Wittemberg. Dice así:

“Perdonadme, Rmo. P. en Cristo, y muy ilustre príncipe, si yo, que no soy más que la escoria de los hombres, tengo la temeridad de escribir a vuestra sublime grandeza. El Señor me es testigo que, conociendo cuán pequeño y miserable soy, he dudado mucho tiempo de hacerlo. Que vuestra alteza, sin embargo, deje caer una mirada sobre un poco de polvo, y según su benignidad episcopal, reciba bondadosamente esta mi petición...”

¡Gran Dios! las almas confiadas a vuestra dirección, excelentísimo Padre, las instruyen, no para la vida, sino para la muerte. (Ha hablado antes de los predicadores y traficantes con las indulgencias.) La justa y severa cuenta que se os pedirá, se aumenta de día en día. No he podido callar más tiempo. ¡No! El hombre no se salva por la obra o por el ministerio de su obispo. El justo mismo se salva difícilmente, y el camino que conduce a la vida es estrecho. ¿Por qué, pues, los predicadores de indulgencias, con cuentos ridículos, inspiran al pueblo una seguridad carnal? Si se les cree, la indulgencia es la sola que debe ser proclamada y exaltada... ¡Y qué! ¿No es el principal y el único deber de los obispos enseñar al pueblo el Evangelio y el amor de Jesucristo? Jesucristo no ha ordenado en ninguna parte la promulgación de las indulgencias, pero sí ha mandado con todo encarecimiento predicar el Evangelio. ¡Qué horror y qué riesgo para un obispo, si consiente que no se hable del Evangelio, y que sólo el ruido de las indulgencias suene sin cesar a los oídos del pobre pueblo!”

Contestando en otra ocasión a los que le tildaban de orgulloso y soberbio, dice, dirigiéndo­se a Lange: “Deseo saber cuáles son los errores que vos y vuestros teólogos habéis hallado en mis tesis. ¿Quién no sabe que rara vez se proclama una idea nueva sin que su autor sea acusado de orgulloso y de buscar disputas? Si la misma humildad emprendiese algo de nuevo, los que son de opinión contraria dirían que aquello era orgullo. ¿Por qué fueron inmolados Jesucristo y todos los mártires? Porque parecieron orgullosos, me­nospreciadores de la sabiduría mundana, y porque anunciaron otra nueva, sin haber consultado previa y humildemente a los órganos de la opinión contraria.

“Que no esperen, pues, los sabios del día que yo tenga bastante humildad, o más bien hipocre­sía, para pedirles un consejo antes de publicar lo que es mi deber hacerlo: en este caso no debo consultar a la prudencia humana, sino al consejo de Dios. Si la obra es de Dios, ¿quién la contendrá? Si no lo es, ¿quién la adelantará?... No mi voluntad, ni la suya, ni la de nadie, sino la tuya, Padre Santo que estás en los cielos.”

Conviene ahora seguir a aquellas proposicio­nes, por todas las partes adonde penetraron, en el gabinete de los sabios, en la celda de los frailes y en el palacio de los príncipes, para formarse una idea de los distintos y prodigiosos efectos que produjeron en Alemania.

Reuchlin las recibió; estaba cansado del rudo combate que tenía que sostener contra los frailes; la fuerza que el nuevo atleta desplegaba en sus tesis reanimó el espíritu abatido del antiguo campeón de las letras e infundió la alegría en su Corazón angustiado. ¡Gracias sean dadas a Dios! -exclamó después de haber leído las tesis-; ya por fin han encontrado un hombre que les dará tanto que hacer, que se verán obligados a dejarme acabar en paz mi vejez.

El astuto Erasmo se hallaba en los Países Ba­jos cuando recibió las tesis; se alegró interiormente de ver manifestados con tanto valor sus deseos secretos de que se corrigiesen los abusos; aprobó dichas tesis aconsejando únicamente a su autor más moderación y prudencia; sin embargo, habiéndose quejado algunos en su presencia de la violencia de Lutero, dijo: “Dios ha dado a los hombres un médico que corta así las carnes, porque sin él, la enfermedad hubiera sido incurable.” Y más tarde, habiéndole pedido el elec­tor de Sajonia su opinión sobre el asunto de Lutero, respondió sonriéndose: “Nada me extraña que haya causado tanto ruido, porque ha cometido dos faltas imperdonables, que son: haber atacado la tiara del Papa y el vientre de los frailes.”

El doctor Fleck, prior del convento de Stein­lausitz, no celebraba misa hacía tiempo, y nadie sabía el por qué; un día halló fijadas en el refec­torio de su convento las tesis de Lutero; acercóse a ellas para leerlas y apenas hubo recorrido algunas, cuando sin poder contenerse de alegría, exclamó: “¡Oh!, ¡oh! Al fin ha venido el que esperábamos hace mucho tiempo, y que os hará ver a vosotros, frailes...” Después, como si leyese el porvenir, dice Mathesius, y comentando el sentido de la palabra “Wittemberg”, dijo:

“Todos vendrán a esta montaña a buscar la sabiduría, y la hallarán...” Escribió al doctor que continuara con valor aquel glorioso combate. Lutero le llama un hombre lleno de alegría y de consuelo.

Ocupaba entonces la antigua y célebre silla episcopal de Wurzburgo un hombre piadoso, honrado y sabio, según sus contemporáneos; Lorenzo de Bibra. Cuando iba un gentilhombre a decirle que destinaba su bija al claustro, le aconsejaba: “Dadle más bien un marido”; y luego añadía: “¿Necesitáis dinero para ello? Yo os lo prestaré.” El emperador y todos los príncipes le estimaban mucho: dolíase de los desórdenes de la Iglesia, y más aún de los de los conventos. Las tesis llegaron también a su palacio; las leyó con gran júbilo, y declaró públicamente que aprobaba a Lutero. Más tarde escribió al elector Federico: “No dejéis partir al piadoso doctor Martín Lutero, porque le culpan sin razón.” El elector, satisfecho de este testimonio, escribió de su puño y letra al Reformador comu­nicándoselo.

El mismo emperador Maximiliano, predecesor de Carlos V, leyó con admiración las tesis del fraile de Wittemberg; previó que aquel oscuro agustino podría llegar a ser un poderoso aliado para la Alemania en su lucha contra Roma; así es que hizo decir al elector de Sajonia, por un enviado: “Conservad con cuidado al fraile Lutero, porque podrá llegar un tiempo en que haya necesidad de él”. Y poco tiempo después, ha­llándose en la Dieta con Pfeffiger, íntimo consejero del elector, le dijo: Y bien, ¿qué hace vuestro agustino? Verdaderamente no son de despreciar sus proposiciones; ya tendrán que habérselas con él.

Aun en Roma y en el Vaticano, no fueron recibidas las tesis tan mal como podía creerse. León X las juzgó como literato más bien que como Papa; la diversión que le causaron las tesis le hizo olvidar las severas verdades que contenían; y cuando Silvestre Prierías, maestro del Sacro-Palacio, encargado de examinar los libros, le aconsejó que declarase a Lutero hereje, le respondió: “Este hermano, Martín Lutero, tiene un grande ingenio, y todo lo que se dice contra él no es más que envidia de frailes.”

Es casi increíble la rapidez con que, antes de que hubiesen transcurrido quince días, se propagaron estas tesis por casi toda Alemania; y en menos de un mes fueron conocidas en la mayor parte de la cristiandad europea. En todas partes se leyeron con ansiedad e interés sumo, y se hi­cieron de ellas muchas reimpresiones. Un historiador de aquel tiempo dice que la rapidez fue tan grande, que no parecía sino que los ángeles mismos habían ido como mensajeros para ponerlas ante los ojos de todos los hombres. Muchos que ya en su interior eran poco favorables a la Iglesia de Roma, se llenaron de júbilo al oír ahora en alta voz lo que antes habían pensado en silencio, y saludaron este acto de Lutero como a una señal de fuego en la montaña que llamaba a toda la nación para librarse de las ca­denas del papado.

Pero los que admitían tales abusos y sacaban provecho de ellos, se enfurecieron. Mas ninguno de ellos acudió a disputar y discutir con Lutero, respondiendo a su invitación. Tetzel, que desde aquel momento perdió toda la influencia y el buen negocio que hasta entonces había hecho, porque las dichas tesis echaron por tierra su tráfico de indulgencias, quemó las sentencias de Lutero, dio a luz un furibundo escrito, lleno de calumnias contra éste, y trató de revolver el cielo y la tierra con el fin de perderlo. Otros, escribieron también calumniosas acusaciones, y aconsejaron lo que siempre ha sido el remedio más fácil y eficaz de la Iglesia romana, es decir, que fuese quemado por hereje. Los amigos de Lutero empezaron a temer por su vida. Mas él contestaba con firmeza: “Si no se ha comenzado la obra en el nombre de Dios, pronto caerá; pero si ha empezado en su nombre, entonces dejadle a El que obre.”

Verdad es que el mismo Lutero tenía motivos para temer las consecuencias de la obra principiada; pero en medio de estas luchas internas y externas, se afirmó su convicción de que no emprendía la causa como suya, sino como de Cristo; y que conservando la dulce paz y alianza con su Salvador, no tenía nada que esperar ni temer del mundo.

Mientras así empezaba la lucha con pequeñas escaramuzas, Lutero, cuya fama corría ya por el mundo, pero que, sin embargo, cumplía todos los deberes de su regla con la conciencia más estricta, hizo un viaje, en Abril de 1518, a Hei­delberg, para asistir allí a una reunión de delegados de la orden de Agustinos. Aprovechó, pues, esta ocasión para defender en una Contro­versia sus convicciones, basándolas en las San­tas Escrituras. Está controversia tuvo una importancia tan grande para la obra de la Reforma en Alemania, que no puede dejar de verse en dicho Viaje el dedo de Dios y su Providencia. Porque tanto Lutero como sus tesis, eran poco conocidos en el Sur de Alemania, y al mismo tiempo, con intenciones nada cristianas se habían hecho correr sobre él muchos rumores, por cierto muy falsos y calumniosos. Ahora se presentó él mismo, y con su sinceridad y con el poder de su espíritu ganó pronto los corazones de casi todos. Allí conquistó y convirtió a los que después fue­ron sus colegas y colaboradores en la obra de la Reforma, Martín Butzer, Erhard Schnepf, Juan Brenz y otros, que en aquella ocasión admiraron no solamente su talento y personalidad, sino muy especialmente el modo que tenia de explicar y aplicar las Escrituras.

 

 
1. Iglesia Primitiva
2. Los Apóstoles
3. Más Adelantos
4. Justino Mártir
5. Ireneo/Tertuliano
6. Persecuciones 1-4
7. Persecuciones 5-8
8. Persecuciones 9-10
9. Costumbres
10. Constantino
11. Padres/Doctores
12. Clericalismo
13. Decadencia
14. Separación
15. Hildebrando
16. Los Valdenses
17. Juan Wycliff
18. Juan Huss
19. Martín Lutero
20. El Fraile
21. 95 Tesis
22. Controversia
23. Bula/Dieta
24. Wartburgo
25. Augsburgo
26. Vida Privada
27. Muerte
28. Persecuciones
29. Wm. Tyndale
30. Juan Calvino
31. Reina/Valera
32. Los Cuáqueros
33. Bunyan/Wesley
 

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