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Historia Eclesiástica es el estudio de la historia de la Iglesia Cristiana desde el final del Nuevo Testamento hasta el principio del movimiento evangélico.  Se pone énfasis en el sacrificio de los mártires, las controversias doctrinales, el desarrollo del catolicismo, los precursores de la reforma, Martín Lutero y la Reforma Protestante.

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Años 100-200

Adelantos del cristianismo. — Persecuciones. — Consulta de Plinio a Trajano. — Ignacio de Antioquia. — Policarpo de Esmirna. — Justino mártir. — Los mártires de Lyon y Viena. — Ireneo. — Tertuliano. — Literatura cristiana del segundo siglo. —La recepción de miembros.

——

Adelantos del cristianismo.

Ha transcurrido tan sólo poco más de medio siglo desde que los discípulos recibieron la gloriosa misión de ser testigos de Cristo en el mundo. Entramos ahora en el segundo siglo de nuestra era. Los primeros combatientes cristianos descansan ya de sus trabajos, y sus descendientes espirituales se aprestan para la lucha, dispuestos a seguir dando testimonio de lo que Cristo hizo por medio de su muerte y resurrección, y de lo que hace en el corazón de todos aquellos que le reciben con fe.

Al llegar a esta segunda etapa de la triunfante marcha del cristianismo, quedamos sorprendidos de la rapidez con que el evangelio ha penetrado en todos los países de la tierra, alcanzando las masas y ganando multitudes de almas que entran por la fe en el camino de la vida eterna. Aquellos que al principio fueron sólo un puñado de hombres y mujeres en Judea, se han convertido en una legión inmensa que todo lo llena, haciendo penetrar los rayos luminosos de la verdad divina aun en los antros más tenebrosos de la vida pagana.

El historiador Gibbon atribuye esta rápida propagación del cristianismo a varias causas, entre las cuales señala "la moral pura y austera de los cristianos" y "la unión y disciplina" de la naciente república espiritual. En efecto, nada podía impresionar tanto a un mundo en estado de putrefacción, como aquella santidad y costumbres limpias del pueblo de Dios; y en medio de las discordias e intrigas del mundo, la unidad y disciplina voluntaria de los cristianos, tenía forzosamente que ser un poder de atracción.

Difícil es calcular a qué número habían llegado los cristia­nos en el segundo siglo, pero la historia nos ha conservado bas­tantes datos sobre el número de países donde actuaban, y por algunas expresiones de escritores de aquel tiempo, podemos inferir que el crecimiento numérico era asombroso.

En Asia, vemos que aun en Judea reaparecen los cristianos después de la tremenda desolación que sufrió el país. Muchos de los miembros de la iglesia que habían huido a Pella, regre­saron a Jerusalén, reconstruida en parte, con el nombre de Elía Capitolina, y allí los hallamos actuando bajo el cuidado pastoral de un tal Simeón, que se cree era pariente del Señor. En Cesárea, ciudad situada en Samaria, floreció por varios siglos una próspera comunidad cristiana. En Siria, Asia Menor, Galacia, y Mesopotamia, eran numerosísimas las iglesias diseminadas por todas las ciudades y aldeas. Hay también indicios de vida cristiana en Persia, Media, Partía, y Bactriana. Poco tiempo después vemos que el evangelio había llegado hasta Armenia, Arabia, y hasta algunas provincias de la India.

En África, fue Egipto el primer país que tuvo conocimiento del evangelio. Se atribuye a San Marcos la fundación de la iglesia de Alejandría, la cual llegó a ser un poderoso baluarte espiritual en aquella ciudad culta y famosa. De Egipto, el evangelio pasó a la Cirenaica y a Etiopía. En Cartago y regiones circunvecinas sabemos, por las obras de Tertuliano, que en la segunda mitad del siglo segundo, el número de cristianos era considerable. Los paganos llegaron a alarmarse al ver cuan rápidamente ganaban prosélitos en todas las clases sociales, tanto en los centros de población como en el campo.

En Europa, las persecuciones de Nerón y Domiciano favorecieron indirectamente la propagación del cristianismo. Los que huyeron de Roma buscaron asilos seguros, no cesaban de sembrar la palabra, y por todas partes ésta crecía y fructificaba. En Italia, las congregaciones eran innumerables. En España había también iglesias. En Francia, sabemos que había iglesias pues ya en el año 177 se levantó una violenta persecución con­tra las de Lyon y Viena. En Alemania y Bretaña se hallan cristianos a mediados del segundo siglo. En las regiones donde habían trabajado los apóstoles, siguen prosperando las iglesias; en Atenas, Filipos, Tesalónica, Esmirna, etc.

Justino Mártir, escribiendo en el segundo siglo, dice: "No hay una sola raza de hombres, ya sean bárbaros o griegos, o de cualquier otro nombre, nómades errantes o pastores viviendo en tiendas, entre los cuales no se hagan oraciones y acciones de gracias en el nombre del crucificado Jesús.

En un pasaje de Ireneo, escrito más o menos en la misma época que el que acabamos de citar, se habla de iglesias en Alemania, Francia, España, Egipto, Libia, y otras regiones.

A fines del segundo siglo, Tertuliano, al escribir su famosa Apología, ya podía decir a los paganos: "Somos solamente de ayer, y hemos llenado todo lugar entre vosotros; ciudades, islas, fortalezas, pueblos, mercados, campos, tribus, compañías, sena­do, foro; no os hemos dejado sino los templos de vuestros dioses". "Si los cristianos se retirasen de las comunidades pa­ganas —agrega— vosotros (los paganos) quedaríais horrorizados de la soledad en que os encontraríais, en un silencio y estupor como el de un mundo muerto".

Es probable que Tertuliano use aquí un lenguaje un tanto hiperbólico; pero sus palabras demuestran que los cristianos habían ganado mucho terreno y que el testimonio del Señor era dado vigorosamente por una verdadera multitud de testigos enérgicos, fieles y resueltos.

Persecuciones.

"Si tenemos en cuenta la pureza de la religión cristiana —dice Gibbon— la santidad de sus preceptos morales, y la inocente y austera vida de la mayoría de los que durante los pri­meros siglos, abrazaron la fe del evangelio, supondríamos naturalmente que una doctrina tan benévola, sería recibida con reverencia, aun por el mundo incrédulo".

¿Qué motivos tuvo el Imperio Romano pues, para levantarse contra los cristianos? Recordemos que las ideas de libertad religiosa eran completamente limitadas, y que las leyes sólo permitían aquellas religiones que oficial o tradicionalmente tenían la aprobación de un Estado. En Roma se practicaban todas las formas de culto imaginables. Los judíos eran tolerados, igualmente que los otros pueblos de la tierra, en la práctica de su culto. Pero se trataba de religiones nacionales que se confinaban a un determinado pueblo. Los romanos mismos es­taban obligados a practicar el culto nacional, y los casos cuando se apartaban de esta regla eran tan excepcionales que pasaban inadvertidos a los funcionarios públicos. Se dice que en Roma para el pueblo todas las religiones eran igualmente buenas; para los filósofos, todas igualmente falsas; y para el estado, todas igualmente útiles. Toda religión que no afectase a la idea romana del Estado podía vivir dentro de los límites del imperio; pero la libertad religiosa, en el sentido moderno de la palabra, no era compatible con las instituciones reinantes. El choque era inevitable, y las persecuciones estallaron.

Los cristianos predicaron que "no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos", sino el nombre de Jesús. Todas las demás religiones eran así declaradas sin valor. La predicación de la religión cristiana era, de hecho, un ataque a la religión del Estado, y a todas las demás. Roma podía tolerar la multitud de dioses, porque creían que de su protección dependía la grandeza nacional, pero no podía tolerar a un pueblo que se declaraba enemigo de todos los cultos y que decía que los dioses eran falsos e imaginarios. La verdad no es perseguidora ni inquisitorial pero es exclusivista. La ver­dad no puede pactar con el error; así el cristianismo no podía ponerse de acuerdo con el paganismo y sentía que debía ata­carlo, y sin tregua luchar en su contra. Bastaba anunciar las doctrinas de Cristo para que esto fuese un ataque al paganismo, y la sola presencia de los cristianos era una elocuente condenación de aquel sistema.

La santidad de los cristianos fue una de las causas que también contribuyó a despertar el odio de los enemigos de la verdad. Así como muchos se sentían atraídos por la vida pura que llevaban los discípulos de Cristo, otros sentían que aquella conducta ejemplar era un ataque violento a la relajación de las costumbres e inmoralidades manifiestas del mundo. Jesús había dicho a sus discípulos: "Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero porque no sois del mundo, antes yo os elegí del mundo, por eso el mundo os aborrece". San Pablo dijo: "La mente carnal es enemistad contra Dios", y, "todos los que quie­ren vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución".

Roma veía que los cristianos se retiraban del circo y de los demás espectáculos. Los centros de diversiones no tenían para ellos ningún atractivo, y aquellas cosas que los del mundo amaban tanto, eran menospreciadas por la palabra y el ejemplo de los cristianos.

El cristianismo era de carácter agresivo, y esto también contribuyó a que fuese objeto de odio. El mundo puede tolerar a los cristianos apagados e inactivos, pero muestra su aspereza para con los que están animados del espíritu de proselitismo. Julio Paulo, un jurisconsulto romano, dice: "Todos los que in­troducen nuevas religiones de tendencias y carácter desconocidos, por las que se conmueva el ánimo de los hombres, si per­tenecen a la clase elevada, tienen que ser desterrados, y si a las clases bajas, condenados a muerte". Los cristianos, para quienes su misión era la de ser testigos ante el mundo, no ce­saban de hacer una activa propaganda, y todo lo llenaban del evangelio de Cristo, y de ahí que Roma se levantase furiosa en su contra.

Los cristianos eran también aborrecidos a causa de que se aislaban, apartándose del resto de los hombres. La vida limpia a la que se sentían llamados era imposible viviendo mezclados con una sociedad corrompida. No por misantropía, como se lo figuraba Tácito, sino por limpieza de costumbres, tenían que formar una sociedad separada. En ninguna clase de hombres el espíritu social es tan pronunciado como entre los verdaderos cristianos; pero esta sociabilidad tiene que ser santa, y por eso no la pueden practicar con los que aman las cosas sucias, tan comunes en esta vida, y tan amadas por los hijos del siglo. Esto hacía que los cristianos fuesen mal entendidos, y se les mirase como a enemigos de la sociedad y del estado.

Roma se sintió amenazada por el movimiento cristiano. Sus grandiosos templos quedarían vacíos si las iglesias se multi­plicaban. Allí donde Estado y religión eran dos palabras pero una sola cosa, el avance del cristianismo significaba, junto con la decadencia del paganismo, la de las instituciones romanas. Entonces aquel imperio, que todo lo subyugaba, pensó que le sería fácil detener la marcha del cristianismo por medio de la espada. Roma, a la que el profeta Daniel en visión contempló-bajo la imagen de una bestia espantosa que todo lo devora y desmenuza, se levanta entonces para hacer guerra a los santos.

Consulta de Plinio a Trajano.

Un concepto extraviado respecto a las funciones del Es­tado en asuntos religiosos, convirtió en perseguidores de las iglesias a muchos emperadores que en la historia figuran como buenos gobernantes. Al perseguir, creían que estaban defen­diendo los derechos legítimos del Estado. "Uno de éstos fue Trajano.

Una consulta que le hizo Plinio al Menor, gobernador de Bitinia, dirigida el año 110, es un valioso documento de origen pagano, que ayuda a conocer el concepto que se habían for­mado de los cristianos, y la clase de pruebas a las cuales éstos se veían constantemente sometidos. Plinio, no queriendo en este asunto proceder bajo su propia responsabilidad, consulta a su emperador. Es cierto que Trajano había promulgado va­rios edictos contra las sociedades secretas, y las asambleas cris­tianas estaban incluidas en esta categoría, según las ideas erróneas que tenían los magistrados. Transcribimos aquí la consulta de Plinio a Trajano:

"Es mi costumbre, señor, someter a vos todo asunto acerca del cual tengo alguna duda. ¿Quién, en verdad, puede dirigir mis escrúpulos o instruir mi ignorancia?

"Nunca me he hallado presente al juicio de cristianos, y por eso no sé por qué razones, o hasta qué punto se acostumbra comúnmente castigarlos, y hacer indagaciones. Mis dudas no han sido pocas, sobre si se debe hacer distinción de edades, o si se debe proceder igualmente con los jóvenes como con los ancianos, si se debe perdonar a los arrepentidos, o si uno que ha sido cristiano debe obtener alguna ventaja por haber dejado de serlo, si el hombre en sí mismo, sin otro delito, o si los delitos necesarios ligados al nombre deben ser causa de castigo.

Mientras, en los casos de aquellos que han sido traídos ante mí en calidad de cristianos, mi conducta ha sido ésta: Les he preguntado si eran o no cristianos. A los que profesaban serlo, les hice la pregunta dos o tres veces, amenazándoles con la pena suprema. A los que insistieron, ordené que fuesen eje­cutados. Porque, en verdad, no pude dudar, cualquiera que fuese la naturaleza de lo que ellos profesan, que su pertinacia a todo trance y obstinación inflexible, debían ser castigadas. Hubo otros que tenían idéntica locura, respecto a quienes, por ser ciudadanos romanos, escribí que tenían que ser enviados a Roma para ser juzgados. Como a menudo sucede, la misma tramitación de este asunto, aumentó pronto el área de las acu­saciones, y ocurrieron otros casos más. Recibimos un anóni­mo conteniendo los nombres de muchas personas. A los que negaron ser o haber sido cristianos, habiendo invocado a los dioses, y habiendo ofrecido vino e incienso ante vuestra estatua, la que para este fin había hecho traer junto con las imágenes de los dioses, además, habiendo ultrajado a Cristo, cosas a nin­guna de las cuales se dice, es posible forzar a que hagan los que son real y verdaderamente cristianos, a éstos me pareció propio poner en libertad. Otros de los nombrados por el de­lator admitieron que eran cristianos, y pronto después lo nega­ron, añadiendo que habían sido cristianos, pero que habían de­jado de serlo, algunos tres años, otros muchos años, algunos de ellos más de veinte años, antes. Todos éstos no sólo adoraron vuestra Imagen y efigies de los dioses, sino que también ultrajaron a Cristo. Afirmaron, sin embargo, que todo su delito o extravío había consistido en esto: habían tenido la costumbre de reunirse en un día determinado, antes de la salida del sol, y dirigir, por turno, una forma de invocación a Cristo, como a un dios; también hacían pacto juramentado, no con propósitos malos, sino con el de no cometer hurtos o robos, ni adulterio, ni mentir, ni negar un depósito que les hubiera sido confiado. Terminadas estas ceremonias se separaban para volver a reunir­se con el fin de tomar alimentos —alimentos comunes y de calidad inocente. Sin embargo cesaron de hacer esto después de mi edicto, en el cual, siguiendo vuestras órdenes, he prohibido la existencia de fraternidades. Esto me hizo pensar que era de suma necesidad inquirir, aun por medio de la tortura, de dos jóvenes llamadas diaconisas, lo que había de cierto. No pude descubrir otra cosa sino una mala y extravagante superstición: por consiguiente, habiendo suspendido mis investigaciones, he recurrido a vuestros consejos. En verdad, el asunto me ha parecido digno de consulta, sobre todo a causa del número de personas comprometidas. Porque, muchos de toda edad y de todo rango, y de ambos sexos, se encuentran y se encontrarán en peligro. No sólo las ciudades están contagiadas de esta su­perstición, sino también las aldeas y el campo; pero parece posible detenerla y curarla. En verdad, es suficiente claro que los templos, que estaban casi enteramente desiertos, han empezado a ser frecuentados, y los ritos religiosos de costumbre, que fueron interrumpidos empiezan a efectuarse de nuevo, y la carne de los animales sacrificados encuentra venta, para la cual hasta ahora se podía hallar muy pocos compradores. De todo esto es fácil formarse una idea sobre el gran número de personas que se pueden reformar, si se les da lugar a arrepen­timiento".

Plinio fue un hombre que ha dejado fama de bondad, rec­titud y buen trato para con sus esclavos. Pero, según su propio testimonio, hacía ejecutar sin miramientos a los que insistían en su testimonio cristiano, e hizo torturar a dos pobres diaconisas para arrancarles confesiones comprometedoras. Hacía esto con personas a quienes él no podía acusar de ningún delito común, sino sólo de no querer conformarse a las prácticas de la religión del Estado. Esta carta nos da a conocer, por la propia declaración de un pagano, cuánto tenían que sufrir los testigos de la cruz, y si tal era el trato que recibían de hombres como Plinio y Trajano, ya podemos figurarnos lo que habrá sido bajo Nerón y Domiciano.

La vida santa de los creyentes resalta aun a los ojos de sus encarnizados enemigos. "Que el adversario se avergüence, y no tenga nada malo que decir de vosotros", leían en una de las Epístolas de Pablo, y es notable que aquellos mismos que los torturaban y condenaban a muerte, no sólo no hallaban delitos que imputarles, sino que se veían obligados a reconocer que eran personas intachables en su conducta. Con razón se ha dicho que la carta de Plinio a Trajano es la primera apología cristiana que fue escrita, y esto por la pluma de un pagano.

Hay que notar que Plinio no entendía bien a los cristianos. Lo que dice sobre el juramento que hacían no puede ser sino una mala interpretación de los propósitos que los cristianos hacían públicamente en las reuniones.

El emperador Trajano contestó a Plinio que aprobaba el modo como había procedido, indicándole, además, que no ha­bía que perseguir a los cristianos; pero que cuando fuesen denunciados, si no mostraban arrepentimiento sacrificando a los dioses, había que castigarlos, y que no debía recibir acusaciones anónimas.

Ahora entraremos a ocuparnos de uno de los mártires más ilustres de aquel tiempo, cuyo fiel testimonio llega hasta nosotros como un eco de la fidelidad y del valor de los santos en Cristo Jesús, que fueron llamados a morir por su nombre.

Ignacio de Antioquia.

Ignacio conoció al apóstol Juan en su juventud, y de él aprendió la verdad cristiana. Durante cuarenta años actuó como pastor de la floreciente iglesia de Antioquia, en la cual era estimado por sus virtudes y preciosos dones espirituales. En la tercera persecución general que tuvo lugar bajo Trajano, fue prendido en Antioquia, y el año 110 conducido a Roma para sufrir el martirio en el anfiteatro.

Refiramos la historia de su martirio, citando las palabras de Crisóstomo, tomadas de una homilía que pronunció en Antioquia en conmemoración de Ignacio.

"Una guerra cruel se había encendido contra las iglesias, y como si la tierra estuviese dominada por una atroz tiranía, los fieles eran tomados en las plazas públicas, sin que tuvieran otro crimen que reprocharles que el de haber abandonado el error para entrar en las veredas de la piedad, de haber renun­ciado a las supersticiones de los demonios, de reconocer al Dios verdadero, y adorar a su Hijo Unigénito, La religión que pro­fesaban esos ardientes partidarios, les hacía merecedores de co­ronas, aplausos y honores; y sin embargo, era por causa de la religión que los castigaban, que les hacían sufrir mil formas de suplicio a los que habían abrazado la fe, y mayormente a los que dirigían las iglesias; porque el demonio, lleno de astucia y malicia, creía que venciendo a los pastores le sería fácil dominar al rebaño. Pero el que confunde los designios de los malvados, quiso mostrarle que no son los hombres los que gobiernan las iglesias, sino que es él mismo que dirige a los creyentes de todo país, y permitió que los pastores fuesen entregados al suplicio, para que viese que su muerte, lejos de detener los progresos del evangelio, no hacían sino extender su reino, y mostrarle que la doctrina cristiana no procede de los hombres, sino que su fuente está en los cielos; que es Dios quien gobierna todas las iglesias del mundo, y que es imposible triunfar cuando se hace la guerra al Altísimo".

Al ser condenado Ignacio, se resolvió que fuese llevado a Roma para morir en el circo. Fue conducido por diez soldados, a los que él llamaba diez leopardos, a causa del deleite que tenían en hacerle sufrir toda clase de crueldades. Las iglesias que había entre Antioquia y Roma, salían al encuentro del peregrino mártir, y se agrupaban en torno suyo para verlo, saludarlo y animarle. En Esmirna, tuvo el gozo de encontrarse con Poli-carpo. Sobre el trayecto de Antioquia a Roma, dice Crisóstomo:

"Otra astucia de Satanás consistía en no hacer morir a los pastores en las iglesias donde actuaban, sino que los transportaba a un país lejano. Creía debilitarlos, privándolos de las cosas ne­cesarias, y cansándolos en la larga ruta. Fue así como hizo con el bienaventurado Ignacio. Lo obligó a pasar de Antioquia a Roma, haciéndole ver una distancia enorme, y esperando abatir su constancia por las dificultades de un viaje largo y penoso.

Pero él ignoraba que teniendo a Jesús por compañero de ese viaje, se haría más robusto, daría más pruebas de la fuerza de su alma, y confirmaría las iglesias en la fe. Las ciudades acu­dían de todas partes, al camino, para animar a este valiente atleta, le traían víveres en abundancia, los sostenían por medio de sus oraciones y enviándole delegados. Y ellas mismas recibían no poca consolación viendo al mártir correr hacia la muerte con el afán de un cristiano llamado al reino de los cielos; su mismo viaje y el ardor y la serenidad de su rostro, hacían ver a todos los fieles de esas ciudades que no era a la muerte que iba sino a una vida nueva, a la posesión del reino celestial. Instruía a las ciudades que había en el camino, tanto por su mismo viaje como por los discursos; y lo que sucedió a los judíos con Pablo cuando lo cargaron de cadenas para enviarlo a Roma, creyendo enviarlo a la muerte, mientras estaban enviando un maestro a los judíos que habitaban en Roma, se cumplió de nuevo con Ignacio, y de un modo aun más notable; porque no solamente para los cristianos que habitaban en Roma, sino para todas las ciudades del trayecto, fue un maestro admirable, un maestro que les enseñaba a no hacer caso de esta vida pasajera, a no tener en cuenta para nada las cosas visibles, a no suspirar sino por los bienes futuros, a mirar los cielos, a no atemorizarse por ningún mal ni por ninguna de las penas de esta vida. Esas eran las enseñanzas que daba, y otras más, a todos los pueblos por los cuales pasaba.

"Era un sol que se levantaba en el Oriente y corría al Occidente, derramando más luz que el astro que nos alumbra. Este astro lanza desde arriba rayos sensibles y materias; Ignacio brillaba aquí abajo, instruyendo las almas, alumbrándolas con una luz espiritual. El sol avanza hacia las regiones del poniente, luego se oculta y deja al mundo en las tinieblas; era avanzando hacia las mismas regiones que Ignacio se levantaba, y que derramando mayor claridad, hacía mayor bien a los que estaban en la ruta. Cuando entró en Roma enseñó a esta ciudad idólatra una filosofía cristiana, y Dios quiso que allí terminase sus días, para que su muerte fuese una lección a todos los romanos''.

Sobre su muerte en el inmenso Coliseo de la gran capital del Imperio, dice: "No fue condenado a morir fuera de la ciudad, ni en la prisión, ni en un lugar apartado; pero sufrió el martirio en la solemnidad de los juegos, en presencia de toda la ciudad congregada para ese espectáculo, siendo dado como presa a las bestias feroces que lanzaron contra él. Murió de esta manera, para que levantando un trofeo contra el demonio, en presencia de todos los espectadores, tuviesen envidia de tales combates, y se mostrasen llenos de admiración ante el coraje que le hacía morir sin pena, y hasta con satisfacción. Veía con alegría a las bestias feroces, no como quien tenía que morir, sino como quien estaba llamado a una vida mejor y más espiritual".

Fue también una obra muy importante la que hizo Ignacio al escribir cartas a las iglesias durante su viaje. Es en éstas que se hallan los datos principales sobre su martirio. Es lamentable que los sostenedores del papado hayan fraguado epístolas que atribuyen a Ignacio, y aun adulterado las auténticas. Uno de los problemas más controvertidos sobre la literatura cristiana del segundo siglo es el relacionado con la autenticidad de las cartas que se atribuyen a Ignacio. La crítica actualmente rechaza como apócrifas cinco de éstas y admite siete como genuinas.

Policarpo de Esmirna,

Después de Trajano, subió al trono Adriano, durante cuyo reinado hubo también persecuciones parciales, levantadas generalmente por el populacho incitado por sacerdotes. Al emperador Adriano sucedió Antonio Pío, en el año 138, quien se distinguió por su rectitud y bondad. Los cristianos no fueron perseguidos por él, y hasta es probable que haya dado órdenes expresas de que no fuesen molestados a causa de la fe. Esto no impidió que algunas iglesias de Asia fuesen asoladas por el adversario, lo que indujo a Justino Mártir a dirigirle su primera Apología, la cual parece que influyó para mantener la paz de las iglesias durante los veintitrés años de su reinado.

El año 161 subió al trono Marco Aurelio, bajo cuyo reinado tuvo lugar la cuarta persecución general. Es sorprendente que este monarca filósofo, al que la Historia puede presentar como ejemplo de buen gobernante, haya manchado su conducta con persecuciones tan crueles como extensas. Sus ideas religiosas y filosóficas lo extraviaron. Creía sinceramente en la existencia de los dioses, y las muchas calamidades públicas que azotaron el Imperio las creyó enviadas por éstos como castigo por la actitud hostil de los cristianos al paganismo. Los edictos de persecución ordenaban que los cristianos fuesen so­metidos a la tortura para lograr que ofreciesen sacrificios a los dioses.

La persecución se hizo sentir por todas partes, pero fue en Asia particularmente donde las iglesias tuvieron que sufrir atrocidades inauditas. Se unían contra los cristianos, los sacerdotes de culto nacional, el populacho enfurecido, los judíos influyentes de las ciudades y los magistrados.

Mencionaremos ahora dos de las víctimas más ilustres de aquella persecución bajo Marco Aurelio: Policarpo y Justino Mártir.

Policarpo era uno de los discípulos de San Juan. Conoció el evangelio en los años tempranos de su vida, y se consagró de todo corazón a pastorear la iglesia de Esmirna, en la que actuó durante muchos años. Era venerado de todos, no sólo por sus canas, sino también por la piedad manifiesta en su vida, y el espíritu cristiano que animaba todos sus actos.

En el año 167 la persecución se levantó violenta contra las iglesias de toda la región que circunda a Esmirna. El procón­sul de Asia, hasta entonces no había mostrado hostilidad, pero fue arrastrado en esta mala corriente por los sacerdotes paganos y los judíos intolerantes. Su método consistía en hacer una exhibición de los instrumentos de tortura, y de los animales salvajes a los cuales serían arrojados los que no quisieran abjurar. Si con esto no conseguía atemorizar a los cristianos, los condenaba a muerte.

En medio de indescriptibles tormentos, que horrorizaban aun a los mismos espectadores paganos, los cristianos mostraban una tranquilidad y resignación que los verdugos no podían com­prender. Existe una carta que la iglesia de Esmirna envió a las iglesias hermanas, en la cual se halla un relato detallado de los sufrimientos a que fueron expuestos, y de la manera como su­pieron llevarlos con resignación y constancia. "Nos parecía —dice la iglesia— que en medio de los sufrimientos estaban ausentes del cuerpo, o que el Señor estaba al lado de ellos y caminaba entre ellos, y que reposando en la gracia de Cristo, despreciaban los tormentos de este mundo".

No es extraño que en estas circunstancias ocurriesen al­gunos casos de fanatismo. Se dice que un cierto frigio llamado Quinto, se presentó ante el tribunal del procónsul declarando que era cristiano y que quería sufrir por su fe, pero cuando le mostraron las bestias salvajes su ánimo falso cedió y ofreció sacrificios a los ídolos jurando por el genio del emperador. La iglesia desaprobó este acto de extravagancia, porque el evangelio no enseña a buscar la muerte voluntariamente.

La ciudad quería el martirio del más ilustre y más conoci­do de los siervos del Señor. La multitud clamaba pidiendo que Policarpo fuese arrojado a las fieras. Cuando el noble anciano lo supo, pensó en quedarse quieto esperando lo que Dios determinase acerca de su persona, pero los hermanos le rogaron que se ocultase en una aldea vecina. No bien hubo llegado Policarpo, aparecieron los soldados buscándole, pues había sido traicionado por uno de los que estaban enterados de su huida. Pudo escaparse aun esta vez, pero las autoridades sometiendo a la tortura a dos esclavos, lograron que uno declarase dónde se hallaba. Cuando Policarpo se vio frente a sus perseguidores, comprendió que su fin estaba cerca, y dijo: "Há­gase la voluntad de Dios". Pidió que diesen de comer y beber a los soldados que habían venido a prenderle, pidiendo a ellos solamente que le permitiesen pasar una hora en oración con su Dios, pero su corazón estaba tan lleno que durante dos horas continuas habló con su Padre celestial, pidiendo de él la fuerza que necesitaba para sufrir el martirio. Los paganos estaban conmovidos ante la actitud del noble varón de Dios.

Los oficiales llevaron a Policarpo a la ciudad, montado en un asno. Le salió al encuentro el principal magistrado policial, quien le hizo subir en su coche y dirigiéndose a él amablemen­te le dijo: "¿Qué mal puede haber en decir, 'Mi Señor el emperador', y en sacrificar, y así salvar la vida?" Policarpo no respondía, pero como insistiese le contestó que no estaba dispuesto a seguir sus consejos. Cuando vieron que no podían persuadirle se enfurecieron contra él, y empezaron a maltratarlo, hasta arrojarlo al suelo desde el carro en que iban, y a consecuencia del golpe sufrió contusiones en una pierna.

Al comparecer delante del procónsul, éste le dijo que tu­viese compasión de su edad avanzada, que jurase por el genio del emperador y que diese pruebas de arrepentimiento, uniéndose a los gritos de la multitud que clamaba: "Afuera con los impíos". Policarpo miró serenamente a la multitud, y, seña­lándola con un ademán resuelto, dijo, "Afuera con los impíos". El procónsul entonces le dice: "Jura, maldice a Cristo, y te pongo en libertad". El anciano le respondió: "Ochenta y seis años lo he servido y El no me ha hecho sino bien, ¿cómo puedo maldecirlo, a mi Señor y Salvador?" El procónsul seguía el interrogatorio y Policarpo le dice entonces: "Bueno, si deseas saber lo que soy, te digo francamente que soy cristiano. Si quieres saber en qué consiste la doctrina cristiana, señala una hora para oírme." El procónsul entonces, demostrando que quería salvar al anciano, y que no compartía las ideas de la multitud le dijo: "Persuade al pueblo". Policarpo respondió: "Yo me siento ligado a dar cuenta delante de ti, porque nuestra religión nos enseña a honrar a los magistrados establecidos por Dios, en lo que no afecte a nuestra salvación. Pero tocante a éstos, creo que son indignos de que me defienda delante de ellos". Aquí el procónsul le amenazó con las bestias y con la pira, pero como no consiguió mover el ánimo del fiel testigo de Cristo, mandó que los heraldos pregonasen en el circo: "Policarpo ha confesado ser cristiano''. Esto equivalía a decir que había sido condenado a muerte. Entonces la multitud em­pezó a dar gritos de júbilo y a decir: "Este es el que enseña en contra de los dioses, el padre de los cristianos, el enemigo de las divinidades, el que enseña a abandonar el culto de los dioses, y a no ofrecerles sacrificio". El procónsul accedió al pedido de los judíos y paganos de que Policarpo fuese quemado vivo, y ellos mismos se apresuraron a traer la leña para levantar la hoguera. Cuando querían asegurarlo al poste de la pira les dijo: "Dejadme así, el que me ha dado fuerzas para venir al encuentro de las llamas, también me dará fuerzas para permanecer firme en el poste". Antes de que encendiesen el fuego, oró con fervor diciendo: "¡Oh Señor, Todopoderoso, Dios, Padre de tu amado hijo Jesucristo, de quien hemos recibido tu conocimiento, Dios de los ángeles, y de toda la creación, de la raza humana y de los santos que viven en tu presencia, te alabo de que me hayas tenido por digno, en este día y en esta hora, de tener parte en el número de tus testigos, en la copa de Cristo". Así partió a estar con el Señor aquel que le amó y sirvió fielmente durante muchos años y en medio de tantas pruebas.

La muerte de este mártir dio ánimo a los cristianos. Al verle morir tan serenamente veían cumplidas en él las promesas de Cristo, de estar siempre con los suyos. Todo estaba ordenado por la sabiduría divina, para que la iglesia tuviese pruebas evidentes de que Cristo no la dejaría ni desampararía cuando tuviese que testificar con el martirio. Su muerte sirvió también para hacerles comprender mejor la naturaleza de la misión cristiana, lo que expresan en la carta que hemos men­cionado, escribiendo estas palabras: "El esperaba ser desatado, imitando en esto a Nuestro Señor, y dejándonos un ejemplo que seguir, para que no miremos sólo a lo que conduce a nuestra propia salvación, sino que seamos de utilidad a nuestro pró­jimo. Porque ésta es la naturaleza del verdadero amor: buscar no sólo nuestra salvación, sino la salvación de todos nuestros hermanos".

La muerte triunfante de Policarpo aplacó la ira de los per­seguidores, y la iglesia de Esmirna entró en un período de paz y prosperidad espiritual.

 

 
1. Iglesia Primitiva
2. Los Apóstoles
3. Más Adelantos
4. Justino Mártir
5. Ireneo/Tertuliano
6. Persecuciones 1-4
7. Persecuciones 5-8
8. Persecuciones 9-10
9. Costumbres
10. Constantino
11. Padres/Doctores
12. Clericalismo
13. Decadencia
14. Separación
15. Hildebrando
16. Los Valdenses
17. Juan Wycliff
18. Juan Huss
19. Martín Lutero
20. El Fraile
21. 95 Tesis
22. Controversia
23. Bula/Dieta
24. Wartburgo
25. Augsburgo
26. Vida Privada
27. Muerte
28. Persecuciones
29. Wm. Tyndale
30. Juan Calvino
31. Reina/Valera
32. Los Cuáqueros
33. Bunyan/Wesley
 

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