Constantino. — El Concilio de Nicea. —
Juliano el Apóstata. — Principales
escritores cristianos de Oriente: Eusebio, Cirilo de Alejandría,
Teodoro de Mopsuestia. El trío de Capadocia., Crisóstomo. —
Principales escritores cristianos de Occidente:
Hilario,
Ambrosio, Agustín, Jerónimo. — Avance del clericalismo. — Vida
monástica: Antonio. — Innovaciones. — Loa donatistas.
Constantino.
Nada más
difícil que ser justo con este personaje. Sus actos no permiten
colocarlo entre el número de los verdaderos discípulos de Cristo, y
al mismo tiempo es imposible desconocer su sinceridad y profundas
simpatías al cristianismo. Su actuación en relación con los
cristianos fue, sin duda, equivocada, pero él no fue el único
culpable de sus errores. Los mismos obispos que le rodeaban deben
cargar con mucha de la responsabilidad.
Acerca de su
primera educación religiosa no se poseen dalos suficientes. Su padre
demostró alguna inclinación al cristianismo. Su madre Elena, si no
cristiana declarada, era también adicta al credo de los que tanto
sufrían por su fe. Como los cristianos eran numerosos, no es extraño
que Constantino haya tenido trato con algunos de ellos en su juventud,
y que esto lo haya predispuesto en su favor. Fue testigo de la
persecución bajo Diocleciano. Se encontraba en Nicomedia cuando ésta
principió, y las escenas de fanatismo y barbarie que presenció,
formaban un notable contraste con las ideas de tolerancia que
profesaba su padre. Pudo ver que en el cristianismo había algo que no
podía ser destruido ni con fuego ni con la espada más aguda.
Cuando fue
proclamado Augusto por las legiones que su padre había conducido a
Britania, es decir el año 306, se mostró aún ligado al paganismo y en
el año 308 ofreció sacrificios en el templo de Apolo por la buena
marcha de su reinado. Creía que era deudor a los dioses por la buena
suerte de su carrera. Sólo después de sus victorias contra Magencia es
que hace sus primeras declaraciones públicas en favor del
cristianismo, esto es, en el año 312, cuando llegó a ser único
emperador de Occidente.
Las
circunstancias que produjeron este cambio en la conducta de
Constantino tienen como única explicación lo que se llama la historia
de la visión de la cruz. Daremos el relato como ha sido transmitido a
la posteridad por Eusebio, quien dice que se lo relató al mismo
Constantino, asegurándole con juramento que todo lo que le decía era
la pura verdad. He aquí el relato. Cuando Magencio estaba haciendo sus
preparativos para entrar en campaña y se encomendaba a los dioses de
su predilección, observando escrupulosamente las ceremonias paganas,
Constantino se puso a pensar en la necesidad que tenía de no confiar
únicamente en la fuerza de sus armas y valor de sus soldados, Los
fracasos de los últimos emperadores disminuían su confianza en el
poder protector de los dioses, y vacilaba acerca de la actitud que
debía asumir. El ejemplo de su
padre, quien creía en
un solo Dios omnipotente, le recordó que no debía confiar en ningún
otro. Se dirigió por lo tanto a este Dios, pidiéndole que se le
revelase y que le diese la victoria en la próxima batalla que estaba
por librar. Mientras estaba orando vio, suspendida en los cielos, una
cruz refulgente y debajo de ella esta inscripción: Tonto Nika.
Se dice que la visión fue vista por todo el ejército que se dirigía a
Italia, y que todos se llenaron de asombro. Probablemente la
inscripción fue vista en el idioma del emperador, el latín: In Hoc
Signo Vinces lo que significa: Con este signo vencerás.
Mientras Constantino estaba pensando en la visión, Cristo le apareció
en sueños con el mismo símbolo que había visto en el cielo, y le dijo
que formase una bandera según ese modelo para usarla como protección
contra los enemigos. Esto dio origen al lábaro, estandarte que está
suspendido en una cruz y que lleva la
X
como
monograma de Cristo. Después de esta visión, Constantino hizo llamar a
varios maestros cristianos, a quienes preguntó acerca de sus creencias
y de la significación del símbolo que le había aparecido,
La visión
puede ser muy bien el fruto de la mente exaltada de Constantino y la
exageración que siempre sigue a los hechos de esta naturaleza, pudo
añadir que todo el ejército la vio. El sueño en el cual él vio a
Cristo, también pudo haber sido cierto, pero no hay que deducir que se
trate de una aparición real de Jesucristo. El príncipe de la paz
diseñando un estandarte de guerra, es una idea que pudo tener
Constantino u otro militar entusiasta, pero que no está de acuerdo con
las ideas enseñadas por Cristo. Rafael pudo imaginar a los ángeles
volando por encima de los cadáveres de los soldados del ejército
vencido, pero no es por esto dado admitir que el cielo se complazca
en acciones de guerra. Estas ideas caben en las doctrinas del Antiguo
Testamento, pero no son admisibles en el Nuevo.
Desde
entonces la cruz empezó a ser un amuleto, tanto para los militares
como para los civiles. La confianza en el Cristo vivo fue sustituida
por la confianza en la cruz material. Esto llegó a ser una verdadera
superstición que repugna a la espiritualidad de las ideas cristianas.
En el foro fue levantada la estatua del emperador sosteniendo una cruz
con esta inscripción: "Por medio de esta señal saludable, el verdadero
símbolo del valor, liberté a vuestra ciudad del yugo del tirano".
En el año 313
se promulgó en Milán el edicto por medio del cual se concedía la
libertad de profesar el cristianismo. Al mismo tiempo se concedía
este derecho a todas las religiones. Desde este edicto data lo que se
llama la paz de la iglesia.
También se
ordenaba que las propiedades de los cristianos que habían sido
confiscadas durante la última persecución, fueran devueltas a sus
primitivos dueños, indemnizando los perjuicios que sufriesen los que
habían adquirido esas propiedades.
Desde que
Constantino tomó esta actitud con los cristianos, aumentó
considerablemente el número de los que abandonaban el paganismo. Las
iglesias se hicieron cada vez más multitudinistas. No se exigía para
ingresar a ellas pruebas de una genuina conversión y todo se reducía a
una mera profesión exterior. Las costumbres simples que habían
caracterizado a los cristianos, empezaron a desaparecer. El lujo y la
pompa entró en las iglesias, y el espíritu ceremonial se manifestó
cada vez más profundo.
Constantino
se rodeó de consejeros que profesaban el cristianismo, pero que
habían perdido, o nunca conocido, la piedad real. Otros que en días
de pruebas se habían mantenido cerca del Señor, al verse favorecidos
por el monarca, se hicieron mundanos, perdiendo toda influencia
espiritual. Los altos cargos en el palacio imperial fueron confiados a
cristianos nominales y estos favores contribuían a que las iglesias
se llenasen de hipócritas que veían en la profesión del cristianismo
un medio fácil de alcanzar distinciones oficiales. Los obispos y demás
dirigentes del cristianismo, lejos de impedir estas manifestaciones
de hipocresía, parece que se hallaban muy satisfechos del nuevo rumbo
que tomaban las cosas.
No obstante,
Constantino no había renunciado al paganismo, en cuyos actos
participaba por varios años más, después del edicto de Milán. Nunca
abandonó el título de Pontifex Maximus del paganismo y en muchos de
sus actos demuestra inclinación a la superstición que por otra parte
se esforzaba en destruir.
En varios
casos aparece como queriendo emplear la fuerza para hacer desaparecer
las viejas y caducas formas del culto, pero sus ataques al paganismo
siempre tuvieron algún justificativo delante de la opinión pública,
porque iban dirigidos contra los actos en que se manifestaba el
espíritu bajo e inmoral de aquel culto. Hizo demoler el templo y
bosque sagrado de Venus en Apaca, de Fenicia, porque era notorio que
aquel centro de pretendida devoción era un verdadero lupanar y foco de
la más grosera inmoralidad. Por la misma razón hizo suprimir los
ritos abominables que tenían lugar en Heliópolis de Fenicia. También
suprimió un célebre templo de Escolapio en Sicilia, frecuentado por
muchos peregrinos que acudían llevados por la fama de los sacerdotes
que pretendían tener poderes sobrenaturales para curar toda clase de
enfermedades. El templo estaba lleno de ofrendas donadas por las
personas que se creían deudoras al santuario. Para poner fin a tanto
engaño Constantino ordenó que el templo fuese demolido. Muchos de los
objetos de arte que habían adornado éste y otros templos fueron
llevados para adornar el palacio imperial.
La
destrucción de templos paganos y los favores manifiestos acordados a
los cristianos, en nada contribuían en favor del verdadero carácter
religioso del pueblo. Los que eran paganos de convicción seguían
siéndolo con más fervor, otros caían en un completo escepticismo y los
que venían a aumentar las filas de los cristianos, no traían la base
de la regeneración que sólo puede hacer eficaz la profesión de un
credo que pide a sus adeptos una vida santa y ejemplar.
Una medida
que tuvo grandes consecuencias en la futura historia del cristianismo
fue la fundación de la ciudad de Constantinopla. El emperador parece
no hallarse a gusto en una ciudad cuyo carácter pagano no era fácil
hacer desaparecer. No hay dudas de que causas políticas también
influyeron sobre el ánimo de Constantino cuando resolvió mudar la
capital a la nueva ciudad que levantaba dándole su nombre. Roma era el
centro del paganismo y al iniciar una nueva orientación en los
destinos de la nación, también quería tener una nueva capital donde
el arte cristiano substituyese el arte de la gentilidad y donde las
nuevas instituciones pudiesen florecer sin obstáculo.
Sobre la
vieja ciudad de Bizancio, situada en uno de los puntos más
estratégicos del universo, se levantaría la nueva capital, la nueva
Roma, llamada a ser el centro de la mitad del Imperio durante largos
siglos. Dentro de sus nuevos y fuertísimos muros no habría templos
paganos que hiciesen recordar al pasado en decadencia. Por todas
partes se levantarían iglesias cristianas decoradas con un arte nuevo
y despojado de todo recuerdo del viejo sistema. Los mejores obreros de
todo el Imperio fueron enviados a trabajar en los magníficos palacios
que ostentaría ese nuevo centro de cultura. Todos contribuían
entusiastas a la realización del sueño dorado de Constantino. Las
ciudades de Grecia eran despojadas de sus mejores obras de arte, que
eran llevadas para contribuir al embellecimiento de Constantinopla.
En el año 321
Constantino publicó el siguiente edicto, relacionado con el descanso
dominical, que los cristianos observaban ya desde los tiempos de los
apóstoles: "Que todos los jueces y todos los que habitan en las
ciudades, y los que se ocupan en diferentes oficios, descansen en el
venerable día del sol, pero que se deje a los que están en el campo,
usar de su libertad para atender los trabajos de la agricultura,
porque a menudo sucede que otro día no es apropiado para sembrar grano
y plantar viñas, no suceda que se pierda la ocasión favorable que el
cielo conceda".
Este decreto
fue dado con el objeto de favorecer a los cristianos, haciéndoles más
fácil la observancia del día dominical. Es sabido que les era
sumamente dificultoso, en las ciudades, consagrar este día a cosas
puramente espirituales, viviendo en una sociedad que no tenía la
misma costumbre. Constantino al implantar el reposo semanal, no lo
hizo en el sentido rigurosamente religioso. Ordenaba el descanso, pero
no como acto devocional, de modo que su observancia no implicaba una
conformidad al cristianismo. Como estadista aventajado no dejaba de
comprender que sería beneficiosa para los habitantes en general, una
práctica que había sido de general aplicación entre los israelitas y
que había dado siempre los mejores resultados. El domingo es llamado
en el edicto de Constantino, dia del sol, como se le llama aún en
inglés y otros idiomas europeos.
La
designación de día dominical era peculiar a los cristianos $
tal nombre no hubiera sido entendido por los paganos a quienes se
dirigía especialmente el edicto, porque los cristianos no necesitaban
de esa orden de carácter oficial para observar el día que les traía el
grato recuerdo de la resurrección del divino Maestro.
Constantino,
sin llegar tan lejos como a hacer del cristianismo la religión
oficial del Estado, dispuso de los fondos públicos para favorecer al
clero, sentando así la base de lo que llegó a ser la unión de la
iglesia con el estado. Error funesto, que causó grandes e
incalculables perjuicios tanto, a la religión como al poder civil. Las
iglesias dejan entonces de depender de la protección de su Señor
celestial para depender de la protección de los gobiernos. Su fuerza,
ya no está más en el testimonio de sus mártires muriendo heroicamente
en la arena del anfiteatro. Su gloria ya no sería la cruz ignominiosa
de la cual pendió el Salvador. El falso brillo del mundano oropel iba
muy pronto a cegarla. Los cristianos creían que había llegado el día
de su humillación y derrota, cubiertas de la apariencia engañosa de
las cosas perecederas de este siglo que se deshace.
La correcta
idea neotestamentaria de la iglesia empieza a desaparecer. Ya no se
habla, sino en muy raros casos, de las iglesias, refiriéndose a las
congregaciones locales que mantenían el culto cristiano. Se habla en
cambio de "la iglesia'' incluyendo en estar frase a la gran masa de
los que se denominaban cristianos. El doctor W. J. Me Glothlin,
profesor de historia eclesiástica dice: "La independencia y
significación de la iglesia local sucumbe y se pierde en el predominio
y poder de las iglesias de las grandes ciudades, y éstas a su vez se
confunden en el concepto de una iglesia universal (católica) que
contiene a todos los cristianos y a muchas personas indignas. Se la
considera como a una entidad en sí misma, independiente de sus
miembros, santa, indivisible e inviolable, no más como a una comunidad
de salvados, sino como a una institución que salva, fuera de la cual
no hay salvación".
El espíritu
clerical, que desde hacía tiempo había empezado a ganar terreno en las
iglesias, matando la gran verdad bíblica del sacerdocio universal y
espiritual de los creyentes, pudo
sentarse en su poco envidiable trono cuando Constantino
empezó a conceder privilegios a los obispos y demás personas que
ocupaban puestos en relación con la obra cristiana. Al pasar de las
catacumbas al trono, dejaron sepultados en el olvido, la fe, el amor y
todas las virtudes que forman el carácter del cristiano.
Con la
protección del estado, como dijo Alejandro Vinet, la religión dejo de
ser una cuestión del cielo y se hizo una cuestión del suelo.
De la
actuación de Constantinopla respecto al arrianismo y al Concilio de
Nicea, nos ocuparemos separadamente.
Parecerá
extraño que el emperador, que participaba en todos los actos de la
actividad eclesiástica, que trataba con los obispos, que convocaba
concilios, y que prácticamente había tomado la dirección de la iglesia,
aún no había sido bautizado, y no lo fue hasta los últimos días de su
vida. Ya tenía sesenta y cuatro años de edad y hasta entonces había
gozado de muy buena salud física. Ahora empieza a sentir que sus
fuerzas flaquean. Dejó entonces a Constantinopla y se retiró a la
ciudad de Helenopolis, recientemente fundada por su madre, para
disfrutar allí de la suave temperatura de la primavera, tan deliciosa
bajo ese hermoso cielo límpido. Cuando se sintió mal acudió a la
iglesia del lugar e hizo la confesión de fe necesaria para entrar a
ser considerado catecúmeno. De ahí pasó a residir a un castillo cerca
de Nicomedia, a donde llamó a un grupo de obispos y rodeado de ellos,
fue bautizado por Eusebio, obispo de Nicomedia. Esto tuvo lugar poco
antes de su muerte, ocurrida en el año 337.
¿Por qué dejó
Constantino el bautismo para los últimos días de su vida? Algunos
creen que teniendo la idea popular de que ese rito limpia del pecado
quería esperar al fin de su vida para tener menos pecados cuando la
muerte viniese a llamarlo. Otros aseguran que por mucho tiempo había
abrigado el penamiento de efectuar un viaje a Palestina y ser
bautizado en el Jordán y que por esto había demorado tanto la cuestión
de su formal incorporación al cristianismo.
El Concilio de Nicea.
La
controversia de Arrio dio origen al famoso concilio de Nicea,
convocado por Constantino. Vamos a ocuparnos de esta controversia para
luego ocuparnos del concilio mismo.
Desde mucho
antes de esta época, se nota entre los doctores cristianos una fuerte
tendencia a la discusión de temas profundos y de carácter especulativo
más bien que práctico. La Trinidad y los infinitos puntos que se
desprenden de esta doctrina, era el asunto predilecto de muchos de los
escritores y pensadores cristianos. La religión empezaba a ser para
ellos una cuestión filosófica, y dejaba de ser una cuestión de vida y
poder. La energía que antes se había empleado en evangelizar al mundo
y fortificar la fe de los creyentes, se empleaba ahora en largas e
interminables discusiones sobre temas insondables.
Arrio era un
presbítero que estaba al frente de una de las iglesias de Alejandría.
Ha sido descripto como un hombre alto, fogoso, imponente, docto,
incansable y muy dado a discusiones. Ejercía mucha influencia sobre
el pueblo que le rodeaba.
Empezó a
predicar que Cristo había sido creado por el Padre antes que toda otra
criatura; que no era eterno; que había tenido principio, y que, por lo
tanto, no podía ser mirado como igual a Dios. Su objeto no era en
ningún modo aminorar la gloria de Cristo, sino dar énfasis al
monoteísmo. "Tenemos que suponer —decía Arrio— dos esencias divinas
originales y sin principio, e independientes una de otra; tenemos que
suponer la diarquía en lugar de la monarquía, o no
tenemos que temer declarar que el Logos (el Verbo) tuvo un principio
de existencia y que hubo un momento cuando no existió".
La doctrina
de Arrio estaba en contradicción con las enseñanzas del prólogo del
Evangelio según San Juan donde se enseña la eternidad del Logos que
"en el principio era con Dios''. Era la negación de todo lo que el
Nuevo Testamento dice sobre la divinidad de Cristo.
La forma
atrayente como Arrio presentaba sus ideas, y la incuestionable
sinceridad que le animaba, contribuía no poco
a que muchos mirasen con indiferencia su propaganda, no
creyéndola en nada peligrosa a la sana doctrina. Alejandro, el obispo
de Alejandría, permanecía silencioso, tal vez estudiando el asunto y
pensando en qué actitud debía asumir. Por fin resolvió pronunciarse en
contra de Arrio. Alejandro acostumbraba celebrar conferencias
teológicas con las personas que componían el clero de su diócesis, y
en una de éstas expuso sus ideas condenando abiertamente las de Arrio.
Más tarde, en el año 321, cuando se celebraba un sínodo al que acudían
todos los obispos de Egipto y de Libia, depuso a Arrio, y lo excluyó
de la comunión de la iglesia. Pero Arrio no se dio por vencido. Su
partido era ya numeroso, y la oposición oficial de Alejandro sólo
lograría hacerlo más agresivo. No cesaba en la propaganda, que
efectuaba por medio de cartas y trabajos personales. Consiguió
interesar en su causa a muchos cristianos influyentes. En Nicomedia
logró que el obispo Eusebio se pronunciase en su favor. La herejía
naciente pronto se convirtió en un gigante. Parecía que todas las
iglesias de Egipto y de Asia Menor se sentían inclinadas a ella. En
todos los círculos se discutía sobre el intrincado tema que causaba la
división.
Alejandro
escribía a todos los obispos cartas circulares en las que presentaba
las doctrinas de Arrio como anticristianas y heréticas.
Muchos
tomaban una posición mediana y querían conciliar a los dos partidos.
Estos crearon lo que más tarde se llamó el semiarrianismo.
Constantino,
acostumbrado, en el dominio político, a ver que el poder dependía de
la completa unidad temía que esta división trajese grandes males a la
causa cristiana y resolvió emplear su influencia para que la
controversia cesara. No entendía, ni quería entender lo que para su
mente era sólo una cuestión de palabras. Su primer paso para apaciguar
la tormenta consistió en escribir una carta a Alejandro y otra a Arrio.
"Devolvedme —les dice— mis días quietos y mis noches tranquilas. Dadme
gozo en lugar de lágrimas. ¿Cómo puedo yo estar en paz, mientras el
pueblo de Dios de quien soy siervo, está dividido por un irrazonable
y pernicioso espíritu de contienda?" A fin de que sus esfuerzos
resultasen más eficaces, mandó la
carta por medio de Osio, obispo de Córdoba, célebre
ciudad española, quien personalmente debía expresarles los deseos del
emperador, y procurar la reconciliación de los adalides de la
contienda. Sus buenos deseos no dieron ningún resultado. La lucha
continuaba cada día más agria. Los dos bandos se hacían toda la guerra
posible. Constantino entonces pensó que la reunión de un concilio
general podría poner fin a este mal.
En junio del
año 325 se reunió el Concilio bajo los auspicios del emperador, en la
ciudad de Nicea, cerca de la capital. Todo había sido arreglado con
gran pompa para que el acto fuese imponente. Los coches y caballos de
la casa imperial fueron puestos a disposición de los obispos, que
llegaban de todas partes y especialmente de Oriente. Del Occidente
sólo Avinieron en muy limitado número. En la asamblea tomaron asiento
trescientos dieciocho obispos. Varios de ellos eran ancianos
venerables que habían sufrido bajo la persecución de Diocleciano. Al
entrar Constantino en la sala de sesiones, todos se pusieron en pie,
pero él no tomó asiento hasta que los obispos le hicieron indicación
en este sentido, para dar a entender que no pretendía ocupar
oficialmente un lugar en la asamblea. Arrio estaba presente para
defender sus ideas. Entre sus opositores se hallaba el más tarde
célebre Atanasio, "pequeño de estatura —dice Gregorio Nacianceno—
pero su rostro radiante de inteligencia, como el rostro de un ángel".
Ni Arrio, que era presbítero ni Atanasio que era diácono estaban allí
como miembros del Concilio, pero a ambos se les concedió la palabra,
sin voto. Los debates duraron dos meses perdiendo terreno cada
día el arrianismo. Eusebio de Cesárea, "el padre de la Historia
Eclesiástica'', con un grupo pequeño formaban el partido moderado,
que junto con Constantino procuraba la reconciliación. El arrianismo
fue finalmente condenado, y el siguiente credo subscripto por casi la
totalidad: "Creemos en un solo Dios, Padre Todopoderoso, Creador de
todas las cosas visibles e invisibles; y en un Señor Jesucristo, el
Hijo de Dios, unigénito del Padre, de la esencia del Padre, Dios de
Dios y Luz de Luz, verdadero Dios de verdadero Dios; engendrado, no
creado, de una misma sustancia que el Padre, por quien fueron hechas
todas las cosas que están en los cielos
y en la tierra; quien por nosotros los hombres, y para
nuestra salvación descendió de los cielos, se encarnó, se hizo hombre,
sufrió, resucitó al tercer día, ascendió a los cielos, y vendrá otra
vez a juzgar a los vivos y a los muertos. Y en el Espíritu Santo".
Después de
mucha discusión y con gran aclamación, se resolvió añadir al credo la
siguiente cláusula disciplinaria, como más enérgica condenación del
arrianismo: "A los que dicen que hubo un tiempo cuando El no existió,
y que no era antes de ser engendrado, y que fue hecho de la nada, o
que el Hijo de Dios es creado, que es mutable o sujeto a cambio, la
iglesia católica los anatematiza".
Sólo cinco
obispos se negaron a firmar este credo, pero después tres de ellos
consintieron, quedando sólo dos bajo el anatema.
A pesar de
que la espada se unía a las fuerzas religiosas para combatir la
herejía, Arrio y los suyos no se dieron por vencidos, y continuaron la
propaganda sin tregua. Pasado el brillo deslumbrador de Nicea, y al
encontrarse de nuevo en sus casas, muchos volvieron al arrianismo. El
mismo emperador, si no inclinado a la doctrina de Arrio, parece que se
interesó en su persona, o por lo menos se le ve ceder a la influencia
de los que trabajan por levantar la excomunión que pesaba sobre el
jefe de la herejía. Se dice que Constancia, una de las favoritas del
monarca, influida por un presbítero arriano, pidió a Constantino que
Arrio fuese rehabilitado y, obtuvo una promesa en sentido afirmativo.
Constantino entonces encargó a Eusebio que diese los pasos necesarios
para que Arrio volviese a ocupar el presbiterio que había desempeñado
en Alejandría.
Pero las
órdenes del emperador hallaron una tenaz resistencia. En Alejandría
actuaba de obispo Atanasio, quien había sucedido a Alejandro. Resuelto
a oponerse al arrianismo, a todo trance, rehusó conceder la
restauración de Arrio. Aquí empieza para el campeón de la ortodoxia
una larga serie de pruebas, y los cristianos sinceros se dan cuenta de
que el poder civil no presta su apoyo a la iglesia sin pretender
gobernarla a su antojo. Los arríanos acusan a Atanasio de numerosos y
diversos delitos que no pueden probar. Tuvo que comparecer ante un
sínodo,
y como
él sabía que el sínodo estaba resuelto a condenarlo, huyó a
Constantinopla. "Atanasio contra el mundo y el mundo contra Atanasio",
empezó a ser un proverbio entre los cristianos. Un sínodo reunido en
Jerusalén declaró ortodoxas las doctrinas de Arrio, y éste se presentó
en Alejandría, pero los demás presbíteros, fieles a su obispo ausente
y depuesto, se negaron a admitirlo en el seno de la comunidad.
Constantino
no podía tolerar que su autoridad fuese desconocida, y resolvió que
Arrio fuese readmitido en la iglesia en la misma capital. Preparó una
gran ceremonia con este objeto. El día cuando debía efectuarse el acto
de la rehabilitación, las calles de Constantinopla estaban llenas de
una multitud que esperaba verle pasar y aclamarlo, Arrio se dirigía a
la iglesia acompañado de Eusebio y muchos de sus partidarios. De
repente se siente indispuesto, y muere momentos después. Los arrianos
gritaron que había sido envenenado, y los ortodoxos atribuyeron su
muerte a un castigo divino. Esto ocurrió en el año 336.
El arrianismo
continuó manteniendo dividida a la iglesia. Era sostenido por sus
adeptos, y más tarde por el sucesor de Constantino.
Atanasio
continuaba en la lucha sin desanimarse. Al ser repuesto, fue recibido
en Alejandría con gran júbilo, pero sus numerosos e influyentes
enemigos no cesaron hasta verle depuesto otra vez. Cinco veces fue
desterrado. Cada vez que lograba volver al seno de los suyos era
recibido con entusiasmo delirante. Sus últimos días fueron de paz, y
los pasó en Alejandría hasta que terminó su carrera en el año 373,
cargado de años y de trabajos. "Alabar a él —dijo al pronunciar su
panegírico Gregorio Nacianceno— es alabar a la virtud. Era un pilar
de la iglesia. Su vida y conducta fueron la regla de los obispos, y su
doctrina la regla de la fe ortodoxa."