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Seminario Reina Valera
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20. El
Fraile Historia Eclesiástica es el estudio de la historia de la Iglesia Cristiana desde el final del Nuevo Testamento hasta el principio del movimiento evangélico. Se pone énfasis en el sacrificio de los mártires, las controversias doctrinales, el desarrollo del catolicismo, los precursores de la reforma, Martín Lutero y la Reforma Protestante. LUTERO FRAILE Y CATEDRÁTICO
No había entonces en Lutero lo que le debía hacer más tarde el Reformador de la Iglesia; su entrada en el convento lo demuestra claramente. Al obrar así seguía la tendencia del siglo, pero Lutero había de contribuir pronto a purificar la Iglesia de aquella superstición como de las demás tradiciones humanas. Lutero buscaba aún salvación en sí mismo y en las prácticas y observancias religiosas, porque ignoraba que la salvación viene solamente de Dios. Quería su propia justicia y gloria, desconociendo la justicia y la gloria del Señor. Pero lo que ignoraba todavía lo aprendió poco después. Este inmenso cambio se efectuó en el convento de Erfurt; allí fué donde la luz de Dios iluminó su alma, preparándole para la poderosa revolución, de la cual iba a ser el más eficaz instrumento. Martín Lutero, al entrar en el convento, cambió de nombre, y se hizo llamar Agustín. ¡Qué insensatez e impiedad! – decía más tarde hablando de esta circunstancia – desechar el nombre de su bautismo por el del convento! Así los papas se avergüenzan del nombre que han recibido en el bautismo manifestándose desertores de Jesucristo. Los frailes le acogieron con gozo; no era pequeña satisfacción para su amor propio el ver a uno de los doctores más estimados abandonar la Universidad por el convento. Sin embargo, le trataron con dureza y le destinaron a los trabajos más viles. Querían humillarle, y demostrarle que toda su ciencia y su saber no le daban preponderancia ni preeminencia alguna sobre sus hermanos. El que antes era doctor en filosofía, debía ahora ser portero, arreglar el reloj, limpiar la iglesia y barrer las celdas. Y cuando este pobre fraile, portero, sacristán y criado del convento, había acabado sus tareas, le decían: Ahora marcha con la alforja por la ciudad. Debía entonces ir por las calles de Erfurt con el saco, y mendigar pan de casa en casa. Lutero todo lo sobrellevó con humildad y paciencia. Quería acabar la buena obra de su propia santificación por sus propias fuerzas, porque no conocía otro camino. Y si algunas veces tenía media hora libre para poder ocuparse de sus queridos libros, entonces venían los monjes, le injuriaban, le quitaban los libros y le decían con enojo: Mendigando, y no estudiando, se hace bien a nuestro convento. En esta escuela tan dura adquirió aquella firmeza y constancia que más adelante demostró en todas sus resoluciones. Su impasibilidad ante las aflicciones y ásperos tratamientos fortaleció su voluntad. Dios le ejercitaba en la constancia en cosas pequeñas, a fin de que después fuese apto para perseverar en cosas grandes. Pero esta severa disciplina no debía durar por mucho tiempo. Como Martín era miembro de la Universidad de Erfurt, ésta se interesó por él, y logró del prior del convento que se le dispensara de las ocupaciones propias de sirvientes. Así el fraile Martín pudo atender otra vez con nuevo celo a sus libros. Estudiaba las obras de los Padres de la Iglesia; pero especialmente se dedicó más que nunca a su querida Biblia. Porque había encontrado en el convento una copia de ella, la cual, por su gran valor en aquellos tiempos, se hallaba sujeta con una cadena. Allí se le veía muchísimas veces sacando agua de la limpia fuente de la Palabra de Dios, y fortaleciendo con ella su espíritu. Cosa era ésta que no agradaba mucho a los frailes. Una vez le dijo su maestro en el convento, el Dr. Usinger: ¡Ay hermano Martín! ¿Qué es la Biblia? Es preciso no leer más que los antiguos doctores; ellos han sacado ya de la Sagrada Escritura el jugo de la verdad; pero la Biblia es la causa de todas las revoluciones. Por este tiempo empezó, a lo que parece, a estudiar las escrituras en las lenguas originales, y a echar los cimientos de la más perfecta y útil de sus obras: la traducción de la Biblia, para la cual se servía de un diccionario hebreo de Reuchlin, que acababa de aparecer, Un hermano del convento, versado en las lenguas griega y hebrea, y con quien tuvo siempre íntima amistad, Juan Lange, le dió probablemente las primeras direcciones, Se valió mucho también de los sabios comentarios de Nicolás Lyra, muerto en 1340. Esto hacia decir a Pflug, que fue después obispo de Naunburgo: Si l.yra, no hubiese tocado ala lira Lutero no hubiera saltado, Si Lyra non lyrassett, Lutherus non saltaste. El joven fraile estudiaba con tanta aplicación y celo, que muchas veces pasaba sin rezar las horas en dos o tres semanas; pero después se asustaba, pensando que había quebrantado las leyes de su Orden. Entonces se encerraba para reparar s descuido, y repetía escrupulosamente todas las horas que había dejado de rezar, sin pensar ni en comer ni en beber. En el año 1507 fue ordenado sacerdote, y el 2 de Mayo celebró su primera misa. El Obispo que me consagró —dice Lutero— cuando me hizo sacerdote me puso el cáliz en la mano, dijo: Accipe potestatem sacrificandi pro vivis et mortuis (recibe la potestad de sacrificar por los vivos y los muertos). Cuando entonces la tierra no nos tragó, bien puede decirse que fue por la gran paciencia y longanimidad de Dios. A esta ceremonia asistieron también su padre y veinte parientes y amigos, y le fueron regalados por el primero veinte florines. Durante la comida, Lutero habló con su padre amigablemente acerca de su entrada en el convento; pero el padre, que no podía conformarse con este paso, le dijo: Quiera Dios que esto no sea un engaño y fraude del diablo. Y cuando los frailes le ponderaban la importancia del ministerio sacerdotal contestó: ¿No habéis, leído nunca, vosotros los sabios, aquello de honrarás a tu padre y a tu madre?. Ordenado ya sacerdote, los frailes volvieron a quitarle la Biblia, dándole en su lugar las obras de los escolásticos y de los doctores letrados de la Edad Media, que habían obscurecido con sus sutilezas de escuela el camino de la salvación. Hubo tiempo en que estuvo cinco semanas sin poder conciliar el sueño. En el convento buscaba la santidad tan deseada, y para lograrla se había dedicado con toda sinceridad y con los propósitos más firmes a las observancias monásticas, en la plena persuasión de que para su propia santificación y para la gloria de Dios era preciso, además de sus estudios, mortificar su carne con vigilias, ayunos y castigos corporales. Jamás la Iglesia romana tuvo fraile más piadoso; jamás convento alguno había presenciado obras más severas y continuadas para ganar la salvación eterna. Todo lo que Lutero emprendía, lo hacía con toda la energía de su alma; y se había hecho fraile con tanta, sinceridad, que más tarde pudo decir de sí; Verdad es que he sido un fraile piadoso, y he observado tan rigurosamente las reglas de mi Orden, que puedo afirmar: si hubiera podido entrar un fraile en el cielo como recompensa de sus rígidas observancias, seguramente ese fraile sería yo. Testimonio de esto darán todos mis compañeros de convento que me han conocido; si aquello hubiera durado más tiempo, ciertamente habría sucumbido con tantos tormentos de vigilias, ayunos, oraciones, pasmos, meditaciones y otras obras. Así vemos que Lutero se hacía cada día más rico en lo que se llamaba santidad de convento; pero al mismo tiempo era cada día más pobre en lo concerniente a la paz de su alma. Buscaba la seguridad de la salvación, pero no la encontró. Las paredes de la habitación en que se atormentaba y maltrataba permanecían mudas; no daban contestación a la pregunta ansiosa de su corazón. Las angustias sobre la salvación de su alma, que le llevaron al convento, se aumentaban de día en día. En aquellos obscuros claustros, cada suspiro de su corazón tornaba a él como un eco terrible. Dios le guiaba de esta manera para que se conociese a sí mismo y empezase a desesperar de sus propias fuerzas. Su conciencia iluminada por la Palabra de Dios, le decía claramente lo que era la santidad; pero al mirarse a sí mismo, ni en su vida, ni en su corazón encontraba ese dechado de la santidad que la Palabra de Dios le presentaba. Una cosa sin embargo, llegó a comprender: que por las obras que la Iglesia romana mandaba ejecutar, ninguno podía ganar el cielo, ni siquiera ascender hacia él un solo escalón. ¿Qué debía hacer entonces? ¿Todas aquellas reglas y ceremonias, eran nada más vanas tradiciones de hombres? Tal suposición le parecía algunas veces sugestión diabólica; otras, una verdad incontestable. Así luchaba sin descanso ni tregua, vacilando entre la santa voz que le hablaba en el corazón, y las antiguas reglas y tradiciones establecidas en la Iglesia por siglos y siglos. El joven fraile andaba apesadumbrado y con aspecto de esqueleto por los largos corredores del convento, mientras sus compañeros le miraban con asombro, y algunos se burlaban de él. Sus fuerzas físicas decayeron, su naturaleza se abatió hasta llegar a padecer desmayos. En esta cruel y desesperada incertidumbre se franqueó, por fin, con un viejo fraile del mismo convento, el maestro de novicios; éste oyó tranquilamente sus pesares, y le dió después un consuelo maravilloso; con sencillez, pero con la convicción de la propia experiencia, le repitió las palabras del credo apostólico “Creo en la remisión de los pecados”, y le probó que esta remisión de los pecados era artículo de nuestra fe, que debía ser creído. Estas palabras, que Lutero recordó toda su vida con gratitud, alumbraron su alma con una luz benéfica y salvadora; fueron como el germen fructífero de toda su convicción cristiana y el fundamento de su obra posterior. Mucho le ayudó también para la tranquilidad de su alma, el vicario general de los agustinos en Alemania, Dr. Staupitz. En una visita que éste hizo al convento de Erfurt, llamó su atención el joven fraile, cuya clara y penetrante inteligencia notó bien pronto aunque entonces estaba abatido y apesadumbrado. Le trató con mucha afabilidad; y cuando más tarde le descubrió Lutero en la confesión el estado de su alma y todas sus angustias, le aconsejó que leyese atentamente la Biblia y buscase su salvación solamente en Cristo, donde él había encontrado la suya. Su mirada perspicaz vio claramente los tesoros de imaginación y talento que poseía el joven fraile, y consolándole le dijo: Todavía no sabes, querido Martín, cuán útil y necesaria es para ti esta tribulación, porque Dios nunca la envía en vano. Ya verás cómo El te ha menester para cosas grandes. Los corazones de Staupitz y de Lutero se entendieron. El vicario general comprendió a Lutero, y éste sintió hacia él una confianza que nadie le había inspirado hasta entonces. Le reveló la causa de su tristeza, le comunicó sus horribles pensamientos, y entonces se entablaron en el claustro de Erfurt conversaciones llenas de sabiduría. —En vano es – decía con tristeza Lutero a Staupitz – que yo haga promesas a Dios; el pecado es siempre el más fuerte. — ¡Oh amigo mío! – le respondía el vicario general – ; yo he jurado más de mil veces a nuestro santo Dios vivir devotamente, y no lo he cumplido jamás; pero ya no quiero jurar, porque seria falso. Si Dios no quiere concederme su gracia por el amor de Cristo, y permitirme salir con felicidad de este mundo, cuando llegó la hora, no podré, con todas mis promesas y buenas obras, subsistir en su presencia; necesariamente habré de perecer. — ¿Por qué te atormentas - – le decía – con todas estas especulaciones y con todos estos altos pensamientos? Mira las llagas de Jesucristo y la sangre que ha derramado por ti; ahí es donde la gracia de Dios te aparecerá. En lugar de martirizarte por tus faltas, échate en los brazos del Redentor. Confía en él, en la justicia de su vida, en la expiación de su muerte. No retrocedas; Dios no está irritado contra ti, tú eres quien estás irritado contra Dios; escucha a su Hijo; él se ha hecho hombre por darte la seguridad de su divino favor, te dice: "Tú eres mi oveja, tú oyes mí voz, y nadie te arrancará de mi mano." Sin embargo, Lutero no halla en si el arrepentimiento, que cree ser necesario para su salvación, y da al vicario general la respuesta ordinaria de las almas angustiadas y tímidas: –¿Cómo atreverme a creer en el favor de Dios, mientras no estoy verdaderamente convertido? Es menester que yo cambie para que me acepte. Su venerable guía le hace ver que no puede haber verdadera conversión, mientras tema el hombre a Dios como a un juez severo. — ¿Qué diréis entonces — exclama Lutero — de tantas conciencias a quienes se prescriben mil mandamientos impracticables para ganar el cielo? Entonces oye esta respuesta del vicario general, que le parece no venir de un hombre, sino que es una voz que baja del cielo: – No hay – dice Staupiz – más arrepentimiento verdadero que el que empieza por el amor de Dios y la justicia. Lo que muchos creen ser el fin y el complemento del arrepentimiento no es, al contrario, sino su principio. Para que abundes en amor al bien, es preciso que antes abundes en amor a Dios. Si quieres convertirte, en lugar de entregarte a todas esas maceraciones y a todos esos martirios, ¡ama a quien primero te amó!. Lutero escucha y no se cansa de escuchar. Aquellas consolaciones le llenan de un gozo desconocido y le dan una nueva luz. – Jesucristo es – pensaba en sí mismo –; sí, el mismo Jesucristo es el que me consuela tan admirablemente con estas dulces y saludables palabras. En efecto, ellas penetraron hasta el fondo del corazón del joven fraile, como la Hecha aguda arrojada por un fuerte brazo. ¡Para arrepentirse es menester amar a Dios! Iluminado con esta nueva luz, se pone a cotejar las Escrituras, buscando todos los pasajes en que se habla de arrepentimiento y de conversión. Estas palabras tan temidas hasta entonces, para emplear sus propias expresiones, son ya para él un juego agradable, y la más dulce recreación. Todos los pasajes de la Escritura que le asustaban, le parece que acuden ya de todas partes, que sonríen, saltan a su alrededor y juegan con él. – Antes – exclama –, aunque yo disimulase con cuidado delante de Dios el estado de mi corazón, y me esforzase a mostrarle un amor forzado y fingido, no había para mí en la Escritura ninguna palabra más amarga que la de arrepentimiento; pero ahora no hay ninguna que me sea más dulce y agradable. ¡Oh, cuán dulces son los preceptos de Dios, cuando se leen en los libros y en las preciosas llagas del Salvador! Lutero siguió el consejo del Dr. Staupitz; leyó diariamente la Biblia (que los frailes le habían devuelto), especialmente las epístolas del apóstol Pablo y poco a poco vino a conocer que el Evangelio de Cristo (el cual fué entregado y muerto por nuestros pecados, y resucitó para nuestra justificación) es potencia de Dios para salud a todo el que cree (Rom. I. t6), y que somos justificados por la fe en él, y no por las obras de la ley. (Gál. 2.16.) Además, los escritos de San Agustín, padre de la Iglesia, que leía con mucho celo, le confirmaron en esta doctrina de la fe y en el consuelo que ella le proporcionaba. Poco tiempo después de su consagración, hizo Lutero, por consejo de Staupitz, pequeñas excursiones a pie por los curatos y conventos circunvecinos, ya por distraerse y procurar a su cuerpo el ejercicio necesario, ya para acostumbrarse a la predicación. La fiesta del Corpus debía celebrarse con gran pompa en Eisleben; el vicario general debía concurrir; Lutero asistió también. Tenía necesidad de Staupitz, y buscaba todas las ocasiones de encontrarse con aquel director instruido, que guiaba su alma por el camino de la vida. La procesión fue muy concurrida y brillante; el mismo Staupitz llevaba el santo sacramento, y Lutero seguía revestido de capa. La idea de que era el mismo Jesucristo el que llevaba en sus manos el vicario general, y que el Señor estaba allí en persona delante de él hirió de repente la imaginación de Lutero y le llenó de tal asombro, que apenas podía andar; corríale el sudor gota a gota, y creyó que iba a morir de angustia y espanto. En fin, se acabó la procesión: aquel sacramento que había despertado todos los temores del fraile, fue colocado solemnemente en el sagrario; y Lutero, hallándose solo con Staupitz, se echó en sus brazos y le manifestó el espanto que se había apoderado de su alma. Entonces el vicario general, que hacía mucho tiempo conocía al buen Salvador, que no quiebra la caña cascada, le dijo con dulzura: – No era Jesucristo, hermano mío; Jesús no espanta, sino que consuela. El insigne Staupitz había observado, sin duda, que el espíritu de Lutero no se avenía con la tranquilidad de un convento, y que las paredes del claustro eran muy estrechas para sus poderosos vuelos. Por lo tanto, trató de trasladarlo a otra esfera de acción más en armonía con su naturaleza. El año de 1502, el príncipe elector de Sajonia, Federico III, llamado con razón el Sabio, fundó la Universidad de Wittemberg, siguiendo los consejos del doctor Staupitz y de Martín Mellerstadt. Lejos estaba entonces de adivinar que esta Universidad había de ser la cuna de una reforma religiosa de tanta trascendencia. Staupitz, uno de los catedráticos de teología de dicha Universidad, hizo todo lo posible para elevar en ella los estudios teológicos al más alto grado de perfección. En el fraile Martín había notado gran talento y una piedad severa; y así influyó para que Lutero, el año 1509 y vigésimosexto de su edad, fuese nombrado catedrático de Wittemberg. Allí empezó Lutero a enseñar las ciencias filosóficas; pero su ánimo y sus inclinaciones eran más propensos al estudio de la teología. El mismo año 1509 se graduó de bachiller en teología, y fué destinado a enseñar la teología bíblica. Entonces se encontró en su verdadero elemento, y conoció que el Señor le había llamado para este trabajo. Empezó a enseñar con tanta profundidad y desembarazo, que todos se maravillaban. En el otoño de 1509 fué destinado a la Universidad de Erfurt, de donde volvió a Wittemberg, año y medio después. Desde entonces acudían los estudiantes en número creciente a recibir sus lecciones, y hasta los mismos catedráticos concurrían a oírle. Cuando el doctor Mellerstadt le hubo oído una vez, dijo: Este fraile confundirá a todos los doctores: nos enseñará una doctrina nueva y reformará la Iglesia romana, porque se apoya en los escritos de los profetas y apóstoles, y se funda en la palabra de Jesucristo; y con este sistema ninguno podrá luchar en contra y vencer. Staupitz, que era la mano de la providencia para desarrollar los dones y tesoros escondidos en Lutero, le invitó a predicar en la Iglesia de los Agustinos. El joven profesor no quería aceptar esta proposición, porque deseaba ceñirse a las funciones académicas, y temblaba al solo pensamiento de añadir a ellas el cargo de predicador. En vano le solicitaba Staupitz. – No, no – respondía,– no es cosa de poco más o menos hablar a los hombres en lugar de Dios. ¡Tierna humildad de este gran reformador de la Iglesia! Staupitz insistía; pero el ingenioso Lutero hallaba, dice uno de sus historiadores, quince argumentos, pretextos y efugios para defenderse de aquella vocación; y por último, continuando firme en su empeño el jefe de los Agustinos, le dijo Lutero: – ¡Ah, señor doctor, si hago eso me quitáis la vida; no podría sostenerme tres meses! ¡Sea enhorabuena! – Respondió el vicario general –; ¡que sea así en el nombre de Dios!, porque Dios nuestro Señor tiene también necesidad allá arriba de hombres hábiles y entregados a él de todo corazón. Lutero hubo de consentir, y predicó primeramente en el convento, y después públicamente en la iglesia. La consecuencia fue que el Ayuntamiento de la ciudad le nombró predicador de la iglesia principal de Wittemberg. Más tarde veremos la importancia de esta elección, porque por ella quedó obligado Lutero a ser confesor de su congregación y a consolar sus conciencias. Pero Dios había elegido a Lutero, no solamente para maestro de una ciudad o de un país, sino para Reformador de su Iglesia; y, por lo tanto, le proporcionó también por camino extraordinario la ocasión de conocer a fondo la gangrena que la corroía. El año 1511, la orden a que pertenecía Lutero le envió a Roma para solicitar la decisión del Papa en una cuestión importante de dicha orden. Emprendió este viaje con tanto más gozo, cuanto que esperaba hallar consuelo y paz para su conciencia en la visita a una ciudad que se consideraba como sagrada. Mas no fue así; algunos años después dijo, sin embargo, que si le ofreciesen cien mil florines a cambio de su visita a Roma, no los aceptaría. Y no porque allí hubiese encontrado muchas cosas buenas y dignas de alabanza, sino por haber conocido allí mejor la perdición de la Iglesia. Este hombre sencillo, educado en todo temor, respeto y reverencia al Papa, vio entonces cosas que jamás hubiera podido sospechar. En lugar de la santidad que esperaba, ¿qué fue lo que encontró? El Papa de aquella época, Julio II, era un hombre de mundo, y un gran soldado, que tenía mucho más placer en derramar sangre conquistar tierras, que en las tareas propias de su ministerio espiritual, Entre los cardenales, obispos y sacerdotes, no solamente reinaba la más crasa ignorancia, sino que se burlaban de la manera más cínica de las cosas más sagradas, y estaban encenagados en la más degradante disolución. Lutero mismo dice: Yo he visto en Roma celebrar muchas misas, y me horrorizo cuando lo recuerdo. Yo sentía grande disgusto al ver despachar la misa en un trist-tras, como si fuesen prestidigitadores. Cuando yo celebraba al mismo tiempo que ellos, antes que llegase a la lectura del Evangelio, ya habían concluido sus misas, y me decían: Despacha, despacha, (¡Passa, passa!), hazlo brevemente. Envía pronto el hijo de nuestra Señora a casa. Y cuando tenían (según la doctrina de la Iglesia romana) el cuerpo del Señor en su mano, murmuraban: « Tú eres pan, y permanecerás pan.» En la mesa se burlaban de la Santa Cena. Cuanto más cerca de Roma, peores cristianos, y la moralidad de los sacerdotes se hallaba de tal manera pervertida, que un escritor católico (Nicolás Clémanges, muerto en 1440), dice que en muchos pueblos no admitían en sus iglesias a ningún sacerdote, si no traía consigo una concubina; pues solamente de este modo consideraban a sus propias mujeres protegidas contra las asechanzas de los clérigos. Así pudo Lutero conocer en este viaje la depravación reinante en la corte papal y el clero de aquella ciudad, y pudo también más adelante, como testigo ocular, dar testimonio contra ellos. Pero este viaje le proporcionó una ventaja mayor y más preciosa. Sucede, algunas veces, que Dios bendice de una manera especial una palabra o una frase en el corazón de un hombre, haciendo que esta palabra o esta frase no le abandone hasta haber logrado su objeto en él. Lutero había sido grandemente conmovido antes de su viaje para Roma por la expresión: "El justo por su fe vivirá". (Habacuc, 2,4, y Rom. 1,7.) Esta expresión le acompañó en todo su viaje, aunque todavía no había conocido su verdadero sentido; porque siempre esperaba encontrar en Roma la luz que su corazón deseaba tanto. Allí hizo cuanto pudo para reconciliarse con Dios y hacer penitencia por sus pecados; subió de rodillas los peldaños de la escalera de Pilato, que dicen fué llevada de Jerusalén a Roma, esperando con esto ganar la indulgencia plenaria que el Papa había prometido a todos los que hacían tal obra. Pero mientras así se atormentaba, una voz como de trueno le gritaba sin cesar en su interior: "El justo por su fe vivirá." Probó, pues, por su propia experiencia que tampoco en Roma podía ganar su propia justificación con obras exteriores. Al regresar de su viaje, cayó enfermo en la ciudad de Bolonia; y tristes pensamientos le dominaban en el lecho del dolor. Entonces volvieron a iluminar su alma las palabras: "El justo por su fe vivirá", pero en aquel momento con toda la claridad de la verdad. Cayó ya la venda de sus ojos", conoció por vez primera en toda su plenitud que la justificación que él buscaba no es dada por Dios a causa de las obras, sino que nos es atribuida solamente por la fe, de gracia y por causa de Cristo. Aquí sentí yo —escribe él— que había nacido de nuevo, habiendo encontrado una puerta ancha y abierta para entrar en el Paraíso; y desde entonces comencé a mirar la Sagrada Escritura con otros ojos y de un modo enteramente diverso a las épocas anteriores. Así, en mi imaginación recorrí en un momento toda la Biblia, según me podía acordar de ella, recordando especialmente e interpretando los textos que se referían a la salvación por la fe. Y así como antes había llegado a aborrecer estas palabras, la justicia de Dios, con toda mi alma, ahora me parecían las más hermosas y consoladoras de toda la Biblia; y ese texto de la epístola de San Pablo fue, en verdad, la verdadera puerta del Paraíso para mí. Habiendo regresado a Wittenberg, Lutero, en concurso público, se graduó de doctor en la Sagrada Escritura, según los consejos de su paternal amigo Staupitz, y también según el deseo del príncipe elector, el cual costeó los gastos de aquella solemnidad. Porque el príncipe, no sólo estaba pronto a hacer todo aquello que podía contribuir al esplendor de su requerida Universidad, sino que también sentía una verdadera inclinación personal hacia aquel predicador celoso y elocuente, que sacaba tantas cosas nuevas de las fuentes de las Sagradas Escrituras. Era el 19 de Octubre de 1512, cuando fue nombrado doctor bíblico y no de sentencias; debiendo por eso consagrarse más y más al estudio Bíblico, y no al de las tradiciones humanas. Como él mismo refiere, prestó el siguiente juramento a su bien amada y Santa Escritura: “juro defender la verdad evangélica con todas mis fuerzas”. Prometió predicarla fielmente, enseñarla con pureza, estudiarla toda su vida y defenderla de palabra y por escrito contra los falsos doctores, mientras Dios le ayudara (1). Muchas veces le sirvió de verdadero consuelo en su vida posterior recordar esta sacrosanta promesa, cuando la defensa de las verdades de la Escritura le llevó a grandes luchas con los papistas. Desde entonces se Dedicó a estudiar con más celo que nunca el Libro santo; ya hacía tiempo que pronunciaba discursos y daba lecciones sobre los Salmos; después continuó sobre la Epístola a los Romanos; y presentaba las verdades bíblicas con tal claridad, precisión e interés a la numerosa concurrencia que le escuchaba, que producía gran impresión en sus almas, y llegó a perderse de día en día el gusto por las antiguas formas escolásticas, que no habían servido para dar vitalidad a la Iglesia; sí sólo para fomentar las tradiciones de los hombres en contra de la verdad divina. El año 1516, y por encargo del Dr. Staupitz, tuvo Lutero que hacer una visita de inspección a todos los conventos de la orden de Agustinos, en Turingia y Meissen. ¡Cuánta ignorancia espiritual, cuán poca disciplina, y qué conducta tan poco evangélica encontró en la mayor parte de ellos! En vista de ello, hizo todo lo posible por fundar escuelas, recomendó en todas las partes la lectura asidua y diligente de la Sagrada Escritura, y que atemperasen todos su conducta a los ejemplos del Salvador. De esta manera fué Dios preparando el instrumento para la Reforma. El Señor había puesto ya el sembrador en el campo, y en sus manos la buena semilla. El campo había estado por mucho tiempo sin cultivar, por eso la semilla encontró un suelo preparado. Iba a llegar pronto el día en que el hombre de Dios había de salir al campo. La Reforma iba a dar principio.
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