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  13. Decadencia

Historia Eclesiástica es el estudio de la historia de la Iglesia Cristiana desde el final del Nuevo Testamento hasta el principio del movimiento evangélico.  Se pone énfasis en el sacrificio de los mártires, las controversias doctrinales, el desarrollo del catolicismo, los precursores de la reforma, Martín Lutero y la Reforma Protestante.

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años 606-814

Decadencia espiritual e intelectual. — Controversia sobre las imágenes. — Levantamiento del mahometismo. — Los paulicianos. — Carlomagno.

Decadencia espiritual e intelectual.

Entramos ahora al oscuro período que se extiende desde el fin del pontificado de Gregorio I, año 606, hasta la muerte de Carlomagno, ocurrida en el año 814. La corrupción que empezó con los primeros legados de Constantino, se hace peor bajo el dominio de los reyes bárbaros, y llega a su último estado de descomposición con los favores que Pepino y Carlomagno conceden a los papas de Roma. La ignorancia del clero y del pueblo aumenta año tras año; se abandona el estudio de la Biblia y de toda materia sana, y en su lugar aparecen ridículas leyendas de santos y de almas que vienen del purgatorio pidiendo el auxilio de los fieles. La libertad cristiana sucumbe bajo el peso de la tiranía y del absolutismo papal. La superstición reemplaza a la fe, y la más grosera idolatría, al culto en espíritu y en verdad.

Los historiadores han escrito páginas melancólicas mostran­do el estado de general importancia que prevalecía en los siglos séptimo y octavo, a tal punto que se hallaban altos funcionarios públicos, y obispos de importantes diócesis, que no sabían leer ni escribir. Las actas de los concilios de Efeso y Calcedonia tuvieron que ser firmadas a ruego de tal o cual obispo, que no sabía firmar.

La teología había descendido al último grado de pobreza. Nadie hablaba más de aquellas gloriosas verdades que habían sido la fuerza vital de las iglesias primitivas. La escasa predicación de aquella época ofrece un cuadro tristísimo en los anales de la homilética. Un ejemplo lo tenemos en las siguientes pala­bras del tan célebre San Eloy, obispo de Noyon, Francia. Definiendo lo que es un buen cristiano, dice: "Es un buen cristiano el que viene con frecuencia a la iglesia, y trae sus oblaciones para ser presentadas ante el altar de Dios; el que no presume gustar de los frutos que junta antes de haber hecho su ofrenda de ellos a Dios; quien al volver de las sagradas solemnidades, y durante varios días antes, observa la sagrada continencia, para poder acercarse al altar de Dios con tranquila conciencia; y quien sabe de memoria el Credo y el Padrenuestro."

Oigamos otro párrafo del mismo predicador al enseñar cómo se puede conseguir la salvación: "Redimid vuestras almas del castigo que vuestros pecados merecen, mientras tenéis remedio y poder. Ofreced vuestros diezmos y obligaciones a las iglesias, encended velas en los lugares consagrados, venid con frecuencia a la iglesia, y con toda humildad orad a los santos para que os protejan; y si hacéis estas cosas, cuando el último día estéis ante el tremendo tribunal del eterno juez, podréis con confianza decir: Dadme, Señor, porque yo di.

Durante este período se llevaron a cabo muchas empresas destinadas, no ya a convertir a los paganos a Cristo, sino a imponerles una nueva forma de idolatría y hacerles súbditos religiosos del poder pontificio que se levantaba en Roma. Y también, so pretexto de unificación, salían de Roma emisarios adonde había cristianos independientes, con el fin de persuadirlos a reconocer al papa y someterse a su autoridad. La poca vida intelectual y espiritual, favorecía grandemente estos planes, y el favor que los príncipes dispensaban al papado, lo hacía atrayente a los que se dejan impresionar por el brillo de las exterioridades, y así la sede episcopal de Roma fue afianzándose, y por medio de intrigas se convirtió en centro de autoridad, y en un poder cuya alianza buscaban los mandones de las corruptas monarquías.

Sólo entre algunos pequeños grupos de cristianos llamados herejes, ardía todavía la antorcha de la verdad cristiana, y se dejaba sentir una viva protesta contra los abusos, innovaciones y corrupción general.

Controversia sobre las imágenes.

Gregorio I, al dirigirse a Severo, de Marsella, acerca de las imágenes, sostuvo que éstas no debían ser adoradas, pero que debían usarse en las iglesias para promover la instrucción de los ignorantes. Los partidarios del culto de las imágenes siempre hablan de esa manera, pero vemos cosas muy diferentes cuando nos fijamos en los hechos. Las imágenes, lejos de contribuir a la instrucción, fueron un gran factor de la ignorancia. En ningún otro período de la historia encontramos más desarrollado el culto de las imágenes, y en ningún otro prevalece una ignorancia tan completa sobre las cosas espirituales. Al autorizar, Gregorio I, el uso aparentemente inocente de representaciones artísticas, sancionó la idolatría y dio un golpe mortal al poco espíritu cristiano que reinaba aún. Las imágenes se hicieron cada vez más populares. Empezó a creerse que eran milagros. Los devotos acudían al santuario de tal o cual escultura a pedir una u otra gracia. Hubo vírgenes que lloraban; que hacían señales afirmativas con la cabeza; que tenían poder de curar determinadas enfermedades, y que obraban prodigios, según lo enseñaban los curas interesados en traficar con las almas. Re­tratos de la virgen y de ciertos santos se atribuían a San Lucas, y de otros se decía que no habían sido hechos por manos humanas, sino que habían caído del cielo.

Pero el culto de las imágenes no quedaría sancionado defi­nitivamente sin que hubiese antes vivas protestas de los que deseaban poner un dique al funesto avance de la idolatría. En Constantinopla, fue el mismo emperador León quien tomó medidas. Un tal Besor, de Siria, hombre de gran prestigio en la corte, y que era altamente estimado por el emperador, lo convenció de que el culto de las imágenes constituía una nueva forma de paganismo, y que era contrario a las claras enseñanzas de la Biblia. León se convirtió en un enérgico iconoclasta, y emprendió la tarea de combatir el uso de las imágenes; tarea que no le sería nada fácil, a causa de que el pernicioso hábito estaba arraigado, no sólo en el pueblo, sino en las clases elevadas y el clero. Es oportuno recordar que León había detenido, en el año 718, el avance de los mahometanos sobre Constantinopla, y que se hallaba en lucha contra éstos, quienes acusaban a los cristianos del pecado de idolatría. Para quitar, pues, a los mahometanos un argumento que sabían usar con éxito y razón, pensó en hacer desaparecer de las iglesias ese baldón y roca de escándalo. Su primer edicto, del" año 730, para no provocar la ira de sus súbditos, mandaba solamente que las imágenes fuesen colocadas en lugares elevados para que los devotos no pudieran tocarlas ni besarlas. Las órdenes del emperador se estrellaron contra la tenaz resistencia del pueblo enfurecido, de los monjes supersticiosos e ignorantes, y del mismo Germano, patriarca de Constantinopla. Juan de Damasco, uno de los pocos escritores de aquella época, puso su elocuencia al servicio de la idolatría, y escribió varios tratados en contra de lo que llamaba sacrilegio del emperador. "No corresponde al emperador —decía— hacer leyes para regir la iglesia. Los apóstoles predicaron el evangelio; el monarca debe cuidar del bienestar del estado; los pastores y maestros se ocupan de la iglesia." En esto, el famoso damasceno estaba en lo cierto, pero el clero no hablaba así cuando el emperador promulgaba leyes que le eran favorables. Al aceptar la unión con el estado perdieron el derecho de usar este argumento.

El papa Gregorio II intervino, y dos epístolas dirigidas a León, en el tono más insolente y anticristiano, demuestran cuál era el carácter del papado en aquella época. Le amenaza con el levantamiento de sus súbditos, y le hace responsable de la sangre que va a ser vertida. Poco caso hizo León de las amenazas papales.

En Grecia, la furia popular llegó a tal punto que se organizó una expedición naval contra Constantinopla para derrocar al emperador y poner en su lugar a un tal Cosmos, pero ésta fue vencida y Cosmos decapitado.

No pudiendo conseguir León que el patriarca se pusiera de su lado lo destituyó de su puesto y nombró en su lugar a otro llamado Atanasio.

Se publicó un nuevo edicto ordenando que todas las imá­genes fuesen sacadas de las iglesias. El nuevo papa, Gregorio III, protestó, como su antecesor, y reunió un sínodo en el año 731, que condenó a todos los enemigos del culto de las imágenes. León entonces quitó al papa muchas de sus entradas, transfiriendo las iglesias del sur de Italia y de Iliria, de la sede de Roma a la de Constantinopla, y el conflicto fue haciéndose cada vez más grave.

Muerto León, subió al poder Constantino V, quien se mostró un iconoclasta más celoso que su propio padre. Deseando, sin embargo, poner fin al conflicto, convocó un concilio general que se reunió en Constantinopla en el año 754, el cual fue el más numeroso de todos los reunidos hasta entonces. El concilio declaró que el culto de las imágenes era contrario a las Escrituras, una práctica pagana y anticristiana, la abolición del cual era necesario para evitar que los cristianos cayesen en tentación. Aun el uso del crucifijo fue condenado, basados en que el único símbolo de la encarnación se hallaba en el pan y vino de la cena del Señor.

No sólo el culto de las imágenes fue condenado sino el uso de ellas y de toda clase de pinturas y dibujos destinados al uso eclesiástico. También se prohibió el uso privado en las casas y monasterios, y aun los fabricantes de estos objetos cayeron bajo la excomunión.

No es extraño que los canonistas se esfuercen en demostrar que este concilio no debe ser tenido por ecuménico.

Era imposible que los decretos de este concilio no despertasen oposición, y el poder civil tuvo que emplear la fuerza y la violencia para hacerlos respetar. Miles de monjes fueron encarcelados, azotados, desterrados y maltratados de diversas maneras, por negarse a entregar sus ídolos favoritos. Las iglesias del Imperio, sin embargo, fueron despojadas de las imágenes y de todas las pinturas de las paredes.

Roma no se dio por vencida, y un sínodo reunido en el año 769, bajo el papa Felipe III, anatematizó al concilio de Constantinopla, y declaró nulas sus decisiones. Así el culto de las imágenes desterrado del Oriente, tuvo sus defensores en Occidente.

Constantino V, tuvo por sucesor a León IV, igualmente celoso iconoclasta, pero murió en el año 780; y su esposa, la emperatriz Irene, hizo todo cuanto estaba de su parte para restaurar el culto de las imágenes. Consiguió, con la cooperación del papa y de Carlomagno, reunir un concilio para anular los decretos del reunido en el año 754; pero terminó tumultuosamente, porque el partido iconoclasta era todavía muy numeroso en la capital. Se resolvió entonces trasladarlo a Nicea, por ser un lugar más tranquilo y rodeado de recuerdos prestigiosos. Se reunió en el año 787, y se le considera el séptimo concilio general. Los delegados obedecieron servilmente y cumplieron con la orden de declarar nulo el concilio de Constantinopla del año 754, y promulgar el culto de las imágenes.

Hubo aún después de este conflicto algunas manifestaciones iconoclastas en la corte de Constantinopla, pero no lograron des­viar la tendencia idolátrica tan pronunciada de las iglesias sujetas al poder de Roma.

Levantamiento del mahometismo

Durante este período de tanta decadencia, el cristianismo se halló frente a la invasión de las huestes del profeta de la Meca, que atacaban igualmente a paganos, judíos y cristianos. Para que podamos entender mejor la naturaleza de este nuevo conflicto, dedicaremos algunas líneas al origen y desarrollo del mahometismo.

Mahoma nació en la Arabia en el año 570. Era descendiente de una familia de la ilustre tribu de Hashem, depositaría y defensora de las instituciones religiosas de los árabes. Quedo huérfano siendo niño de corta edad; y al dividirse la herencia dejada por sus padres, le tocó como lote cinco camellos y una esclava etíope. Su tío Abu-Tabeb, quedó encargado del niño, a quien llevaba consigo en todos sus viajes, tanto en tiempo de paz como de guerra. A la edad de veinticinco años, entró al servicio de una viuda muy rica, con la que más tarde se casó.

La tradición cuenta que Mahoma era de un aspecto imponente y de una hermosura imponderable, lo que lo hacía atractivo a todos y daba a su palabra mucha autoridad. Tenía una memoria prodigiosa, y sus ojos estaban continuamente leyendo con penetración el gran libro de la naturaleza humana. Desde joven había mostrado una fuerte predisposición a la vida contemplativa y a la meditación solitaria sobre asuntos religiosos. Todos los años se retiraba por el término de un mes, a unos quince kilómetros de la Meca para disfrutar de la soledad en la caverna de Hera. Fue allí donde su imaginación ardiente le hizo concebir aquel sistema religioso que luego predicó a su familia y a su ciudad el cual resumía en esta sentencia: "Dios es Dios, y Mahoma su profeta". Los principios de su credo los dio a conocer en un libro que se tituló Alcorán, que viene a ser la Biblia de los musulmanes. Rechaza el culto de las imágenes, de los hombres, de las estrellas y de toda cosa creada, basado en el principio muy racional de que todo lo que se levanta cae; todo lo que nace muere; y todo lo corruptible decae y perece. Pretendía que las enseñanzas del Corán las habían recibido del arcángel Gabriel, y desafiaba al cielo y a la tierra a producir páginas de la misma belleza, sosteniendo que sólo Dios pudo haberlas escrito.

Según el Corán, algunos rayos de la revelación divina empezaron a manifestarse a Adán, y fueron aumentando con Noé, Abraham, Moisés y Jesucristo, para tener su manifestación completa en Mahoma. Enseña que Cristo era sólo un profeta mortal; que la crucifixión no fue real, sino aparente; y que Cristo fue llevado al séptimo cielo. Durante seiscientos años la salvación se podía obtener por medio del evangelio, pero como los cristianos se olvidaron de los mandamientos y ejemplo de Cristo, Dios levantó a Mahoma para acusar a los cristianos de idolatría, y a los judíos de no ser fieles a la verdad que se le había confiado.

Los habitantes de la Meca y de Medina pedían al nuevo profeta que hiciese señales y prodigios, como habían hecho Moisés y Cristo; que hiciese descender ángeles del cielo o el volumen de sus revelaciones; que creara un jardín en el desierto, y que hiciese caer fuego del cielo sobre la ciudad incrédula. Mahoma respondía que su misión no era la de hacer milagros, porque éstos hacen disminuir el mérito de la fe.

La oración, el ayuno, y las limosnas constituyen los tres grandes deberes del mahometano. La oración lleva al devoto hasta la mitad del camino que conduce a Dios; el ayuno permite llegar hasta las puertas de su morada y las limosnas hacen con­seguir la entrada. El uso del vino y bebidas embriagantes está absolutamente prohibido, y esto ha contribuido a que los países musulmanes se vean libres de la plaga del alcoholismo.

El Corán enseria la doctrina de la resurrección y del juicio general, que será seguido del castigo de los infieles y recompensa de los fieles. El paraíso que espera a los musulmanes está lleno de fantasías de estilo oriental; palacios de mármol y marfil; fuentes encantadas, perlas, diamantes, etc.; y la recompensa ofrecida al más insignificante de los fieles consiste en verse rodeado de setenta y dos jóvenes de ojos negros y de gran hermosura, y vivir entregados a la lujuria y satisfacción de apetitos carnales.

En el año 609, Mahoma empezó a predicar su doctrina en la Meca. Los comienzos fueron duros. Después de tres años de trabajo sólo había logrado catorce adeptos, y así siguió durante diez años viendo marchar su causa penosa y lentamente dentro de los muros de la ciudad. En el año 622, sus enemigos resolvieron matarlo, clavando cada tribu una espada en su corazón, pero llegándolo a saber huyó junto con su fiel asistente Abubeker, y permaneció tres días escondido en una cueva. Sus enemigos lo buscaron con diligencia y llegaron a la misma puerta de la cueva pero no penetraron en ella. Mahoma y Abubeker careciendo de alimentos, se vieron obligados a salir de la cueva, y montados en sus camellos siguieron viaje a Medina, donde el profeta fue bien recibido, logrando la conversión de los principales habitantes de la ciudad. Setenta y tres hombres y mujeres celebraron una conferencia con Mahoma y se ligaron con un solemne juramento de mutua fidelidad.

Se levantó una rústica mezquita, y Mahoma vio aumentar el número de sus secuaces. Después de seis años, mil quinientos hombres armados renovaron el juramento de alianza y Mahoma dio principio a sus campañas guerreras, destinadas a imponerse por la fuerza donde la gente rehusase seguirle de buena voluntad. Personalmente asistió a muchas batallas y sitios, y sus discípulos continuaron llevando adelante las conquistas.

A la edad de sesenta y tres años, Mahoma aún lleno de fuerza y vigor, dirigía todos los movimientos de sus ya numerosas huestes. La Arabia estaba totalmente dominada, y ya él intentaba dirigir sus ataques al Imperio Romano. Sus asistentes algo fatigados alegaban que faltaban provisiones, caballos y dinero y que el calor del verano sería insoportable. "El infierno es más caliente'', contestó indignado el infatigable Mahoma.

Al frente de un numeroso ejército, se dirigía de Medina a Damasco con el intento de conquistar la Siria, pero fue súbitamente detenido por una enfermedad que le duró cuatro años y que atribuía a un veneno que le hubiera suministrado una mujer judía en el año 632, después de un violento ataque que le duró catorce días, murió. Su muerte produjo una tremenda consternación en el campo de sus soldados y fieles. La ciudad de Medina estaba de luto, y por todas partes sólo se veían escenas de clamor y desesperación. Muchos se negaban a creer que su muerte era un hecho, y sostenían que había sido arrebatado al cielo. Pero Abubeker con gran prudencia levantó el ánimo de los caídos. "¿Es a Mahoma —les dijo— o al Dios de Mahoma a quién adoráis?"

El fuego del fanatismo se encendió de nuevo, y sus nume­rosos discípulos continuaron la obra de conquista. Al cabo de diez años, todo el Egipto, la Palestina y la Siria, estaban bajo el poder de los terribles invasores, que mataban, saqueaban y destruían todo lo que impedía el desarrollo de sus planes. Tres de los principales centros del cristianismo cayeron en su poder, Jerusalén en el año 636, Antioquia en el año 638 y Alejandría en el año 641. Persia quedó completamente subyugada después de atroces conflictos. Constantinopla pudo detener por entonces a los invasores, derrotándolos en 669 y 716. El norte africano estaba dominado y las iglesias devastadas. De África los invasores pasaron a España y se apoderaron de todo el país. Cruzando los Pirineos entraron en Francia, y parecía que toda la Europa occidental estaba a su merced, cuando Carlos Martel libró una de las grandes batallas decisivas de la historia venciendo a los musulmanes en los campos de Tours, en el año 732 y los conquistadores fueron detenidos en su avance.

Tal era la magnitud del conflicto ante el cual se halló el cristianismo en este sombrío período de su historia.

Los paulicianos.

En medio de la corrupción que caracterizó a este período no faltaron testigos de la verdad, que mantuvieron con relativa pureza las doctrinas y costumbres del Nuevo Testamento. La antorcha del evangelio no fue nunca completamente extinguida y entre los que la hicieron brillar en estos días verdaderamente tenebrosos, merecen ser mencionados los paulicianos. Las iglesias sometidas a Roma, tuvieron que escuchar la viva protesta por ellos levantada y el testimonio fiel que supieron dar con su palabra y su vida, en medio de incesantes y crueles persecuciones, fue un sonido confortante que se dejó oír, durante dos siglos, en todos los países cristianizados del Oriente.

El movimiento tuvo su origen en un pequeño pueblo cercano a Somosata, a mediados del siglo séptimo. Un hombre lla­mado Constantino, dio un día hospitalidad a cierto cristiano que había logrado escaparse de las manos de los musulmanes. Al partir, en señal de gratitud, regaló a su buen hospedador, un ejemplar del Nuevo Testamento, escrito en su lengua original. Constantino, aunque hombre muy instruido y estudioso, nunca había escudriñado debidamente este libro, cuya lectura, se decía, era sólo para los eclesiásticos. Se puso a leerlo con verdadero interés, y su lectura le era cada vez más atractiva. "Investigaba el credo de la cristiandad primitiva —dice Gibbon— y cualquiera que haya sido el resultado, un lector protestante aplaudirá el espíritu de investigación." Tomó un interés especial en las Epístolas de San Pablo y el contraste que señala el apóstol entre la ley y la gracia y la carne y el espíritu, fueron la base de un sistema de Teología que empezó a formarse en su mente. Constantino no quiso poner la luz debajo del almud, sino que lo que él iba aprendiendo, lo comunicaba luego a otros. Se puso a viajar, enseñando por todos los lugares y pronto se vio rodeado de un crecido número de adherentes, que al convertirse y bautizarse, se constituían en iglesias.

El nombre de paulicianos les fue dado probablemente, a causa del alto aprecio que hacían de los escritos de Pablo y de su constante esfuerzo por imitar a las iglesias fundadas por este apóstol. Los pastores asumían el nombre de alguno de los colaboradores de Pablo, y así Constantino se llamó Silvano, otros tomaron el nombre de Timoteo, Tito, Epafrodito, etcétera.

Es difícil decir cuáles eran las creencias de estas agrupaciones, debido a que casi todo lo que sus contemporáneos han dicho de ellos, fue escrito por sus peores enemigos, directamente interesados en desacreditarlos. Los que les atribuyen ideas maniqueas han caído en un error evidente. El descubrimiento reciente de un importante manuscrito titulado La Llave de la Verdad hallado y traducido por el sabio F. C. Conybeare (año 1898) ha venido a arrojar mucha luz sobre las doctrinas predicadas por Constantino y sus hermanos espirituales, de donde resulta que aceptaba el Nuevo Testamento como única regla de fe, aun cuando en materia de interpretación, sin duda, no podrían satisfacer las exigencias de los cristianos de nuestros días. Rechazaban el bautismo infantil, la perpetua virginidad de María, el culto de las imágenes, la invocación de los santos y muchas prácticas que habían triunfado en aquel entonces.

En el gobierno de sus iglesias rechazaban todas las preten­siones clericales y sus pastores y evangelistas eran simples miembros del rebaño a quienes Dios había dado los dones necesarios para desempeñar la obra. El historiador Gibbon, dice acerca de ellos: "Los maestros paulicianos se distinguían sólo por sus nombres bíblicos, por su título modesto de compañeros de peregrinación, por la austeridad de su vida, por el celo, saber y reconocimiento de algún don extraordinario del Espíritu Santo. Pero eran incapaces de desear, o por lo menos de obtener, las riquezas y honores del clero católico. Combatían fuertemente el espíritu anticristiano".

El crecimiento de los paulicianos alarmó a los partidarios de la religión oficial y el emperador Constantino Pogonato mandó tomar enérgicas medidas contra ellos. Las escenas de crueldad que fueron vistas durante las persecuciones paganas, se repitieron bajo un gobierno que pretendía haber abrazado el cristianismo. El fanático Pedro Siculo aprueba estos actos y alababa a los perseguidores diciendo: "A sus hechos excelentes, los emperadores divinos y ortodoxos añadieron la virtud de mandar que fuesen castigados con la muerte, y que donde quiera que se hallasen sus libros, fuesen arrojados a las llamas, y que si alguna persona los escondía, fuese muerta y sus bienes confiscados".

Un oficial del estado llamado Simeón, fue encargado de suprimir la llamada herejía. Dirigió sus ataques contra el director prominente del movimiento que era Constantino. Lo colocó frente a una larga línea de sus hermanos en Cristo, y ordenó a éstos que como señal de arrepentimiento y sumisión a la ortodoxia arrojasen piedras sobre él. Todos rehusaron cometer semejante acción, menos uno llamado Justo, quien mató al fiel pastor cuya palabra había escuchado tantas veces y este mismo traidor contribuyó a que otros pastores cayesen en poder de los perseguidores y que sufriesen la tortura y la muerte. Pero el fervor demostrado por los paulicianos impresionó de tal modo al per­seguidor Simeón, que renunciando a su sanguinaria misión y, como un nuevo Pablo, se convirtió a la causa que perseguía y se unió a ellos para continuar la obra que había hecho Constantino. No tardó en tener que morir él también por el nombre del Señor.

Durante ciento cincuenta años, estas iglesias no cesaron de ser perseguidas y de sufrir toda clase de ultrajes y vejaciones. No existen relatos fidedignos sobre la manera como morían estas nobles víctimas de la intolerancia. Su vida era tan ejemplar que sus mismos enemigos se ven forzados a reconocerlos como modelos de virtud cristiana.

Disfrutaron, de tiempo en tiempo, de algunos cortos pe­ríodos de relativa paz, que fueron bien aprovechados en edificar las iglesias desoladas y extender el conocimiento de la verdad entre los que vivían sumergidos en la superstición e idolatría. Pero bajo la emperatriz Teodora, a principios del siglo noveno, la persecución recrudeció. Esta mandó emisarios por todas las partes del Asia Menor, con órdenes terminantes de suprimir el movimiento y los mismos ortodoxos se jactan de haber hecho morir a cien mil paulicianos por medio de la espada y del fuego.

Carlomagno.

Carlomagno cierra este período de la historia del cristia­nismo.

Al morir Pepino, rey de Francia, en el año 768, sus domi­nios quedaron divididos entre sus dos hijos: Carlos y Carlomán. Dos años después falleció este último y Carlos fue proclamado único monarca del país. Hombre de grandes ideas, pensó en extender sus dominios y mejorar las tristes condiciones de sus súbditos.

Sus guerras fueron contra los lombardos, los sajones y los árabes de España. Carlomagno se había casado con la hija del rey de los lombardos; pero como este matrimonio desagradó al papa, la repudió y se casó con otra y desde entonces sus relaciones con el ofendido suegro quedaron rotas. Animado por el papa, Carlomagno pasó los Alpes, y al frente de un poderoso ejército, penetró en Italia y llevó cautivo a Francia al rey de los lombardos, quedando así dueño de toda la Italia del Norte.

Carlomagno aspiraba a restaurar el antiguo esplendor y grandeza del Imperio Romano, unificándolo sobre la base de la religión cristiana, a la manera que él y el papa la entendían. Para lograr este fin, uno de sus grandes afanes fue el de conquistar a los sajones de Alemania, haciéndolos entrar a formar parte de su reino, e imponiéndoles el bautismo como sello de la nueva religión. Tuvo que luchar con un pueblo guerrero y amante de la libertad, que constantemente se sublevaba no bien sus conquistadores estaban luchando en otra parte. Pero las armas de Carlomagno lograron por fin dominarlos y por la fuerza hacerles aceptar el cristianismo, obligándolos bajo pena de muerte a recibir el bautismo, a observar los ritos de la iglesia papal y a pagar a ésta los diezmos. Para conseguir esto tuvo que hacer derramar mucha sangre, y en una ocasión mandar asesinar a cuatro mil quinientos prisioneros sajones que no querían conformarse a sus designios, y expatriar a diez mil familias, quitándoles los bienes, parte de los cuales dio a la iglesia. Estos actos de imposición y crueldad demuestran cuan poco sabía de la esencia de la religión cristiana, este hombre a quien la iglesia de Roma ha canonizado, y cuan desastrosa es la cooperación del poder civil en la obra de propagar creencias religiosas.

En las guerras que emprendió contra los árabes que dominaban en España, no tuvo éxito, viéndose obligado a retroceder ante la fuerza que oponían sus enemigos.

Entró en Roma con el fin de libertar al Papa, que había sido hecho prisionero y que estaba encerrado en un convento, y el año 800, el día de Navidad, fue coronado en la basílica de San Pedro, y proclamado emperador de Occidente, estando comprendidos en sus dominios los territorios que actualmente forman Francia, Bélgica, Holanda, Suiza, la mayor parte de Alemania, de Austria e Italia y porciones de Turquía y España.

Carlomagno no fue negligente en lo que se refiere al progreso y desarrollo de sus subditos. Era gran admirador de las artes y de las letras, e hizo todo lo que estaba de su parte para lograr su desenvolvimiento. Fundó muchas escuelas, universidades y bibliotecas, se esforzó en dar al clero mayor grado de instrucción, se rodeó de los pocos sabios que había en sus días, y él mismo recibía lecciones. Su palacio era una verdadera academia.

Su celo por el pontificado fue ciego y ninguno como él contribuyó a afianzarlo. Las donaciones de territorio hechas por Pepino a la sede de Roma, fueron aumentadas por él, con lo cual tomó incremento el poder temporal de los papas. Hizo obligatorio el pago de los diezmos a la Iglesia.

Carlomagno murió en el año 814, en Aix-la-Chapelle, su ha­bitual residencia, a la edad de setenta y dos años, después de haber reinado cuarenta y seis.

 

 
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2. Los Apóstoles
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5. Ireneo/Tertuliano
6. Persecuciones 1-4
7. Persecuciones 5-8
8. Persecuciones 9-10
9. Costumbres
10. Constantino
11. Padres/Doctores
12. Clericalismo
13. Decadencia
14. Separación
15. Hildebrando
16. Los Valdenses
17. Juan Wycliff
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19. Martín Lutero
20. El Fraile
21. 95 Tesis
22. Controversia
23. Bula/Dieta
24. Wartburgo
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27. Muerte
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