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Historia Eclesiástica es el estudio de la historia de la Iglesia Cristiana desde el final del Nuevo Testamento hasta el principio del movimiento evangélico.  Se pone énfasis en el sacrificio de los mártires, las controversias doctrinales, el desarrollo del catolicismo, los precursores de la reforma, Martín Lutero y la Reforma Protestante.

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años 814-1054

Triunfo de las tinieblas. — Corrupción del papado. — Claudio de Turín. El año mil. — Separación de Constantinopla.

Triunfo de las tinieblas.

Este período de la historia eclesiástica empieza en el año 814 y termina en el año 1054, con la separación definitiva de las iglesias del Oriente, dando origen a lo que hoy se llama Iglesia Ortodoxa. Es el período más oscuro de la historia cristiana. La idolatría, la superstición, el clericalismo, el monaquisino, el despotismo papal y todo lo que señala un triunfo del error y de los principios anticristianos, llegan a su más alto apogeo. El puro evangelio de Cristo lo anuncian sólo unos pequeños grupos de cristianos perseguidos y despreciados, que se refugian en regiones apartadas, para evitar la furia de sus implacables adversarios. Los estudios teológicos y bíblicos se hallan casi completamente abandonados. La religión ha pasado a ser una cuestión de meras formas exteriores y de ciega sumisión a un sistema, y nadie la mira ya como un medio de levantar al hombre de las miserias de la tierra para ponerle en contacto con el Dios invisible. La doctrina de la salvación por obras ha substituido a la justificación por la fe, precisamente en estos años cuando sólo se puede hablar de obras malas. El cardenal Baronio, al referirse a este período, lo llama "una edad de hierro, estéril en todo bien, una edad de plomo, abundante en toda iniquidad, una edad oscura, notable más que cualquier otra por la escasez de escritores y hombres de entendimiento".

Corrupción del papado.

Los obispos que se sentaron en Roma, ya no se contentaban con ejercer dominio sobre sus colegas de otras ciudades, y gobernar al cristianismo. Sus pretensiones se hicieron cada vez mayores, hasta llegar a creerse semidioses en la tierra. Pretendían tener el derecho de destronar a los reyes a su antojo, y exigieron al mundo la más ciega y humillante sumisión.

Para dar apoyo a la institución papal, se fraguaron las falsas decretales, que tan importante autoridad tuvieron durante muchos siglos, pero que hoy no se atreven a defender los más retrógrados papistas, porque las supercherías que contienen son del todo manifiestas. Consisten éstas en una larga serie de decretos papales. El siguiente párrafo, de Merle D'Aubigné nos dará una idea de la estupenda falsedad de los documentos que fueron la base y fundamento del papismo: "En esta colección de pretendidos decretos de los papas, los obispos contemporáneos de Tácito y Quintiliano, hablan el latín bárbaro del siglo noveno. Las costumbres y constituciones de los francos se atribuían seriamente a los romanos del tiempo de los emperadores. Los papas citan la Biblia en la traducción latina de San Jerónimo, quien vivió tres siglos después de ellos. Y Víctor, obispo de Roma, en el año 192, escribía a Teófilo, que fue arzobispo de Alejandría, en el año 385. El impostor que fabricó estos decretos se esforzaba por establecer que todos los obispos recibían su autoridad del obispo de Roma, quien había recibido la suya directamente de Jesucristo. No solamente registraba todas las conquistas sucesivas de los. pontífices, sino que las hacía remontar a los tiempos más antiguos. Los papas no tuvieron vergüenza de apoyarse en esta despreciable invención. Ya en 865 Nicolás I tomó las armas para defender a los príncipes y obispos. Esta fábula desvergonzada fue durante siglos el arsenal de Roma".

Tales fueron los documentos que sirvieron de base a la Iglesia Romana para sostener el poder temporal de los papas, alegando la "Donación de Constantino", llamada por Bryce "la más estupenda de todas las mentiras medioevales".

En esta época el papado llegó a su más alto grado de co­rrupción. La elección de un papa era siempre ocasión de grandes escándalos y hasta de derramamiento de sangre. Muchas veces, no pudiendo ponerse de acuerdo los electores, se elegían dos, tres y hasta mayor número de papas. Las orgías del pontificado superaban en mucho a las más abominables de las cortes paganas. Los papas eran depuestos para hacer sentar en sus sillas a los favoritos de las cortesanas. Para describir el estado corrupto del papado, fue necesario crear una palabra: pornocracia, que significa gobierno de rameras, pues en realidad eran las queridas de los papas las que manejaban todos los asuntos eclesiásticos. Entre estas mujeres figuraban como las de mayor influencia, una tal Marozia, concubina del papa Sergio, y Teodora, concubina del papa Juan X.

Refiramos ahora algunos casos concretos, confirmados por los mismos historiadores romanistas.

Formoso, obispo de Porto, fue el que encabezó la famosa conspiración de Gregorio el Nomenclátor, que tenía por objeto entregar la ciudad de Roma a los sarracenos. Cuando la conspiración fue descubierta, Juan VIII excomulgó y depuso a Formose. El sucesor de Juan VIII restituyó a Formoso el episcopado. En el año 891, Formoso fue elegido papa al misino tiempo que otra parte del clero y del pueblo elegía a Sergio para el mismo puesto. Los dos pretendientes se presentaron en la iglesia, y ambos exigían ser consagrados. Ahí se inició una batalla cruel. El partido de Sergio fue vencido, y Formoso pasando por encima de los cadáveres, subió todo ensangrentado al altar, y fue consagrado papa.

Después de la muerte de Formoso, Sergio fue de nuevo candidato, pero su partido fue vencido, siendo elegido Bonifacio VI, quien sólo vivió algunos meses. En la nueva elección triunfó el partido de Sergio, pero no lo eligieron a él sino a Esteban VI, un subordinado de Sergio, quien se inició deshaciendo todo lo que había hecho Formoso. Después, para hacerse infamemente inmortal, ejecutó un acto que no conoce otro igual en la historia de las venganzas. Hizo desenterrar el cadáver de Formoso, lo hizo vestir con las ropas pontificales, y después ordenó que lo llevasen ante un concilio que había reunido expresamente. Para unir la burla a la ferocidad, mandó que fuese juzgado como si se tratase de un vivo. El mismo papa que presidía el concilio, llamó por nombre al difunto Formoso, e hizo contra él toda suerte de acusaciones ordenando al cadáver que contestase a sus preguntas, y como el cadáver no respondiese, lo declaró convicto y pronunció contra él la condenación sacro aprobante concilio, por la cual el cadáver de Formoso fue depuesto del papado, excomulgado, despojado de las insignias papales y en la misma iglesia le cortaron los tres dedos de la mano derecha, con los que bendecía y luego desnudo y mutilado, fue arrastrado por las calles de Roma, y finalmente arrojado al Tíber.

La historia del papado después de la muerte de Esteban VI siguió siendo una sucesión de hechos inauditos. El escritor italiano, L. Desanctis, la resume así: "El papa Romano, sucesor inmediato de Esteban, anuló todo lo que había hecho su antecesor, y declaró ex cathedra, es decir infaliblemente, que su antecesor hablando ex cathedra, contra Formoso, se había equivocado; y Formoso fue absuelto y restablecido. A Romano, que vivió sólo cuatro meses, lo sucedió el papa Teodoro, quien vivió veinte días. Sergio continuaba siempre ambicionando el papado sin lograr conseguirlo, y para que fuese posible, envenenaba a todos sus competidores. Después de la muerte de Teodoro, Sergio fue elegido por segunda vez, pero el partido contrario tomó las armas y ganó sobre él una nueva victoria, e hizo elegir papa a Juan XI. Sergio tuvo entonces que refugiarse al lado de su querida Marozia, marquesa de Toscana, la Mesalina de aquellos tiempos. Juan, para vengarse del partido de Sergio, reunió un concilio en el cual rehabilitó de nuevo al papa Formoso y condenó al papa Esteban. Mientras tanto, Sergio, protegido por su amiga, hacía de papa, y con el veneno se deshacía de todos los que le disputaban el papado. A Juan le sucedió Benito, quien hizo la guerra a Sergio; lo venció, pero no pudo apoderarse de él. A Benito lo sucedió León V, quien pocos días después de la consagración, fue encerrado en una prisión y asesinado por su secretario Cristóbal, quien se eligió a sí mismo, proclamándose papa y sucesor de San Pedro. Entonces prevaleció el partido de Sergio, ydenal Baronio confiesa ingenuamente, que no hay delito por infame que sea, del cual no esté manchado el papa Sergio III, el cual, según confesión del cardenal analista, era esclavo de lodos los vicios, y el más infame de todos los hombres".

Los papas que sucedieron a Sergio, fueron casi todos parecidos a éste. Al morir Agapito II, Marozia logró que fuese electo uno de sus hijos bastardos, quien tomó el nombre de Juan XII. Según muchos autores, éste tenía sólo doce años cuando fue elegido papa. Los defensores del papado, Baronio, Cantú y otros, dicen que tenía dieciocho. Todos están de acuerdo en declararlo un monstruo cargado de vicios y delitos. El jesuita Maimburg dice que al subir al pontificado cambió de nombre pero no de conducta, siendo caso cierto que ninguno como él deshonró tanto al papado con toda clase de vicios y actos de una vida licenciosa, que llevó hasta el fin. Nadie niega que era blasfemo, impío, sacrílego y disoluto en último grado.

Los romanos, cansados de soportar a un hombre tal, pidieron al emperador Otón I que lo hiciese destituir, para lo cual reunió un concilio en la basílica vaticana. El papa fue allí acusado de haber cometido los delitos más infames que se pueden imaginar: de vender los episcopados, de haber consagrado obispo a un niño de diez años, de haber hecho mutilar obscenamente a un cardenal, de tener la costumbre de beber a la salud del diablo y brindar por las divinidades paganas y de muchas cosas más. El concilio citó al papa, pero éste en lugar de comparecer excomulgó al concilio, el cual, no obstante, continuó sesionando y depuso al papa y eligió en su lugar a León VIII, un hombre venerable, verdadero prodigio de honradez y decencia para aquellos escandalosos tiempos.

Juan XII tuvo que huir de Roma, pero no se fue con las manos vacías, pues llevó consigo todos los tesoros del pontificado de los que se sirvió para comprar influencias y hacerse restablecer en el papado.

León VIII procuraba por todos los medios posibles supri­mir los abusos del clero y mejorar las costumbres de los habitantes de Roma. Esto hizo que las mujeres de Roma se can­sasen pronto de él y deseasen tener entre ellas al disoluto Juan XII. Este supo aprovechar los deseos inmorales de esta gente y con generosos donativos logró formarse un partido bastante fuerte que pudo levantarse contra León quien tuvo que huir al campo imperial para no ser asesinado. Al entrar Juan en Roma se inició con una serie de crueldades; hizo cortar la mano derecha a un cardenal, arrancar la lengua y cortar la nariz al primer secretario del concilio, azotar públicamente al obispo de Espira, y otras cosas de esta clase. Después de estos actos de crueldad, destinados a atemorizar a sus adversarios, reunió un concilio, el cual declaró que el concilio reunido anteriormente había sido una reunión de bandoleros, que León VIII era un impío, un cismático, un sacrílego, etc. y éste fue depuesto.

Poco tiempo después murió Juan a consecuencias de una paliza que le aplicó el esposo de una beata con quien tenía relaciones.

Pasemos por alto la vida poco edificante de muchos otros papas, para ocuparnos algo de Benedicto IX. Este fue elegido a los doce años, debido a la influencia de su padre, que compró a los electores con grandes sumas de dinero. Su corta edad no le impidió hacerse pronto famoso por sus desórdenes, los cuales aumentaban a medida que crecía. Era llamado el sucesor de Simón el Mago, y su conducta fue tan obscena que es imposible narrarla sin ruborizar. Por fin, los romanos cansados de sus impudicias, de sus robos, de sus crímenes y de tanto proceder infame, lo echaron de Roma; pero, protegido por Conrado II, consiguió volver a sentarse en el trono papal. Poco tiempo después fue echado de nuevo, y en su lugar, elegido Silvestre III. Tres meses después, Benedicto, protegido por sus poderosos parientes, se apoderó de nuevo del papado, pero temiendo ser asesinado, vendió su puesto a un sacerdote que tomó el nombre de Juan XX, a quien consagró el mismo Benedicto, y se retiró a su casa paterna en la que siguió viviendo libertinamente. Pronto se cansó de la vida privada, y tomando las armas, se apoderó del Palacio Laterano, expulsó al papa Juan y subió de nuevo a la cátedra romana. Pero los otros dos papas no habían salido de Roma, "de modo que —dice el autor de la Historia de los Papas— se vio al mismo tiempo a los tres hombres más infames del mundo, llevar los ornamentos pontificios en las tres iglesias principales de Roma: a Benedicto IX, en San Juan; a Silvestre III, en San Pedro; y a Juan XX, en Santa María Mayor". Finalmente los tres se pusieron de acuerdo dividiendo entre sí pacíficamente las rentas del papado y siguieron juntos la vida disoluta e inmoral a la cual estaban entregados.

Apareció entonces un fraile astuto, quien, so pretexto de evitar el escándalo, propuso a los tres "santísimos" que lo eligieran a él, y en cambio les daría todo el dinero que les hiciese falta para sus orgías. El partido fue aceptado y lo eligieron tomando el nombre de Gregorio VI, y he aquí cuatro papas al mismo tiempo. ¿Cuál era el verdadero?

Claudio  de  Turín.

"Es casi imposible resistir a la convicción —dice Samuel G. Green— de que durante este tiempo tenebroso, hubo en lugares escondidos, verdaderos siervos de Jesucristo, quienes más o menos alcanzaron a ver la verdad escondida bajo las formas y accesorios de una religión corrompida y degradada por los vicios y ambiciones de sus representantes principales en la Iglesia y el Estado. Muchas mentes se rebelaron secretamente a causa de los absurdos inculcados como partes de la fe cristiana. Las leyendas y milagros mentirosos pudieron difícilmente ser impuestos a todos, y la flagrante inmoralidad tolerada en los círculos eclesiásticos, no podía menos que revelar a los pensadores el contraste de todo esto con las enseñanzas de Cristo. Un poco de luz celestial pudo brillar a través de las nubes de la superstición. Como en los días de Elías, hubo sus siete mil que no doblaron la rodilla delante de Baal".

Los nombres de Benedicto de Languedoc, levantando bien alto el estandarte de la moral cristiana en medio del fango de la corrupción monacal, y de Agobardo de Lyon, protestando contra el culto de las imágenes, serán siempre recordados con veneración y respeto, pero de las lumbreras cristianas de esta época, el que más se distingue es Claudio de Turín.

Nació en España y fue discípulo de Félix, el famoso obis­po de Urgel, quien lo inició en el estudio del Nuevo Testamento y le enseñó a odiar la idolatría y superstición reinante, contra la cual luchaba Félix. De ambos lados de los Pirineos fue conocida la erudición de Claudio, lo mismo que su piedad ardiente, y algunos que deseaban ver cosas mejores en el cris­tianismo, influyeron para que se le nombrase obispo de Turín, sabiendo que era uno de los pocos hombres resueltos a poner un dique al horrible avance de la mentira que fomentaban las órdenes monásticas.

Claudio rechazaba las tradiciones que no estaban de acuer­do con el evangelio, y entre otras cosas las oraciones por los muertos, el culto de la cruz y de las imágenes, y la invocación de los santos. "Yo no establezco una nueva secta —escribía al abate Teodomiro— sino que predico la verdad pura, y tanto como me es posible, reprimo, combato y destruyo las sectas, los cismas, las supersticiones y las herejías; lo que nunca dejaré de hacer con la ayuda de Dios. Constreñido a aceptar el episcopado, he venido a Turín donde encontré las iglesias llenas de abominaciones e imágenes, y porque empecé a destruir lo que todo el mundo adoraba, todo el mundo se ha puesto a hablar en mi contra .. Dicen: no creemos que haya algo de divino en la imagen que adoramos, no la reverenciamos sino en honor de aquella persona que representa, y contesto: si los que han abandonado el culto de los demonios honran las imágenes de los santos, no han dejado los ídolos, sólo han cambiado los nombres .. Si hubiese que adorar a los hombres, sería mejor adorarlos vivos, mientras son la imagen de Dios, y no después de muertos cuando se parecen a piedras; y si no es lícito adorar las obras de Dios, menos se deben adorar las de los hombres".

Combatiendo la adoración de la cruz, dicen en otro lugar: "Si tenemos que adorar la cruz porque Jesucristo estuvo clavado en ella, debemos adorar muchas otras cosas .. Que adoren los pesebres, porque Jesucristo al nacer fue puesto en un pesebre; que adoren los pañales, porque Jesucristo fue envuelto en pañales; que adoren los barcos, porque Jesucristo enseñaba desde un barco".

Las peregrinaciones a Roma y la confianza de la gente en la protección papal levantaban las vivas protestas de Claudio, como puede verse en este párrafo: "Volved a la razón, miserables transgresores; ¿por qué os habéis dado vuelta de la verdad? ¿Por qué crucificáis de nuevo al hijo de Dios, exponiéndolo a la ignominia? ¿Por qué perdéis las almas haciéndolas compañeras de los demonios al alejarlas del Creador, por el horrible sacrilegio de vuestras imágenes y representaciones, precipitándolas en una eterna condenación? Sé bien que en­tienden mal este pasaje del Evangelio: "Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi iglesia y yo te daré las llaves del reino de los cielos". Es apoyándose locamente sobre esta palabra que una multitud ignorante, estúpida y destituida de toda inteligencia espiritual, acude a Roma con la esperanza de obtener la vida eterna. Ciegos, volved a la luz, volved a Aquel que alumbra a todo hombre que viene a este mundo; vosotros aunque seáis numerosos, estáis caminando en las tinieblas, y no sabéis a donde vais, porque las tinieblas han cegado vuestros ojos. Si tenemos que creer a Dios cuando promete, mucho más cuando jura y dice: Si Noé, Daniel y Job, estuviesen en este país, no salvarían ni hijo ni hija; pero ellos por su justicia salvarían sus almas, es decir, si los santos que invocáis, fuesen tan santos y justos como Noé, Daniel y Job, ni aun así salvarían hijo ni hija. Y Dios así lo declara, para que nadie ponga su confianza en los méritos o intercesiones de los santos. ¿Comprendéis esto, pueblo sin inteligencia? ¿Seréis sabios una vez, vosotros que corréis a Roma buscando la intercesión de un apóstol?"

La actividad literaria de Claudio fue grande. En el año 814 publicó tres libros comentando el Génesis; en 815, cuatro sobre el Éxodo; y en 828, sus explicaciones sobre el Levítico. Pu­blicó también comentarios sobre las Epístolas de San Pablo. Estos escritos, junto con sus discursos y sus visitas pastorales, contribuyeron, sin duda, a mantener intacto el sistema de doctrina evangélica en los valles del Piamonte.

Claudio murió en Turín en el año 839, sin ser excomulgado ni destituido de su puesto, gracias a la protección del emperador.

"Las doctrinas evangélicas de Claudio —dice Moisés Droin— no desaparecieron con él; la herencia fue recogida por humildes discípulos de la Palabra de Dios, y particularmente por los valdenses, los cataros y los pobres de Lyon, que se esparcieron en las diferentes provincias de la península española".

El año mil.

Una errónea interpretación del pasaje de Apocalipsis 20: 1-5, que dice que durante mil años Satanás estará atado, y que después de cumplidos los mil años será suelto, había difundido por todo el mundo la creencia de que al sonar la última hora del año mil, vendría el fin de todas las cosas y comenzaría el juicio de todos los hombres. Muchos monjes salían de sus conventos y predicaban con verdadero fanatismo, anunciando esto como cosa cierta. En Alemania, Francia e Italia, durante las últimas décadas del siglo, recorrían las parroquias los predi­cadores más fogosos y sembraban el terror en el ánimo de las almas predispuestas a esta clase de emociones. El pánico era general. Las iglesias se llenaban de multitudes, que hacían penitencia y ofrecían dones para aplacar la ira venidera de la justicia divina. Los más pudientes vendían sus bienes y se trasladaban a Jerusalén para encontrarse en la Tierra Santa cuando viniese el gran día de la ira del Señor. Los peregrinos eran numerosos, y las regiones solitarias de Palestina se vieron invadidas por los devotos que esperaban temblando el fin de todas las cosas. Pero pasó el año mil sin que nada aconteciese de lo que se esperaba.

Separación de Constantinopla.

El gran cisma que dio origen a lo que hoy se llama Iglesia Ortodoxa, fue el resultado de la creciente rivalidad entre los papas de Roma y los patriarcas de Constantinopla, quienes se disputaban el derecho de gobernar ciertos distritos.

A mediados del siglo IX, un tal Ignacio, era patriarca de Constantinopla, el cual atrajo sobre sí el odio de la casa impe­rial por haber excomulgado a Bardas, hermano de la emperatriz Teodora, el cual habiendo abandonado a su esposa vivía en adulterio con la viuda de un hijo suyo. Ignacio fue destituido y desterrado y un laico influyente llamado Focio, fue elevado al patriarcado, pasando por toda la escala jerárquica de la iglesia en una sola semana. Como la sede de Roma se negó a Focio, hubo una violenta correspondencia entre el emperador y el papa. El patriarca logró entonces reunir un concilio en Constantinopla en el año 867, el cual excomulgó al papa, acusando a la Iglesia Romana de haberse apartado de la fe y costumbre recibidas, formulando cargos sobre asuntos de poquísima importancia, en comparación con los grandes delitos de Roma, de los cuales Constantinopla no era tampoco inocente. Una de las acusaciones consistía en que Roma permitía comer queso y tomar leche durante la cuaresma; otra se relacionaba ron la orden de que los clérigos se afeitasen. No había entre las dos sedes una grave cuestión doctrinal, sino una mera cuestión de palabras e intereses materiales. Los decretos del concilio fueron firmados por el emperador, por los patriarcas de Antioquia, Alejandría y Constantinopla, y por unos mil obispos y abates.

El documento condenatorio fue enviado a Roma pero antes que los portadores del mismo llegasen, estalló en Constantinopla una revolución que cambió por completo el giro de los asuntos. El nuevo emperador se inició destituyendo a Focio y un nuevo concilio se reunió en Constantinopla del cual fueron excluidos los partidarios de Focio. Ignacio fue traído en triunfo de su destierro y colocado de nuevo en la silla patriarcal, la que ocupó durante diez años.

Surgieron entonces nuevas dificultades y Focio, aprovechando la oportunidad, consiguió ser elevado de nuevo a su antigua posición, pero al morir el emperador, tuvo que retirarse y terminó sus días encerrado en un claustro en el año 891.

Después de estos acontecimientos se suspendieron un poco las hostilidades. Los papas de Roma, tan ocupados en sus orgías, no tenían tiempo de pensar en la contienda con los patriarcas. Un autor ha dicho que eran tan densas las tinieblas que circundaban a Roma y a Constantinopla, que no podían verse una a la otra, lo que les obligó a suspender las discusiones.

Al subir al patriarcado Miguel Cerulario en el año 1043, se inició de nuevo la lucha, principalmente acerca de Bulgaria, pues ambos obispos pretendían que este país estaba incluido en su jurisdicción. Después de largas discusiones, Constantinopla resolvió no someterse a las pretensiones de los delegados papales. Roma excomulgó al patriarca de Constantinopla y a todos los que censuraban la fe de la Iglesia de Roma y el modo como ésta ofrecía "el santo sacrificio". Los legados de Roma colocaron la excomunión sobre el altar mayor de la iglesia de Santa Sofía el 16 de julio de 1054. Constantinopla respondió con una contra excomunión produciendo muchos cargos contra la Iglesia Romana. El cisma quedó así establecido y fue completo. Alejandría, Antioquia, Jerusalén y todo el Oriente quedó con Constantinopla. El Occidente quedó con Roma.

 

 
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