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  25. Augsburgo

Historia Eclesiástica es el estudio de la historia de la Iglesia Cristiana desde el final del Nuevo Testamento hasta el principio del movimiento evangélico.  Se pone énfasis en el sacrificio de los mártires, las controversias doctrinales, el desarrollo del catolicismo, los precursores de la reforma, Martín Lutero y la Reforma Protestante.

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ACTIVIDAD Y TRABAJOS DE LUTERO EN LOS AÑOS SIGUIENTES HASTA LA DIETA DE AUGSBURGO

En los ocho años siguientes, es decir, hasta la Dieta de Augsburgo, en la cual los príncipes y municipios favorables a la Reforma se agruparon alrededor de aquella magnifica confesión de fe que hizo célebre el nombre de dicha ciudad, tenemos que considerar la vida y actividad de Lutero bajo tres aspectos: 1º. Su relación con los movimientos religioso-políticos, cuyo jefe fue Tomás Munzer. 2º. Sus disputas con otras personas especialmente con los reformadores sui­zos; y 3º. Su continuo trabajo en la obra de la Reforma y en su ministerio.

Episodio muy triste fue la llamada guerra de los campesinos, de la cual se ha querido culpar a la Reforma, aunque sin razón, pues ya en el año 1491 los campesinos se habían rebelado en los Países Bajos; en 1503, en las cercanías de Suiza; en 1513 y 15!4, en el Sur de Alemania, y en 1515, en Carintia y Hungría. Estas rebeliones fueron originadas en su mayor parte por las inauditas opresiones que sufrían los pobres labradores de parte de los príncipes, nobles y clérigos, a lo cual se unía la agitación que la Reforma había llevado a todas las clases de la sociedad. Las nuevas doctrinas de libertad que Lutero y sus amigos entendían espiritualmente, los campesinos las tomaron en sentido político o carnal según la expresión de Lutero y los esfuerzos por reformar y renovar las condiciones actuales, en vez de ser dirigidos por hombres prudentes y sabios hacia el bien, fueron dirigidos por gente apasionada y malvada de una manera violenta y perversa. La doctrina de Lutero sobre la libertad cristiana pareció a muchos probar el derecho de rebelión. Es verdad que Lutero ya desde Wartburg había enviado una Amonestación a todos los cristianos para evitar rebeliones y alborotos; pero la gente estaba ya demasiado agitada, y el escrito produjo poco efecto.

Los primeros alborotos tuvieron lugar entre los aldeanos suabos del lago de Constanza en el año 1524, porque el Abad de Reichenau les negó predicadores protestantes. El fuego se comunicó pronto a otras partes de Suabia. Se trató de cal­mar los ánimos agitados, prometiendo varias Concesiones; pero algunas veces los pactos hechos no se cumplieron; los presos eran ejecutados, y con esto se atizaba más y más la llama de la rebelión.

En el año de 1525 los aldeanos se sublevaron en masa en Suabia, Alsacia, Lorena hasta Tu­ringía, en todo el Sur y centro de Alemania, tratando de hacer valer sus derechos, legítimos o pretendidos, por la fuerza, el pillaje y la matanza. Sus pretensiones principales eran: Libre elección de los predicadores; abolición completa de la servidumbre hereditaria y del diezmo; libre caza y pesca; disminución de los trabajos personales y de las multas, y otras semejantes.

Lutero, a quien los aldeanos habían nombrado por árbitro, publicó una amonestación dirigida a los príncipes y señores, especialmente a los obcecados obispos, curas y frailes recordándoles que toda su rabia era impotente para acabar con el Evangelio, y que la tiranía de ellos era la que había provocado la revuelta. Debían mirar el suceso como castigo de Dios, y convertirse de buena voluntad. Si os dejáis aconsejar, se­ñores les -dice-, ceded un poquito vuestra ira, por Dios. Debíais dejar el enojo, la terque­dad y la tiranía, y tratar a los labradores con razones como a engañados.

Con no menor dureza habló después a los labradores. ¿Sabéis -les dice- cómo he logrado yo que mi predicación haya tenido tanto más éxito, cuanto más el Papa y el diablo se han enfurecido? Nunca saqué la espada, nunca quise venganza. No hice alborotos ni revueltas; al contrario, defendí cuanto podía el poder y respeto a la autoridad humana, aun a la que me perseguía a mí mismo y al Evangelio. Toda la causa la puse en las manos de Dios, y me confié siempre resueltamente en su brazo. Ahora vosotros me turbáis; queréis prestar socorro al Evangelio, y no sabéis que así le perjudicáis y oprimís terriblemente. Por esto, vuelvo a deciros, yo abandono vuestra causa, por buena y justa que sea. El cristiano no puede consentir tales empresas, sino disuadiros cuanto pueda, tanto de palabra como por escrito, mientras pal­pite una sola vena en su cuerpo; porque los cristianos no pelean con la espada, sino con la cruz y la paciencia, como Jesucristo, que no llevó espada sino que murió crucificado.

De la misma manera, Melanchton se declaró desde el principio contra los campesinos, aunque también amonestó a los príncipes y nobles Ambos reformadores deseaban un arreglo pacifico, pero no lo consiguieron; de un lado, la autoridad no procedía con sinceridad, y de otro, los campesinos se enfurecían más y más en su fanatismo. El más ilustrado, pero a la vez más furioso de todos ellos, era Tomás Münzer. Antes había estado en Wittemberg, y reprendido severamente por Lutero, le aborrecía de corazón. Hecho más tarde predicador en el pueblo de Turingia, se gloriaba de tener el Espíritu Santo, y de haber recibido mandato divino de predicar por todo el mundo. Combatía a un tiempo al Papa y a Lutero. Expulsado de allí por su insensata agitación, se fue a Mühihausen, y encendió desde allí la revolución en toda la Turingia.

Conmovido por las crueldades cometidas por los revoltosos, lanzó Lutero otro folleto contra los campesinos salteadores y asesinos» aconsejan­do a los príncipes que los matasen como a perros rabiosos. Estos no aguardaron más, y el 15 de Mayo de 1525 los príncipes de Sajonia, el Landgrave de Hesse y el duque Enrique de Brünswik, batieron a Münzer y su bando de unos 8.000 hombres, y le derrotaron enteramente. Münzer fue cogido y ejecutado junto con su ayudante. Y como ésta, así las demás revueltas fueron ahogadas en sangre. Lutero y sus amigos habían manifestado muy claramente que no tenían ninguna comunión interior ni exterior con los rebeldes.

Mientras Lutero luchaba así en la política, no tuvo tampoco punto de reposo en la controversia doctrinal. Nuevos adversarios le salieron al encuentro. El ataque del Papa y sus secuaces no le extrañó; pero no había esperado nunca tener que habérselas con un rey.

Enrique VIII de Inglaterra, habiendo compilado de libros viejos uno nuevo, ofreció al mundo la Defensa de los siete sacramentos contra Martín Lutero, por Enrique VIII, rey invencible de Inglaterra y Francia, Señor de Irlanda.

Plagados de errores e invectivas contra Lutero, hablaba de un modo tan insolente, que debía replicársele, y Lutero lo hizo con un escrito tan enérgico que asustó a los mismos amigos de Lutero.

Aniquila una afirmación tras otra, y combate las opiniones de los padres y doctores de la Iglesia con invencibles textos de la Biblia. Verdad es que la vehemencia e invectivas con que Lutero contesta a las del rey, no concuerdan con el espíritu manso de Jesucristo, pero Lutero era hombre y tenía sus defectos. Mas todo el mundo comprendió que el rey no tanto intentaba defender el catolicismo, como adquirir de parte del Papa el titulo de Defensor fidei como los reyes de Francia y España. Esto lo consiguió, pero no ganó la victoria contra Lutero, pues se vio precisado a retirarse de la arena.

Pocos años después, habiendo asegurado a Lutero el rey de Dinamarca que Enrique se había convertido, y que no faltaba sino dirigirse benignamente a él para hacerle amigo del Evangelio, Lutero le escribió una carta, declarando que, a la verdad, no podía ni quería conceder nada en cuanto a la doctrina, pero le pedía perdón con noble humildad y respeto por algunas expresiones demasiado fuertes y ofensivas que había usado. Mas sólo obtuvo de Enrique por contestación otro libelo más infamatorio y denigrante.

Lo notable es, que aquel defensor de la fe católica romana rompió más tarde enteramente con el Papa y le atacó como lo había hecho antes con Lutero. El fue el que libertó, aunque no por motivos nobles y puros, a Inglaterra del dominio del Papa.

Con motivo de esta controversia, dio Lutero contra otro hombre, el célebre Erasmo (nacido en Rotterdam en 1463 y fallecido en Basilea en 1536), el más famoso literato de aquellos tiempos. Hasta entonces no se había decidido ni en pro ni en contra de la Reforma. Estimaba mucho a Lutero por sus conocimientos y franqueza; se alegraba del progreso que hacían las letras como consecuencia de la Reforma. Tampoco quería defender al papismo con sus abusos, vicios y supersticiones. Mas siendo racionalista en el fondo, no comprendió la fuerza, decisión e intransigencia con que Lutero y sus amigos combatían todo el sistema romano; pues varias doctrinas, por ejemplo, la de las buenas obras y del mérito del hombre, le parecían muy convenientes y más razonable que la de la justificación por gracia. Lo que él prefería era el termino medio, ignorando que no lo hay entre la verdad y el error: anhelaba una reforma, sí, mas sólo de los abusos y doctrinas supersticiosas, dejando el fondo integro e intacto; olvidando aquella máxima: el árbol malo no puede llevar frutos buenos.

Era el tipo de los que abundaban entonces como abundan hoy día: enemigos del papismo, mas no amigos del Evangelio; quieren destruir el edificio de la superstición; mas no tienen con qué suplirlo, a no ser con una filosofía árida, deleznable y seca que no da consuelo al corazón ni seguridad a la conciencia, que jamás ha logrado victorias duraderas contra el Romanismo, ni contra ninguna superstición.

Así sucedió que la Reforma, cuanto más adelantaba y adquiría forma más concreta, tanto menos aceptable parecía a Erasmo; mas con todo, no tenía ganas de meterse en estas disputas teológicas, como solía llamarlas; y por otra parte, temía el genio de Lutero. Pero estrecha­mente ligado Erasmo con Enrique VIII, se sintió igualmente atacado por Lutero en la persona de su amigo; y a pesar de que Lutero, no queriendo batirse con este literato, a quien estimaba mucho, le había rogado que no tomase parte activa en la controversia, se resolvió el célebre Erasmo, azuzado desde luego por los papistas de todas partes, a lanzarse contra el Reformador. El tema de su escrito caracteriza al hombre: El libre albedrío; trata de demostrar que el hombre por voluntad y determinación propia es capaz de hacer bien; y aun cuando no puede prescin­dir en absoluto de la ayuda divina, tampoco está tan privado de todo mérito que la justificación se verifique por pura gracia. Concede en parte la cooperación de la gracia; mas tiende a cer­cenar todo lo posible esa influencia, para enaltecer la energía y obra.

Lutero contestó con su discurso de El albedrío esclavo, en el que probaba que no existía ese pretendido libre albedrío. El hombre original había tenido la voluntad libre para el bien, y nacido otra vez y santificado por el Espíritu Santo, volvía a tenerla; mas desde la caída de Adán el hombre natural era esclavo del pecado; y cualquiera que creyese poder hacer lo más mínimo para su salvación por sí mismo, y confiase, no en la gracia de Dios, sino en sí mismo, no podía alcanzar la salvación; pues el hombre es justificado ante Dios sólo por la fe. Erasmo prolongó la controversia con dos tratados más, pero sin éxito.

Mucho más importante que las mencionadas controversias fue la sostenida sobre la Santa Cena.

Lutero ya antes había tenido grandes dudas acerca de la doctrina de la transubstanciación de la Santa Cena. Sabido es que la Iglesia romana pretende que el pan y el vino se convierten real y esencialmente en cuerpo y sangre de Jesucristo por las palabras de la institución pro­nunciadas por el sacerdote sobre los elementos, quedando sólo la forma, los accidentes del pan y el vino, es decir, lo que entra por las sentidos pero de ninguna manera el pan y vino mismo. Consecuencia forzosa de esto era que siendo el Sacramento material y esencialmente cuerpo y sangre de Cristo, debía adorársele. También que bastaba dar a los legos comulgantes sólo una especie del Sacramento, el pan; puesto que en el cuerpo está ya contenida la sangre. Sólo los sacerdotes deben recibir tam­bién la otra especie, el cáliz. Mas la supresión del cáliz pugna manifiestamente con la institución de Cristo cuando dijo expresamente: Bebed de él todos (Mateo 26, 27); y es injusto otorgar a los sacerdotes como privilegio el cáliz de que se priva a los legos. El apóstol San Pablo nada sabía de tal privilegio (véase 1ª Corintios 11, 25-29). Ade­más, el dogma de la transubstanciación se promulgó en la Iglesia romana, muy tarde, en el año 1215.

Lutero, pues, desechó esta doctrina contraria a la Escritura, y afirmó únicamente la presencia real, pero espiritualmente, del cuerpo y sangre de Cristo bajo y con el pan y vino. Pero su colega Carlostadio fue más adelante; interpretó las palabras de la institución este es mi cuerpo, etcétera, diciendo que al pronunciarlas Jesucristo, las refería hacia su cuerpo, anunciando a los discípulos, que lo había de sacrificar por ellos, y enseñándoles que habían de recordar esto en lo venidero, cuando juntos partiesen el pan. Tal era la interpretación de Carlostadio, que éste divulgó y predicó, acompañando sus predicaciones con expresiones algo apasionadas en con­tra de Lutero. Algunos discípulos de éste la aceptaron y la desenvolvieron, con especialidad los teólogos Bútzer y Capiton, quedando, sin embargo de esto, amigos y veneradores de Lutero.

También se puso por este tiempo en contradic­ción con Lutero, en cuanto a esa doctrina, el teólogo Ulrico Zuinglio, de Zurich, que había comenzado la Reforma en la Suiza al mismo tiempo que Lutero en Alemania.

Desde el año 1527 venia declarando en sus obras que Jesucristo, según San Juan, cap. 6, exige tan solamente que su carne se tome espiritualmente como verdadero alimento del alma; es decir, con la fe viva de que había entregado su cuerpo y sangre a la muerte para la vida del mundo; declarando, por lo tanto, inútil el comer materialmente su carne como los judíos lo habían entendido. Si a esa comida espiritual, añadía, se juntan las señales de recuerdo, esto es, el pan que representa su cuerpo destrozado, y el vino que recuerda el derramamiento de su sangre, entonces se tomaba sacramentalmente el cuerpo y sangre de Jesucristo, en lo cual consistía lo característico de la Santa Cena. Las palabras de la institución Tomad, comed, esto es mi cuerpo, según Zuinglio, significan: Esto simboliza o significa mi cuerpo.

Contra esa doctrina se levantó entonces Juan Bugenhagen, amigo y colega de Lutero, defendiendo la verdadera presencia del cuerpo espiritual de Cristo en la Santa Cena; al mismo tiempo que Zuinglio halló un compañero de su parecer en Oecolampadio de Basilea. Con este motivo Lutero mismo intervino en la disputa.

Para comprender estas disensiones, que trajeron tan tristes consecuencias para la Reforma, preciso es tener bien en cuenta lo dificilísimo de la materia. La Biblia nos dice bien poco para aclarar el misterio que está contenido en la Santa Cena. Desde luego se entiende que el sentido de la Biblia es que el cristiano celebra una verdadera y real comunión con Cristo glorificado, por medio de los elementos materiales. Mas sobre el modo en que se verifica esta unión, nos da escasas referencias. Lo cierto es que hay que evitar dos extremos: primero, el traer todo el misterio al terreno material y físico, tal como lo comprende la Iglesia Romana, la que con su dogma de la transubstanciación lleva a la idolatría y a un Dios material y carnal; el otro extremo sería quitar todo el valor a los elementos, o sea a la forma e institución exterior, interpretando la comunión con Cristo que en ella disfruta el cristiano de un modo tan vago, que allí no se vea más que lo que el cristiano puede y debe tener en todas partes y épocas a saber: la comunión con Cristo por la fe. Es evidente que con esta interpretación el sacramento pierde todo su valor y dignidad: y así lo comprendieron aquellos fanáticos y falsos profetas antes mencionados, que Lutero combatió al volver de Wartburg.

Los reformadores todos, fuerza es decirlo, reconociendo que ambos extremos eran erróneos, los combatieron y trataron de excluirlos en sus definiciones respectivas. Mas Lutero, impre­sionado fuertemente por los recientes combates con aquellos fanáticos, y presintiendo los graves peligros que aquel espiritualismo traería a la Iglesia, se esforzó en combatirlo, definiendo la presencia espiritual de Cristo en la Santa Cena de la manera más positiva que era posible. Al contrario, Carlostadio, Zuinglio y sus amigos temiendo que se retrocediera a la idolatría ro­mana, procuraron apartar de sus definiciones respectivas todo cuanto pudiera dar pie a una inteligencia material. Partiendo así unos y otros de un mismo fundamento, pero con puntos de vista divergentes, llegaron también a definiciones distintas. Esto no tiene nada de extraño si se considera lo misterioso, difícil e intrincado de la materia y la limitación del entendimiento humano. Ni tampoco tal diferencia de pareceres hubiera sido en si misma perjudicial, puesto que el recibir la bendición y gracia del sacramento no depende de la mucha o poca inteligencia del misterio, sino únicamente de la fe con que se toma. Mas por desgracia sucedió aquí lo que tantas veces hay que deplorar entre cristianos: la pasión se mezcló en la controversia, y agravó la disensión; se lanzaron folletos de ambas partes con encarnizamiento poco cristiano. Por fin se propuso celebrar una controversia, que pusiese fin a la diversidad de pareceres, esclareciendo perfectamente el asunto. El conde Felipe de Hesse, reconociendo la gran importancia de la acción unida y fraternal de todos los reformadores de la Sajonia y de la Suiza, convocó en 1529 a ambas partes en Marburg  para que viniesen a un acuerdo, después de discutirlo concienzudamente.

Felipe había dispuesto que primero disputasen Lutero y Oecolampadio, y después Zuinglio con Melanchton separadamente, porque temía que si los dos espíritus vehementes, Lutero y Zuinglio, luchaban frente a frente, frustrarían toda inteligencia. Después se tuvo la disputa pública por tres días enteros, asistiendo a ella el conde Felipe, el duque Ulrico de Wittemberg y sus con­sejeros, con muchos otros doctores y catedráticos. Todos los argumentos en pro y en contra, empleados ya en los folletos, se reprodujeron de nuevo. Resultado de esto: los reformadores redactaron catorce artículos, firmándose trece de éstos con completa conformidad de ambas partes sobre las demás doctrinas de la fe. Al artículo catorce, sobre la Santa Cena, añadieron: No habiendo llegado a un acuerdo sobre si el verdadero cuerpo y sangre de Jesucristo está contenido en el pan y vino; sin embargo, los unos deben mirar y tratar a los otros con amor cristiano, en cuanto la conciencia de cada uno lo permita; y ambas partes suplicar a Dios asiduamente que El mismo por su Espíritu Santo nos confirme en la recta inteligencia de tales palabras. Amén.

¡Ojalá que se hubiese puesto en práctica este convenio! Reinando el amor fraternal y sosteniendo con fuerzas comunes y unidas los trece artículos convenidos, o sea el resumen de la doctrina evangélica, ciertamente el decimocuarto no debía haber producido escisión. Pero, por desgracia, este convenio no fue sino una paz aparente. En la confesión de Augsburgo y otras, la doctrina de Lutero acerca de la Santa Cena se pronunció clara y explícitamente, mientras que los reformados en la confesión Helvética y otras, proclamaron la presencia solamente espiritual de Cristo, estando y permaneciendo su cuerpo en los cielos, de modo que la Santa Cena era sólo una conmemoración de su muerte. Más tarde la lucha se hizo más y más encarnizada, hasta declararse una ruptura entre luteranos y reformados, que ha  sido una gran rémora para los progresos de la Reforma en muchos países.

Por lo demás, no es difícil hallar excusas en pro de Lutero y demás reformadores. Altamente agitados todos en su interior por la lucha terrible que, siendo tan pocos, pero obedeciendo a la voz de su conciencia, sostenían ya por tantos años contra el mundo entero, no es de maravillar que en el ardor y encarnizamiento de la pelea se equivocaran en algún caso, tomando opiniones secundarias por dogmas principales. Mas una vez imbuidos en este concepto erróneo, les honra altamente la inquebrantable rectitud y rectitud y religiosidad con que defienden su convicción sin mirar en nada a las conveniencias políticas. Era evidente, desde luego, que nada podía perjudicar tanto a la obra de la Reforma como esta discordia entre sus iniciadores, enfrente del formidable y uniforme poder del papado. La conveniencia política aconsejaba disimular la divergencia a toda costa; mas la conciencia no les permitió ocultarla.

Meditando luego sobre las razones por las que permitió Dios que estallase esta lucha entre hermanos en la fe igualmente defensores de la verdad evangélica, una al menos hallamos muy evidente y palpable. Dios quería demostrar a todo el mundo que la causa era suya y no de los hombres, para que él solo fuese glorificado. A ser obra de hombres, tamaño error, como era esa lucha incomprensible entre luteranos y reformados, debía darle el golpe de gracia y arrui­narla completamente. Mas la causa de Dios está por encima aun de las faltas de sus mismos de­fensores. Así es que aquellos errores hacen resaltar la omnipotencia de Dios. Y otra segunda enseñanza no menos importante se desprende, a saber: que estos sucesos de tan triste recuerdo nos hacen entender y atender al único medio que liga la libertad con la unidad evangélica, cual es, como lo explica San Pablo: Sed asiduos en conservar la unidad de espíritu por el vinculo de amor.

Felizmente, el mismo país donde estalló la guerra, a saber, la Alemania, ha sido el primero en restablecer la paz: en el año 1817, con motivo de la celebración del tercer centenario de la Reforma, el piadoso rey de Prusia, Federico Guillermo III,  emprendió la tarea de reanudar de nuevo el lazo del amor y comunión cristiana entre ambas iglesias, uniéndolas en una Iglesia evangélica y su empresa ya ha traído consigo por la gracia de Dios gran bendición.

Por lo demás, Lutero mismo, a pesar de insis­tir sin vacilar en sus opiniones, siempre permaneció muy modesto en cuanto a sí mismo; lejos de querer establecer él una nueva Iglesia y darle su nombre, escribió un día: No debes llamarte luterano: ¿qué es Lutero?, ni es la doctrina mía; ruego que se calle mi nombre, y no se llamen luteranos, sino cristianos. Extirpemos los apelativos de partido; llamémonos cristianos, pues que profesamos la doctrina de Cristo. Ni soy ni quiero ser maestro de nadie. Hasta aquí hemos visto a Lutero ocupado mayormente en las luchas de afuera. No por esto dejó de dirigir siempre su atención hacia adentro. No quería sólo derribar, sino más bien edi­ficar; y así nunca dejó de trabajar para la conso­lidación interior de la Reforma. Sin desfallecer se ocupó en este tiempo, como ya hemos dicho, en la traducción de la Biblia. Escribió además varios tratados, a fin de instruir al pueblo sobre los errores del papado y sobre la pura doctrina evangélica. En el 1527 dio al pueblo alemán el primer himnario, titulándolo Primera colección de canciones espirituales y salmos. La mayor parte de estos himnos son aún hoy día muy conocidos y amados en Alemania; muchos de ellos han sido traducidos a otras lenguas.

También tenía un vivo interés por establecer escuelas cristianas de todas clases, convencido de que el Evangelio no podía hacer mucho progreso en la nación, a no ser instruida sencilla y rectamente en él la juventud; pero en esto tuvo muchas y muy grandes dificultades con que luchar: Se quejaba amargamente de que, habiendo emprendido los príncipes y ayuntamientos de tan buena voluntad la secularización o desamortización de los bienes eclesiásticos, nada se aplicase para las escuelas. En su discurso A los alcaldes y consejeros de todas las ciudades de Alemania para que estableciesen y sostuviesen escuelas cristianas,, dice, entre otras cosas: Gastándose cada año tanto dinero en puentes, carreteras, ca­minos, diques, etc., ¿por qué no se gasta en favor de la juventud pobre y necesitada lo que sea necesario para darle buenos profesores? Es cuestión de mucha importancia para Cristo y todo el mundo, el prestar consejo e instrucción a los jóvenes, puesto que con ello todos reciben socorro..

Sobre todo esto Lutero pensó en establecer un nuevo orden de cosas eclesiásticas. El 5 de mayo de 1525 el príncipe elector Federico el Sabio falleció, sucediéndole su hermano Juan, llamado el Constante, el cual tomó parte activa en la Reforma, mientras que Federico sólo había dejado obrar a Lutero y a sus amigos. Ya en ese mismo año de 1525 mandó este príncipe que todos los predicadores introdujesen en el culto la llamada misa alemana, redactada por Lutero. Es verdad que Lutero conservaba en ella mucho de la anterior; pero abrogaba enteramente el sacrificio de la misma, y el uso de la lengua latina; y acentuaba como lo más importante la predicación del Evangelio. Además, ordenó que se predicase exclusivamente la pura Palabra de Dios, para lo cual se dio a luz un sermonario redactado por Lutero, que sirviese de guía a los menos instruidos. Después de esto pidió el elector a Lutero y Melanchton su parecer acerca de la constitución de la Iglesia e institución del cul­to y colocación de los predicadores. Hizo publi­car estos principios fundamentales por delegados, legos y eclesiásticos: en 1527 removió los malos predicadores y los sustituyó por otros mejores. Esto se verificó con motivo de una visita eclesiástica hecha del 1527 al 1529, que por primera vez estableció orden y uniformidad en las congregaciones de Sajonia. Después se proclamó la nueva constitución eclesiástica se­gún la cual la Iglesia no se considera como un cuerpo enteramente separado del Estado, gobernado por una jerarquía que tiene por jefe supremo al Papa, sino más bien como un conjunto de congregaciones creyentes que tienen la misma confesión, y son protegidas y no inspeccionadas, en cuanto a lo exterior, por el Gobierno del Estado, de tal manera, que éste ejerce sus derechos sobre la Iglesia por medio de las personas nombradas por ella misma, que son los superintendentes, y después los consistorios. Pero la época en que se estableció esta nueva constitución de la Iglesia era tan agitada, que no se explicaron ni determinaron claramente algunos de sus principios, especialmente sus relaciones con el Supremo Gobierno del Estado; así resultó cierta confusión del régimen eclesiástico con el político del país, que muchas veces ha perjudicado a la libertad e independencia de la Iglesia.

Con estas nuevas instituciones se llevó a cabo el establecimiento de la Reforma en la Sajonia, Hesse, Anhalt, Luneburgo y muchas ciudades libres; la Prusia, Dinamarca, Suecia, Noruega, casi todo el norte de Alemania y de Europa.

Esta nueva constitución y el establecimiento de las escuelas, movió a Lutero, en el año 1528, a escribir su catecismo grande, y en 1525, su catecismo pequeño. No se puede calcular las bendiciones que han traído Consigo estas obras inmortales: estos catecismos existen hoy día, traducidos en treinta y tantos idiomas. El elector Federico II quiso que se le enterrase con el catecismo en la mano.

En el preámbulo, Lutero nos da un magnífico modelo del método sencillo de instrucción que quiere sea empleado. Dice: Todas las preguntas deben referirse en último término a dos puntos:

fe y caridad. La parte de fe se subdivide en otras dos: en la primera se desarrolla aquel artículo, que todos estamos corrompidos y condenados por el pecado de Adán; en la segunda, que somos librados por Cristo Jesús de todo pecado y de la condenación eterna.  Igualmente, la parte de la caridad se subdivide en dos, a saber: la primera expone el mandato «de que debemos servir y hacer bien a cualquiera corno Jesús nos lo hizo a nosotros; la segunda, Ûque tenemos que sufrir y padecer cualesquiera males de buena voluntad.

Empezando ahora -dice a comprender esto el niño, se le acostumbra a aprender en las predicaciones textos de la Escritura, y juntarlos con estos artículos como se juntan cuartos, reales y escudos en los bolsillos y portamonedas. La bolsa de la fe es un portamonedas de oro, y en él entran: primero, el texto de Romanos 5, 12, y Salmo 51, que son dos onzas preciosas; y segundo el texto Romanos 4, 25, y Evangelio de San Juan 1, 36, que son dos doblones. Nadie por sabio que sea, debe despreciar este método infantil. Cristo, queriendo salvar a los hombres, hubo de hacerse hombre; para educar a niños, debemos hacernos nosotros niños como ellos. ¿No es esto un espejo excelente para tantos orgullosos profesores y pedantes de hoy en día, que piensan que cuanto más abstracta y pesada presentan su doctrina, tanto más mérito tiene?

Aparte de todas estas luchas y trabajos de Reforma, no descuidó Lutero en lo más mínimo su cargo de predicador y párroco, manifestándose buen pastor del rebaño confiado a su dirección, no solamente predicando el más puro Evangelio, sino también practicándolo. A menudo predicaba más de una vez al día, visitaba los enfermos, instruía a los catecúmenos y cuidaba  de los pobres y afligidos de la congregación. Especialmente, en 1527, dio una prueba insigne de su fidelidad de pastor.

En dicho año sobre las muchas tribulaciones y enfermedades que personalmente tenía que sufrir, se declaró la peste en Wittemberg, y la Universidad, por mandato del elector, se trasladó a Jena. También a Lutero amonestó aquel príncipe que se retirase a Jena juntamente con su familia; pero él y Bugenhagen con los diáconos quedaron solos en Wittemberg; mas no solos escribía a un amigo; -Cristo y vuestras oraciones nos acompañan, y están también con nosotros los santos ángeles invisibles. Si Dios quiere que nos quedemos aquí en esta plaga y nos muramos, nuestro cuidado de nada servirá; por tanto, que cada cual disponga así su corazón:  Señor, en tus manos estoy, tú me has atado aquí, hágase siempre tu voluntad.

 Lutero entraba en las habitaciones de la peste y de la muerte; consolaba a los enfermos y moribundos con el Evangelio, y los fortalecía con el santo sacramento del cuerpo y sangre de Cristo. En Noviembre tuvo su propia casa llena de enfermos; escribía a un colega suyo: Soy como el apóstol, como muriendo, mas he aquí, vivo.

 

 
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