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  15. Hildebrando

Historia Eclesiástica es el estudio de la historia de la Iglesia Cristiana desde el final del Nuevo Testamento hasta el principio del movimiento evangélico.  Se pone énfasis en el sacrificio de los mártires, las controversias doctrinales, el desarrollo del catolicismo, los precursores de la reforma, Martín Lutero y la Reforma Protestante.

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años 1054-1305

Hildebrando. — Amoldo de Breseia. — Las cruzadas. — Valdensea y albigenses: Su origen. Pedro de Bruys. Enrique de Lausana. Pedro Valdo. Extensión del movimiento valdense. Vida religiosa de los valdenses. Antigua literatura valdense. — La cruzada contra los albigenses.

Hildebrando.

Entramos ahora en el período comprendido entre los años 1054 y 1305, o sea desde el pontificado de Gregorio VII hasta el traslado de la corte papal de Roma a Aviñón (Francia), donde permaneció unos setenta años.

Este período se caracteriza por el gran aumento de las órdenes monásticas, tanto de hombres como de mujeres, las que llenaban las naciones de Europa, contribuyendo a empobrecerlas y a fomentar la ignorancia, sin que esto quiera decir que no hubo entre los frailes hombres de verdadero talento y de sincera piedad, que formaban un marcado contraste con la gran mayoría compuesta de personas groseras, inmorales y entregadas a la holgazanería.

También floreció el escolasticismo, representado por mu­chos pensadores de fama, tales como Anselmo, Abelardo, Pedro Lombard, Buenaventura, Escoto, Tomás de Aquino y muchos otros, quienes a pesar de su ciega e incondicional sumisión al triste estado de cosas reinantes, contribuyeron a mantener el amor al estudio, procurando demostrar con la razón lo que habían aceptado por la fe.

El papado continúa absorbiendo todo, y haciéndose cada vez más fuerte y temible. Sostenido por los monarcas que le prestan su incondicional apoyo, aspira a dominarlo todo, no permitiendo ninguna acción importante ni en el mundo eclesiástico ni en el político que no llevase su sello de aprobación.

Entre los papas, el que más se distinguió fue el famoso Hildebrando, reconocido entre los romanistas como una de las mayores glorias del pontificado, sin que por esto otros dejen de calificarlo de arrogante, despótico, y ajeno de todo espíritu cristiano. La Iglesia de Roma fue gobernada por él, mucho antes de ser elevado al trono papal. Con su ingenio, astucia e influencia, colocaba en el pontificado a la persona que era de su agrado, y tenía tal ascendiente que nada se hacía en Roma sin que Hildebrando fuese primeramente consultado.

El espíritu de supremacía era su norma. La sumisión ab­soluta a la autoridad constituía el todo de su sistema. Nadie podía hablar sin el consentimiento de Roma, y aun los más fuertes monarcas de la tierra tenían que someterse a las determinaciones de la llamada iglesia.

Al ser elegido papa, tomó el nombre de Gregorio VII, y consagró toda la fuerza de su autoridad a hacer efectivo el celibato. Había aún en su tiempo muchos sacerdotes casados, y fue contra éstos que dirigió sus anatemas, ordenando que todos abandonasen a sus esposas. Muchos hogares fueron desolados y muchos corazones quebrantados, pero el despótico pontífice no supo lo que era misericordia, y el celibato clerical quedó definitivamente establecido, en contra de las leyes de Dios, los preceptos apostólicos, y los más nobles sentimientos de la naturaleza.

Las pretensiones de Gregorio se ven en estas palabras di­rigidas a Guillermo I de Inglaterra:

"Como los dos luminares puestos por el Creador en el firmamento de los cielos para dar luz a sus criaturas, así también ha establecido dos grandes poderes sobre la tierra por los cuales todos tienen que ser gobernados y librados de error. Estos dos poderes son el pontificio y el real; pero el primero es el mayor y el último el menor".

Estas pretensiones a tan elevada supremacía encontraron alguna resistencia. Los hijos de la libertad jamás cedieron por completo el terreno a los déspotas, ni aun en los días más sombríos de la historia. Ya en secreto o ya en público, se oían las voces de protesta contra aquel que reclamaba para sí un honor que sólo puede ser dado al Creador y jamás a la criatura. Pero estas voces eran acalladas antes de que pudiesen causar trastorno al orgullo pontifical.

La humillación del rey germano Enrique IV, demuestra a qué punto había llegado el poder de los papas. Este monarca se sintió ofendido por las atribuciones que se tomaba el papa y le dirigió una nota en la que desconocía su poder y lo lla­maba un falso monje. En respuesta Gregorio VII reunió un concilio (febrero 1076) y excomulgó al rey y a todos los que le sostenían, librando del juramento de fidelidad a todos sus súbditos, y declarando vacante el trono. La influencia del pontificado era tal que su decisión bastaba para que un monarca poderoso no pudiese sostenerse en el trono si sobre él pesaba la excomunión. Un hombre de carácter hubiera preferido per­derlo todo antes que humillarse; pero Enrique IV no poseía aquellas cualidades varoniles que hacen fuerte al hombre ante la soberbia de los tiranos. Al verse abandonado y viendo que la estabilidad de su reino dependía de su reconciliación con el papa, resolvió humillarse pidiendo perdón. No temía los efectos religiosos del anatema, sino el ver a sus súbditos tomar las armas en su contra. Atravesó los Alpes en pleno invierno para ir a implorar clemencia papal. Gregorio VII se hallaba enton­ces en el castillo de Canosa, con la viuda Matilde, condesa de Toscana; y el rey tuvo que dirigirse a ese punto. El papa, al principio, se negó a recibirlo, pero el rey humillado, vestido de saco, descalzo y con la cabeza descubierta, permaneció tres días frente a las ventanas del castillo, muerto de hambre y duro de frío, hasta que al cuarto día el orgulloso prelado le permitió entrar. El rey cayó humillado a los pies del papa pidiendo perdón, el cual se lo concedió bajo duras condiciones y promesas de fidelidad incondicional.

Después que Enrique IV se halló de nuevo en su país vino la reacción, y Gregorio VII tuvo más tarde que recoger el fruto de lo que había sembrado. Al retirarse el rey del castillo de Canosa no estaba tan humillado como parecía. Su corazón guardaba rencores secretos y esperaba que llegase el día oportuno para la venganza. Cuando el papa vio que el partido del rey se hacía cada vez más poderoso y que su influencia iba declinando, excomulgó de nuevo a Enrique IV y en su reemplazo nombró al duque Rodolfo de Suabia. Pronto el país se vio envuelto en una sangrienta guerra civil; y tanto los eclesiásticos como los civiles tomaban parte en la furiosa contienda. Los obispos adictos al rey se reunieron en Brixen y excomulgando al papa, eligieron en su lugar al que figura en la historia con la denominación de antipapa Clemente II. En una batalla librada en Merseburg, en octubre de 1080, el rey triunfó sobre el ejército enemigo y de allí se dirigió a Roma, atacando varias veces la ciudad. Gregorio, desde adentro, lanzaba sus excomuniones y maldiciones contra el ejército invasor, el cual finalmente logró apoderarse de la ciudad, en la Pascua del año 1084, y Enrique después de su entrada triunfal fue coronado Emperador. El papa se refugió en el castillo de San Angelo y luego en Salerno, donde murió empedernido, declarando que no quería perdonar al emperador ni al papa Clemen­te II. Se creía un mártir, y lleno de orgullo exclamaba: "Amé la justicia y aborrecí la iniquidad; por eso muero desterrado".

Amoldo de Brescia.

Amoldo de Brescia es uno de los más ilustres entre todos los que en este período tuvieron la valentía de oponerse a las blasfemas pretensiones del papado. Su obra fue más bien política que religiosa, pero no cabe duda que el fervor de su elocuencia procedía de sus profundas convicciones cristianas y su gran amor al verdadero evangelio. En su juventud viajó por Francia y fue discípulo del célebre Abelardo, de quien aprendió a pensar libremente y a ser varonil ante los adversa­rios de sus ideas. Al volver a Italia, se puso a predicar en las calles de Brescia con tal ardor y elocuencia que atraía a las multitudes. Su hábito de fraile no le impedía pronunciarse abiertamente enemigo de las costumbres de los claustros y abogar por la vida natural, pura, y libre de las imposiciones de la moda y de la lujuria. Insistía en que el reino de Cristo no es de este mundo, atacando no sólo el poder temporal de los papas, sino la posesión de riquezas por parte del clero y órdenes monásticas. Combatía la doctrina de la transubstanciación y el bautismo de los párvulos. Estas verdades eran presentadas al pueblo que lo escuchaba atónito, y las propagaba no con mero espíritu de oposición, sino como formando parte de un sis­tema de reformas que era menester introducir para salvar al cristianismo, que se ahogaba bajo el peso de la tiranía del poder temporal y de los errores doctrinales. Pedía que el clero renunciase a las riquezas, y viviendo templadamente, se con­sagrara a una misión puramente espiritual, y que fuese sostenido no por el estado, sino por las contribuciones del pueblo ere yente. Sus conciudadanos lo escuchaban con admiración y respeto, y lo veneraban como el apóstol de la libertad nacional y religiosa, que les había sido usurpada por los pretendidos representantes de Cristo El clero se alarmó ante las conmociones que se producían; y en el Concilio general de Letrán, reunido en el año 1139, Amoldo de Brescia fue condenado a guardar perpetuo silencio. El papa Inocencio II condenó sus doctrinas, y las autoridades de Brescia se disponían a proceder contra el valiente reformador; pero éste logró escaparse atravesando los Alpes, y momentáneamente halló un asilo seguro en el cantón de Zurich. Allí reanudó sus tareas, pero la persecución le obligó a huir. Después de visitar varios países, llegó a Roma para hacer oír su protesta en el centro mismo del poder que atacaba. Protegido por el pueblo y por algunos nobles, pudo hacer resonar su palabra elocuente, durante diez años, en la ciudad de las siete colinas, exhortando a los romanos a defender sus derechos, restaurando el poder civil y quitando al papa el dominio temporal. Sus ideas fueron ganando cada vez un poco más de terreno, hasta que la ciudad se halló en completa revolución. El pontífice no podía ya sofocar las aspiraciones populares. Los jefes del movimiento democrático reclamaban que se devolviese al pueblo sus derechos civiles, y viendo el papa que el pueblo estaba resuelto a tomar medidas enérgicas, huyó de Roma y se refugió en una fortaleza vecina. Cuando Arnoldo supo que el papa había huido, entró en la ciudad y con sus discursos mantenía e intensificaba el fuego que ardía en el pecho de aquel pueblo, que pedía libertad. Pintaba con colores vivos los sufrimientos de las víctimas de la tiranía clerical y los conjuraba a que como hombres y como romanos resolviesen no permitir jamás que el pontífice volviese a traspasar los muros de la ciudad. El pueblo, encabezado por los nobles, atacó violentamente a los cardenales y al clero que aún permanecían en Roma. Incendiaron los palacios e hicieron a los habitantes jurar fidelidad al nuevo sistema de gobierno.

El pontífice, mientras tanto, había organizado un ejército y poniéndose al frente de él, logró dominar la insurrección y sentarse de nuevo en el trono. Pero los amigos de Arnoldo, que eran numerosos, continuaban ocasionando serios trastornos al papado, pero cuando Adriano IV fue elegido papa, el único inglés que ocupó el trono pontificio, hizo a Arnoldo una nueva forma de guerra. Ni bien ocurrió el primer tumulto, el papa suspendió los sacramentos e hizo cesar todos los servi­cios religiosos de la ciudad, mandando cerrar las iglesias. Esta medida produjo todos los efectos que esperaba Adriano IV, haciendo variar por completo la mente popular, a tal punto que los principales dirigentes del movimiento tuvieron que huir de Roma. Pero el papa no se contentaba con la paz y quería a todo trance ver castigados a los rebeldes; y a fin de conseguirlo, instigó a Federico Barbarossa para que hiciese salir de su refugio a Arnoldo. El cardenal Gerardo, en el año 1155, con­siguió prender a Arnoldo y éste pronto fue estrangulado y que­mado en Roma, en presencia de una multitud indiferente que veía, sin conmoverse, morir al demagogo incansable que había sembrado a manos llenas la simiente de la libertad y de la justicia, y a quien antes habían escuchado con marcadas pruebas de veneración y entusiasmo. Sus cenizas fueron arrojadas al Tíber.

Es imposible no admirar el genio, la perseverancia y la energía de Arnoldo. Se necesitaba ser un hombre de gran corazón y de mente iluminada para hacer lo que él hizo y predicar lo que él predicó en aquellos días de tanta oscuridad, y rodeado de tantos peligros.

Los discípulos de Amoldo supieron recoger la herencia que les legara; y separados de Roma por completo, y conocidos bajo la denominación de arnoldistas, pudieron continuar la obra durante mucho tiempo, manteniendo ardiente y viva la protesta contra los errores y abominaciones del papado.

Las cruzadas.

La Edad Media registra un hecho único en la historia universal, grande y extraordinario, que ocupó el pensamiento europeo durante siglos; las Cruzadas a la Tierra Santa, que empezaron en el año 1096, y se prolongaron hasta el año 1270. Consistían en expediciones guerreras, destinadas a arrancar al dominio musulmán los lugares históricos que fueron escenario de la vida y obra de Jesucristo. En éstas tomaron parte casi todas las naciones de Europa y se componían de personas de todas las categorías sociales, que por primera vez se unían en una empresa común, arrojándose ciegamente al peligro bajo el impulso de un mismo anhelo. Este hecho, aun cuando tiene algo de admirable y noble, puede considerarse como la mayor locura cometida por el género humano.

Las Cruzadas fueron ocho, pero de éstas, solamente las tres primeras responden directamente al objeto con que se ini­ciaron, pues la cuarta se convirtió ya en una obra política; y las restantes no revisten ni la importancia ni el carácter de las primeras.

Ya desde siglos anteriores los cristianos acostumbraban ir a Palestina para visitar los lugares que evocan tan sagrados recuerdos, pero al caer estos parajes en poder de los discípulos de Mahoma, estas peregrinaciones se hicieron sumamente dificultosas y ofrecían no pocos peligros. De ahí surgió la idea de abatir el poder musulmán en aquellas tierras.

También influyó poderosamente el peligro que ofrecía la presencia de tan atrevidos conquistadores en territorios tan cercanos a Europa. Este continente se hallaba constantemente expuesto a una invasión, de modo que para hacerla menos posible, convenía hacer retroceder a los musulmanes arrojándolos de Palestina y de toda el Asia Menor. Se dan también como causas secundarias el deseo de los papas de aumentar su influencia por medio de la unión de la Iglesia griega a la latina; el interés mezquino del clero que se apoderaba de los bienes que ofrecían los cruzados que marchaban sin esperanza de volver; la conveniencia que tenían los monarcas en alejar a los turbu­lentos, apoderándose de sus bienes, cuando morían en las cruzadas; el espíritu aventurero de muchos señores, que deliraban por hacerse notables en estas guerras llamadas santas, y con­quistar para ellos nuevos estados en el Oriente; y la miseria espantosa en que se encontraba el pueblo europeo el cual anhelaba entrar en alguna empresa que le diese la esperanza de cambiar de situación.

Muchos indudablemente estaban animados por un espíritu de devoción y creían erróneamente que con esa empresa estaban sirviendo a Dios, ignorando que el reino de Cristo no es de este mundo; y que la conquista de territorios hechos objeto de idolatría, no tiene nada que ver con la naturaleza del cristianismo. El papa ofrecía indulgencias plenarias a los que luchasen contra los infieles, y los adictos al papismo creían tener en esto un medio eficaz de hallar la remisión de sus pecados.

El levantamiento de la primera cruzada fue la obra de un monje llamado Pedro el Ermitaño. Era natural de Amiens. En su juventud fue soldado. Se hizo monje después de enviudar. Al tropezar con grandes dificultades en una peregrinación que hizo a Palestina, y al ver la profanación que hacían los musulmanes de los lugares donde había vivido y muerto el Salvador, regresó a Europa indignado y resuelto a no descansar hasta que aquellas tierras fuesen conquistadas por naciones que profesa­ban el cristianismo. M. Michaud, en su Historia de las Cruzadas, dice así: "El ermitaño Pedro cruzó Italia, pasó los Alpes, re­corrió Francia y la mayor parte de Europa abrasando todos los corazones con el celo que le devoraba. Viajaba montado en una muía, con el crucifijo en la mano, los pies descalzos, la cabeza descubierta, llevando el cuerpo ceñido con una soga y cubierto con un ropón de la tela más basta. El pueblo admiraba la singular pobreza de su traje, pero la austeridad de sus costumbres, su caridad y la moral que predicaba hacían que se le reverenciase como a un santo. El ermitaño iba de ciudad en ciudad, y de provincia en provincia pidiendo a los unos valor y a los otros compasión, y ora subía a los pulpitos de los templos, ora predicaba en las calles y en las plazas públicas, y su elocuencia vivaz, apasionada y matizada de apostrofes vehementes, arrebataba a las muchedumbres".

Mientras el ermitaño andaba en estas giras, Alejo Comneno, al verse estrechado por los musulmanes que amenazaban al Occidente, pidió ayuda al papa para contrarrestar el peligroso avance. Había llegado el momento de traducir en hechos la prédica fogosa de Pedro el Ermitaño. Urbano II reúne en­tonces un concilio en Clermont (Francia), y excita con su elocuencia a la inmensa multitud allí reunida, ofreciendo indul­gencias plenarias a todos los que quisiesen tomar las armas para la conquista de la Tierra Santa. El fuego del entusiasmo y la locura partidista que se suele apoderar de las masas, se manifestó allí como en muy pocas partes; y todos, al grito de "Dios lo quiere", se disponen a formar parte de la atrevida expedición.

Una vez resueltos a realizar la cruzada empezaron los preparativos, pero el pueblo, impaciente, no quiso esperar a que todo estuviese listo, según los cálculos de los entendidos en cuestiones militares. Sin orden, sin disciplina, mal armados, bajo el ciego impulso del fanatismo, y encabezados por Pedro el Ermitaño, y un noble sin bienes de fortuna, llamado Gualterio, sin hacienda, más de cien mil personas, entre obreros, sacerdotes, jóvenes y ancianos, mujeres y niños, y algunos militares, se pusieron en marcha. Al pasar por Alemania, los devotos les prestaron ayuda, pero al llegar a Hungría y Bulgaria, empezaron a verse en serios apuros por absoluta falta de recursos. No les quedaba más remedio que saquear las poblaciones para no morir de hambre por el camino. Así vino a ser, que aquella multitud de pretendidos defensores del cristianismo, iba por todas partes destruyendo, sembrando el pánico, y causando a todos los pacíficos pobladores grandes amarguras. Las pobla­ciones empezaron a armarse y a defenderse en contra de esos visitantes tan importunos y millares fueron pasados a degüello.

¡El número iba reduciéndose a medida que avanzaban, y los que pudieron escapar de la muerte llegaron a Constantinopla en el más deplorable y lastimoso estado. El emperador, para librar a sus estados de esa plaga, los hizo transportar al Asia Menor, para que siguiesen a Palestina, pero pronto cayeron en poder de las tropas del sultán de Nicea, y casi todos fueron bárbaramente degollados. Pedro el Ermitaño logró escaparse y regresar a Constantinopla desalentado, aunque no del todo, ante el fracaso de su temeraria empresa.

Pero mientras esto ocurría, los caballeros habían seguido lenta pero pacientemente sus preparativos, y bien armados y bien provistos formaron tres poderosos ejércitos que se organizaron, uno en Francia, al mando de Godofredo, el cual se dirigió por el valle del Danubio; otro que se encaminó por Italia con rumbo a Constantinopla, y el tercero guiado por el conde de Tolosa, marchó por Lombardía. Era el año 1095. Estos tres ejércitos se componían de un millón de personas, incluyendo las mujeres y niños que se habían unido, y todos se reunieron en Constantinopla, ciudad que había sido designada base de las operaciones.

Era una invasión colosal. Parecía que la Europa entera iba a caer sobre Oriente. El emperador que los había llamado en su auxilio, se hallaba molesto, y para deshacerse de ellos les facilitó todos los medios de transporte de que disponía. La guerra empezó con el sitio de Nicea. Poco tiempo después los cruzados obtuvieron una gran victoria en Dorileo, donde se apoderaron de un gran botín. Sufriendo penalidades indecibles, atravesaron la Cilicia y llegaron hasta la rica y populosa Antioquia, la perla del Oriente, la cual después de nueve meses de sitio, cayó en poder de los cruzados. Pero no tardaron los musulmanes en sitiar a Antioquia y cuando la ciudad estaba a punto de rendirse, un sacerdote encontró una lanza, y diciendo que era "la santa lanza", reanimó los corazones abatidos de los sitiados, quienes atacaron vigorosamente a los musulmanes arrollándolos a pesar de la inferioridad numérica de sus fuerzas. Edesa estuvo pronto en poder de los cruzados. El resto del ejército se dirigió triunfante a Jerusalén. Al llegar cerca de la ciudad se arrodillaron y besaron la tierra dando gracias a Dios por las victorias obtenidas. Jerusalén estaba bien defendida, pero el valor y tenacidad de los cruzados venció todos los obstáculos, y después de un sitio que duró cinco semanas, los sitiados tuvieron que resignarse a la derrota, y Jerusalén fue tomada el 15 de julio de 1099. "La carnicería de habitantes judíos y mahometanos fue tal —dice un historiador— que en el Templo de Salomón la sangre llegaba hasta las rodillas y bridas de los caballos". Otro historiador, el inglés Jones, se expresa así: "Nada valieron sus armas al valiente ni la sumisión a los tímidos; no se tuvo en cuenta ni edad ni sexo; los niños perecieron por la misma espada que traspasaba a la madre suplicante. Las calles de Jerusalén estaban cubiertas de montones de cadáveres, y los lamentos de agonía y desesperación se oían en todas las casas al mismo tiempo que los triunfantes guerreros, cansados de matar, dejaban las armas todavía ensangrentadas y se adelantaban descalzos y de rodillas, al sepulcro del Príncipe de la Paz".

Una vez conquistada toda Palestina se organizó un reino con Jerusalén por capital. Godofredo fue hecho rey, pero no quiso usar corona de oro allí donde el Salvador había sido coronado de espinas. Pedro el Ermitaño asistió a la solemne asamblea, y la multitud se echó a sus pies reconociéndolo como al libertador. Desde entonces desaparece del escenario de este mundo: el deseo de su corazón ya estaba realizado.

Godofredo murió un año después de la conquista y le sucedieron Balduino I y II, quienes pudieron proseguir con éxito las conquistas de los cruzados, logrando apoderarse de San Juan de Arce, de Tiro, de Sidón, y otros puntos importan­tes. Pero en los reinados de Foulques y Balduino III empezó la decadencia del reino de Jerusalén. Atacados por los musulmanes y tomada por éstos la ciudad de Edesa, los defensores de Jerusalén se vieron en la necesidad de pedir auxilio a los poderes europeos, dando esto lugar a la segunda cruzada, cincuenta años después de la primera.

Bernardo, un monje del Cister, fue el encargado de predicar esta nueva cruzada. Era un hombre que, por su fama de santidad, su saber y su elocuencia, podía despertar el fervor y entusiasmo de las multitudes. Recorrió Francia y Alemania, obteniendo un éxito asombroso, y consiguió que los mismos monarcas pusiesen sus espadas al servicio de la causa. Luis VII, rey de Francia, fue el primero en decidirse. Se dice que este monarca en una guerra había hecho incendiar el pueblo de Vitry y mil trescientas personas perecieron abrasadas en el templo. Tenía por este hecho profundos remordimientos de conciencia, y creyendo que podía expiar este delito involuntario, obedeciendo al llamado de San Bernardo, se dispuso a ir en socorro de Jerusalén. El rey alemán, Conrado III, conmovido profundamente por Bernardo, también se puso al frente de la cruzada.

Conrado fue el primero en partir, sin esperar a unir sus fuerzas a las del rey de Francia. Después de vencer los obstáculos que le oponía el emperador de Oriente, consiguió llegar al Asia Menor, pero fue sorprendido y completamente derrotado en los desfiladeros de Licaonia. Ante esta derrota tuvo que huir y refugiarse en Constantinopla.

Por su parte, el rey de Francia, queriendo evitar los desastres que tuvo Conrado, se dirigió por la costa del Asia Menor, pero también fue derrotado en Panfilia. Desembarcó en Antioquia con su ejército diezmado, se unió luego con Conrado, y después de sitiar sin resultado a Damasco, regresaron los dos a Europa, sin haber ganado ni una sola batalla importante y viendo deshechos sus ejércitos que subían a 400.000 hombres.

Bernardo, que en nombre de Dios les había prometido la victoria, se vio completamente desacreditado ante Europa, que le había escuchado entusiasmada, y para justificarse acusaba a los combatientes de no haber sido dignos de aquella empresa.

En 1187 Jerusalén cayó en poder de los mahometanos, quienes se apoderaron de las principales plazas de la Tierra Santa, venciendo completamente a los cristianos en la feroz batalla de Tiberíade. Esta derrota causó verdadera consternación en Europa y Guillermo, arzobispo de Tiro, que había presenciado estos hechos, vino a predicar, por orden del papa, la guerra santa, con el fin de redimir de nuevo a Jerusalén. Esto dio lugar a que se organizase la tercera cruzada, al servicio de la cual se pusieron los monarcas más poderosos de Europa: Felipe Augusto II, de Francia; Ricardo Corazón de León, de Inglaterra y Federico Barbarroja, de Alemania. El papa estableció una contribución destinada a sufragar los gastos de la expedición.

Federico Barbarroja al frente de 100.000 hombres, fue el primero en partir. Su marcha era triunfal a pesar de todas las dificultades del penoso trayecto. Venció al sultán de Iconio, pero poco tiempo después, se ahogó al atravesar a nado un río de Cilicia, y esto desalentó a su ejército. No obstante pudieron llegar a Jerusalén, conducidos por el hijo de Barbarroja, que tomó el comando de la expedición, y pudieron reunirse a los otros cruzados.

Los reyes de Inglaterra y Francia, cesando momentánea­mente sus querellas, se embarcaron, el primero en Marsella y el segundo en Genova, y se reunieron en Mesina con la idea de proseguir juntos. Pero por causas pueriles se enemistaron y siguieron separadamente. Llegados a San Juan de Acre se apoderaron de la plaza, distinguiéndose en el asalto el rey de Inglaterra. Corazón de León. Felipe Augusto II regresó a Francia, y Corazón de León quedó solo para proseguir la campaña. Venció en Arsur, pero viendo que la toma de Jerusalén reque­ría más fuerzas que las que él disponía, hizo un pacto con los musulmanes en el que éstos se comprometían a no molestar a los peregrinos que fuesen a la Palestina.

A principios del siglo decimotercio, año 1202, se iniciaron nuevos trabajos en favor de una cuarta cruzada. El iniciador fue el papa Inocencio III, y el predicador Fulques de Neuilly. El pueblo no respondió con el mismo entusiasmo de otras ocasiones, y los monarcas tampoco se pusieron al frente del movimiento. Balduino, conde de Flandes; Bonifacio, marqués de Monferrato y Dándalo de Venecia, fueron los que respondieron al llamamiento, pero no animados por el fervor religioso, sino por ambiciones de gloria y predominio. Desde el primer momento esta cruzada degeneró en una empresa aventurera. La desunión entre los dirigentes del movimiento se notó desde el primer momento, y se acentuó al llegar a Constantinopía. Tuvieron que regresar sin llegar a Palestina ni librar una sola batalla con los musulmanes.

Diez años más tarde tuvo lugar el extraño episodio, puesto en duda por algunos historiadores, que se llama la cruzada de los niños. Un muchacho llamado Esteban se levantó anunciando que Dios le ordenaba organizar un ejército de niños para pelear con los musulmanes. Unos treinta mil respondieron a su llamado. Creían que milagrosamente desaparecerían todos los obstáculos y esperaban que el mar se abriera ante su paso, como cuando los israelitas se hallaron frente al Mar Rojo. Algunos mercaderes malvados se ofrecieron para llevarlos gratis, "por amor de Dios", pero una vez embarcados, en lugar de llevarlos a Palestina los llevaron a Alejandría, donde fueron vendidos en los mercados de esclavos, sin que se volviese a oír más acerca de la mayor parte de ellos. Sólo un número limitado recuperó más tarde la libertad.

En la misma época unos veinte mil se organizaron en Alemania con el mismo fin, y eran dirigidos por un tal Nicolás. Se dirigieron a Génova con el intento de embarcarse en ese puerto, pero las privaciones a que se vieron reducidos les obligaron a dispersarse.

La quinta cruzada fue también infructuosa. El papa Ino­cencio III quería ponerse personalmente al frente de ella, pero murió en el año 1216 cuando se hacían los preparativos. Juan de Briena, rey titular de Jerusalén; Andrés II, rey de Hungría; y Guido de Lusiñan, rey de Chipre fueron los hombres que tomaron la dirección del poco popular movimiento. Ni bien llegaron a Palestina, el rey de Hungría abandonó la empresa regresando a su país. Poco tiempo después murió el rey de Chipre y quedó solo Juan de Briena, quien llevó la guerra a Egipto y consiguió apoderarse de Damieta, pero las inundaciones del Nilo le obligaron a entregar la plaza, terminando así la cruzada sin ningún resultado.

Federico II, emperador de Alemania, inició la sexta cru­zada. Partió de Brindisi al frente de su ejército en el año 1227, pero tuvo que regresar pronto por haberse declarado la peste en sus tropas. Al año siguiente emprendió de nuevo la expedición y habiendo llegado a Palestina consiguió que los musulmanes le entregasen los pueblos de Belén y Nazaret y la ciudad de Jerusalén, pero como en el pacto se permitía a los musulmanes tener una mezquita dentro de esta última ciudad, se atrajo el odio de los templarios y del clero.

La séptima y octava cruzadas, las dos últimas, fueron diri­gidas por el rey de Francia Luis IX, quien durante una grave enfermedad había hecho voto de llevar sus armas a la Tierra Santa, en caso de sanar. En 1248 se embarcó con sus tropas y llegó a la isla de Chipre, donde pasó el invierno. Al llegar la primavera se dirigió a Egipto y logró apoderarse de Damieta; pero al intentar penetrar en el interior del país, el terreno lleno de canales, la desorganización de sus soldados, el hambre y la peste, le obligaron a retroceder perdiendo la mayor parte de sus fuerzas. Fue hecho prisionero de los mahometanos, de quienes se libró devolviendo la plaza de Damieta y pagando por su rescate un millón de besantes de oro.

La octava cruzada fue también llevada a cabo por Luis IX. Al desembarcar cerca de las ruinas de Cartago, en el año 1270 se declaró una epidemia en las tropas, muriendo el mismo rey, después de dar sus últimos consejos a su hijo Felipe, quien no tardó en regresar a Francia.

Así terminaron aquellas cruzadas que habían empezado con gran entusiasmo unos doscientos años antes y en las cuales se calcula que perecieron tres millones de personas.

 

 
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2. Los Apóstoles
3. Más Adelantos
4. Justino Mártir
5. Ireneo/Tertuliano
6. Persecuciones 1-4
7. Persecuciones 5-8
8. Persecuciones 9-10
9. Costumbres
10. Constantino
11. Padres/Doctores
12. Clericalismo
13. Decadencia
14. Separación
15. Hildebrando
16. Los Valdenses
17. Juan Wycliff
18. Juan Huss
19. Martín Lutero
20. El Fraile
21. 95 Tesis
22. Controversia
23. Bula/Dieta
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25. Augsburgo
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27. Muerte
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30. Juan Calvino
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