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  22. Controversia

Historia Eclesiástica es el estudio de la historia de la Iglesia Cristiana desde el final del Nuevo Testamento hasta el principio del movimiento evangélico.  Se pone énfasis en el sacrificio de los mártires, las controversias doctrinales, el desarrollo del catolicismo, los precursores de la reforma, Martín Lutero y la Reforma Protestante.

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LA CONTROVERSIA DE LEIPZIG Y SUS CONSECUENCIAS

Pero sus adversarios no guardaron silencio.— El movimiento había ya avanzado tanto que era imposible detenerlo. El primer motivo para la continuación de la lucha le dolió al enemigo, más furioso de Lutero; El Dr. Eck de Ingolstadt. Ya para cuando principiaron las discusiones, un colega de Lutero, Bodestein, comúnmente llamado por el nombre, Carlostadio, había defendido la causa de Lutero y escribió a favor de él contra el Dr. Eck con mucho entusiasmo. El Dr. Eck, que no podía callarse, había lanzado réplicas violentas, tanto contra Lutero como contra Carlostadio; y este le replicó con la mayor energía. La lucha creció de tal manera, que por fin Eck, según la costumbre de aquellos tiempos, desafió a su adversario a una controversia pública, en la cual daba por segura la victoria, confiando en su probada destreza para esta clase de debates. Todavía antes de la polémica y a principio del año 1519, el Dr. Eck escribió Otro folleto más violento, en el Cual atacaba también a Lutero, que, como sabemos, había pactado con Miltitz el guardar silencio si sus adversarios hacían lo mismo. Este escrito, lleno de improperios y calumnias daba ya a Lutero el derecho de entrar otra vez en la lucha, tanto más, cuanto que el Dr. Eck hizo imprimir al mismo tiempo trece tesis o proposiciones, sobre las cuales quería disputar Con el mismo Lutero. Estas tesis se referían principalmente a las indul­gencias y al poder papal. Lutero estaba ya en e1 deber de contestar, e hizo imprimir igual número de tesis, en las cuales, con más energía y firmeza que en sus primeras, rechazaban las indulgencias como innovación, y también la autoridad incondicional del Papa. El Dr. Eck invitó también a Lutero a tomar parte en la controversia pública; y logró al efecto, el permiso del duque Jorge de Sajonia, porque a este ducado pertenecía Leip­zig, Ciudad designada para el debate. En el mes de Junio de 1519, los adversarios se encontraron en ella: Lutero y Carlostadio, acompañados por algunos estudiantes y profesores de la Universidad de Wittemberg; el Dr. Eck auxiliado con el favor del duque Jorge y por casi toda la Universidad de Leipzig, que tenía celos de la de Wittemberg.

Sorprendente es que Cayetano y Miltitz, que tenían grandísimo interés en evitar que se levantase de nuevo la tempestad, apenas calmada un poco, no hicieron lo más mínimo para impedir esta lucha: tal vez la ignorasen; tal vez confiaran demasiado en la habilidad del Dr. Eck. Nunca creyeron que de este ensayo pudiese salir una nueva derrota del papado.

Era esto sin duda una maravillosa providencia de Dios, que hace ciegos en su orgullo a los que ven y prende a los sabios en su misma sabidu­ría. El obispo Adolfo de Merseburg, en cuya diócesis se hallaba Leipzig, calculó el peligro de esta polémica con más acierto. Hizo las más enérgicas advertencias al duque Jorge, pero éste le respondió con mucho juicio: Estoy sorprendido de ver que un obispo tenga tanto horror a la antigua y laudable costumbre de nuestros padres, de examinar las cuestiones dudosas en ma­teria de fe. Si vuestros teólogos se niegan a defender su doctrina más valdría invertir el dinero que se les da en el sostén de mujeres ancianas y de niños que a lo menos saben cantar e hilar... Pero esta carta no convenció al obispo: el día de San Juan de 1519 y por un edicto fijado en la puerta de la iglesia prohibió el acto. Pero el magistrado de la ciudad de Lepzig estaba tan lleno de entusiasmo por el Dr. Eck que hizo caso omiso del mandamiento del obispo, y la controversia comenzó el 27 de Junio en una sala grande del castillo situado junto al río Pleisse.

El duque Jorge vino con su corte y otras per­sonas notables, y asistió durante trece días a las discusiones prestando la más viva atención. Los primeros ocho días disputaron Eck y Carlostadio, sobre el libre albedrío. Eck tenía la ventaja de su palabra agresiva; daba grandes gritos, vociferaba y gesticulaba como un actor, con mucho descaro y altisonantes palabras mientras el doctor Carlostadio, ateniéndose únicamente al fondo y a sus libros, aparecía más tímido y lento en sus argumentaciones. Así que el público se inclinaba en favor del Dr. Eck. Pero el debate entre éste y Lutero fue mucho más provechoso al partido de la Universidad de Wittemberg. En Lutero tenía el Dr. Eck un adversario tan bien preparado en todo y por todo, que sus astucias, sofismas y vociferaciones fracasaron. En uno de los puntos principales, el primado del Papa, Lutero defendía su afirmación de que no el obispo de Roma sino Cristo, era la cabeza y jefe de la iglesia; y que el Papa poseía el primado, no por derecho divino, sino por tradición humana; fue el poder que el Papa había asumido era usurpado y contrario, tanto a las Sagradas Escrituras, como a la historia eclesiástica de los pri­meros siglos. Esto lo afirmaba con todo el peso y fuerza de la lógica, y salió victorioso.

Eck apelaba a los Santos Padres; con ellos le respondía Lutero; y todos los espectadores admiraban la superioridad que tenía sobre su rival.

-Lo que yo expongo -dijo Lutero- es lo mis­mo que expone San Jerónimo, y voy a probarlo por su misma epístola a Evagrius: Todo obispo -dice él-, sea de Roma, sea de Eugubium, bien de Alejandría bien de Túnez, tiene el mismo mérito y el mismo sacerdocio. El poder de las riquezas y la humillación de la pobreza es lo que coloca a los obispos en una esfera más alta o más baja.

De los escritos de los padres, Lutero pasó a las decisiones de los concilios, que no ven en el obispo de Roma sino al primero entre sus iguales.

Eck responde con una de aquellas sutiles distinciones que le son tan familiares:

-El obispo de Roma, si queréis, no es obispo universal, sino obispo de la iglesia universal.

-Quiero guardar silencio sobre esa respuesta -dijo Lutero-; que los oyentes la juzguen por sí mismos.

-Cierto-añade enseguida-; he aquí una teoría digna de un teólogo, y muy a propósito para saciar a un disputador hambriento de gloria. No ha sido inútil mi costosa estancia en Leipzig, pues he aprendido aquí que el Papa no es, en verdad, obispo universal, sino que es el obispo de la Iglesia universal.

-Pues bien -dijo Eck-; vuelvo a lo esencial. El venerable doctor me pide le pruebe que la primacía de la iglesia de Roma es de derecho divino; lo que pruebo con estas palabras de Cristo: Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mí iglesia. San Agustín, en una de sus epístolas ha expuesto así el sentido de este texto: Eres Pedro y sobre esta piedra es decir, sobre Pedro, edificaré mi iglesia. Es verdad que este mismo San Agustín ha manifestado en otra parte que por esta piedra debía entenderse Cristo mismo; pero él no ha retractado su primera exposición.

-Si el reverendo doctor quiere atacarme -dijo Lutero-, que concilie antes estas palabras contradictorias de San Agustín. Porque es cierto que San Agustín ha dicho muchas veces que la piedra era Cristo, y apenas una sola vez que era el mismo Pedro. Mas aun cuando San Agustín y todos los padres dijeran que el apóstol es la piedra de que habla Cristo yo me opondría a todos ellos, apoyado en la autoridad de la Escritura Santa, pues está escrito: Nadie puede poner otro cimiento que el que ha sido puesto que es Jesucristo. (1ª. Corintios 3,11.) El mismo Pedro llama a Cristo la piedra angular y viva sobre la cual estamos edificados para ser una casa espirilual. (1ª. de San Pedro 2, 4, 5.)

El Dr. Eck no tuvo otra contestación sino decir que Lutero era otro hereje más que seguía las huellas de Juan Huss. Y cuando Lutero le contestó: -Querido doctor, no todas las doctrinas de Juan Huss eran herejías- el doctor Eck se asustó de tal afirmación y quedó como fuera de si. Y hasta el duque Jorge exclamó con voz tan alta que se pudo oír en toda la sala:-¡Válgame la pestilencia! Disputaron después acerca del pur­gatorio, sobre las indulgencias, el arrepentimiento y las doctrinas que con éstas tenían relación. Los debates terminaron el 15 de Julio. El Dr. Eck, siguiendo su costumbre, se atribuyó la victoria con grandes alardes de triunfo; mas todos vieron que en los puntos principales había tenido que ceder a la ciencia y a los argumentos de Lutero.

Pero esta controversia dio un gran impulso a la causa de la Reforma. Se había hablado sobre el papado, sus errores y abusos, con una claridad y franqueza inusitadas, y dichos errores se habían hecho más patentes que nunca. Y, por otro lado, las verdades allá proclamadas habían impresionado a muchos de los oyentes. Uno de los resultados más importantes fue que un joven colega de Lutero en la Universidad de Wittemberg, Felipe Melanchton, en el curso de estos debates se decidiera completamente en favor de la doctrina de Lutero. 

Este catedrático, joven de veintidós años, contribuyó desde entonces a la Reforma con la riqueza de sus conocimientos, y pronto llegó a ser, después de Lutero, el instrumento más importante de ella. Como en el curso de esta historia hemos de nombrarle más de una vez, convie­ne que adelantemos sobre él algunas noticias.

Felipe Melanchton, hijo de Jorge Schwarzerd, famoso fabricante de armas, nació el 16 de Febrero de 1497 en Bretten, palatinado del Rhin. El renombrado humanista Juan Reuchlin era hermano de su abuelo paterno. Después que Felipe hubo concluido sus primeros estudios en el Cole­gio latino de Pforzheim, pasó a la Universidad de Heidelberg, con el fin de seguir su carrera, aunque no contaba más que doce años. Pero su ta­lento y disposición eran tan grandes, que en dos años recibió el grado de bachiller en filosofía, y pronto aspiró también al de doctor; mas por ser de tan corta edad, le fue negado. Poco satisfecho con esto, y como tampoco le agradaba el clima de Heidelberg, pasó a Tubingen, donde se aplicó con toda diligencia, escribió una gramática griega, se hizo doctor el año 1514, y poco después empezó a dar conferencias públicas.

La Santa Escritura le ocupaba principalmente. Los que frecuentaban la iglesia de Tubingen, habían notado que tenia muchas veces entre sus manos un libro, en el que leía durante el culto divino. Aquel desconocido volumen parecía mayor que los manuales de oraciones y corrió el rumor de que Felipe leía en aquel acto obras profanas; mas se vio con sorpresa que el libro que había inspirado tal sospecha era un ejemplar de las Santas Escrituras, impreso hacía poco tiempo en Basilea por Juan Frobenius. Toda su vida continuó aquella lectura con la más asidua aplicación; siempre llevaba consigo aquel pre­cioso volumen a todas las asambleas públicas a las que era llamado. Despreciando los vanos sistemas de los escolásticos, se atenía a la simple palabra del Evangelio. Erasmo escribía en­tonces a Ecolampadio: Tengo el concepto más alto y las esperanzas más grandes acerca de Melanchton: que Cristo haga solamente que nos sobreviva largo tiempo, y eclipsará totalmente a Erasmo... Sin embargo, Melanchton participa de los errores de su siglo. Me estremezco –dice en una edad avanzada de su vida- al pensar en el Culto que yo daba a las estatuas, cuando pertenecía aún al paganismo.

En 1518 fue nombrado catedrático de la Uni­versidad de Wittemberg por recomendación de Reuchlin. Aquí se le oía con tanto gusto e interés que la concurrencia de sus discípulos aumentaba de día en día, y pronto llegó a ejercer tanta influencia en los ánimos que se le puede llamar el Reformador científico. Al punto le designó la fama como el preceptor germánico, el maestro de Alemania.

Cuatro días después de su llegada, el 22 de Agosto, pronunció el discurso de inauguración; toda la Universidad se hallaba reunida; el muchacho, como le llamaba Lutero, habló en un latín tan elegante y descubrió un entendimiento tan cultivado y un juicio tan sano que todos sus oyentes quedaron sorprendidos.

Terminado el discurso todos se apresuraron a felicitarle; pero nadie se alegró tanto como Lute­ro, el cual comunicó a sus amigos los sentimientos que llenaban su corazón. Melanchton -escribió a Spalatin el 31 de Agosto- ha pronun­ciado, cuatro días después de su llegada una arenga tan sabia y bella, que todos le han oído con aprobación y sorpresa: pronto nos hemos desengañado de la idea que habíamos formado de él por su exterior; elogiamos y admiramos sus palabras y damos gracias al príncipe y a vos por el servicio que nos habéis prestado. No pido otro maestro de lengua griega; pero temo que su delicado cuerpo no pueda soportar nuestros alimentos, y que no le conservaremos mucho tiempo, a causa de lo módico de su sueldo. Sé que los habitantes de Leipzig se jactan ya que van a llevárselo a su seno. ¡Oh mi querido Spalatin! Guardaos de despreciar la edad y la perso­na de este joven, el cual es digno de todo honor.

Melanchton se dedicó luego con mucho ardor a explicar a Homero, y la epístola de San Pablo a Tito. Haré todos mis esfuerzos -escribía a Spalatin- para merecer en Wittemberg la estimación de todos los que aman las letras y la virtud. Cuatro días después de la toma de posesión de su cátedra, Lutero escribía otra vez a Spalatin: Os recomiendo muy particularmente al muy sabio y muy amable helenista Felipe. Su auditorio es siempre numeroso; todos los teólogos principales vienen a oírle: inspira tal afición a la lengua griega, que todos, grandes y pequeños se dedican a aprenderla.

Melanchton sabía apreciar y corresponder al afecto de Lutero. Pronto descubrió en él una bondad de carácter, una fuerza de espíritu un valor y una sabiduría que no había encontrado hasta entonces en ningún hombre. Le veneró y le amó. Si hay alguno -decía- a quien yo ame desde lo más íntimo de mi corazón es a Martín Lutero.

Muy pronto le unió con Lutero una amistad estrecha. Melanchton reunía en sí tanto la profundidad como la elegancia del estilo, gran pureza de pensamientos y de conducta, la sencillez de un niño en su trato, y una piedad sincera y sin hipocresía; de manera que era estimado de todos. Sin mostrarse débil poseía mansedumbre, dulzura de carácter y deseo de reconciliar a los adversarios, cualidades que hicieron de él el ángel de paz de la Reforma, mientras Lutero era en aquellas grandes luchas el campeón siempre pronto a entrar en batalla. Esta mutua relación entre Lutero y Melanchton, en la cual el uno suplía las faltas del otro, Lutero dando a Melanchton la fuerza de su energía, y Melanchton a Lute­ro la profundidad y el genio de su sabiduría y ciencia, es una de las cosas más dignas de notarse en aquel gran tiempo de la Reforma. Era una amistad sincera y noble, fundada en el amor común hacia el Altísimo, y en la común defensa de las más preciosas verdades y beneficios espi­rituales. Nunca la menoscabaron pequeñeces, envidias o suspicacias; aunque no faltaba quien quería sembrar la enemistad entre ellos; antes bien, aquella amistad creció con el tiempo por el reconocimiento mutuo de sus talentos y por el noble entusiasmo que ambos sentían en favor de la misma causa. Por lo demás, la llegada de Melancbton causó una revolución, no sólo en Wittemberg, sino en toda la Alemania y entre todos los sabios. Desapareció la esterilidad que había producido la doctrina escolástica en la enseñanza y empezó un nuevo método de enseñar y estudiar.

Por otra parte, era muy importante que un hombre que conocía a fondo el griego enseñase en aquella Universidad, en la que los nuevos horizontes de la teología llamaban a maestros y discípulos a estudiar en la lengua original los documentos primitivos de la fe cristiana. Desde entonces se dedicó Lutero con celo a este trabajo. El sentido de tal o cual palabra griega que había ignorado hasta entonces, aclaraba al instante sus ideas teológicas. ¡Qué alivio y qué gozo no sintió, por ejemplo, cuando supo que el término griego "arrepentimiento", que según la Iglesia romana designaba penitencia, expiación humana, significa propiamente una transformación o conversión del corazón!

Los dos sentidos diferentes, dados a dicha palabra, son precisamente los que caracterizan a las dos iglesias. La iglesia del Papa vincula la salvación en las obras de penitencia y mortificación como si Jesucristo no lo hubiese expiado todo en sí mismo sobre el madero: la iglesia evangélica, siguiendo a Cristo y a los apóstoles la pone en la conversión o cambio del corazón.

Cómo los debates de Leipzig no habían tenido un fin decisivo, continuó la lucha por medio de la pluma. Levantóse contra Lutero un verdadero torbellino de escritos. Pero tampoco faltaron amigos que le ayudasen, publicando multitud de artículos o folletos en que atacaban severamente la ignorancia y los vicios del clero. Hasta los nobles de Alemania le ofrecieron el apoyo de su espada; Silvestre de Schaumburgo, caballero piadoso y Francisco de Sickringen, la flor y nata de la nobleza Alemana, le ofrecieron sus castillos como lugares de refugio, y pusieron a su disposición sus servicios, sus bienes, sus personas, y todo cuanto poseían. Ulrico de Hutten escribía: ¡Despierta, noble libertad! Y si acaso surgiese un impedimento cualquiera en estas cosas que ahora tratáis con tanta seriedad y ánimo tan piadoso, por lo que veo y oigo, por cierto que lo sentiría. En todas ellas os prestaré gustoso mi concurso, cualquiera que sea el éxito os ayudaré fielmente y con todo mi poder; ya podéis revelarme sin miedo alguno todos vuestros propósitos y confiarme toda vuestra alma. Con la ayuda de Dios queremos proteger y conservar nuestra libertad, y salvar confiadamente nuestra patria de todas las vejaciones que hasta ahora la han oprimido y molestado. Ya veréis cómo Dios nos ayuda.

Lutero se gozaba con tales pruebas de afecto; sin embargo, el áncora de su esperanza no descansaba en la espada, sino en la roca eterna del amor de Dios. Yo no quiero -decía-que recurran a las armas ni a la matanza para defender el Evangelio. Por la palabra fue vencido el mundo; por la palabra se ha salvado la iglesia, y por la palabra deberá ser reformada. Yo no desecho tales ofertas; síu embargo, no quiero otro protector sino a Cristo. En una carta que en aquel tiempo escribió a Spalatin dice: Si el Evangelio fuese de tal carácter que hubiera de ser preservado por los poderosos del mundo, entonces Dios no lo hubiera confiado a pescadores. No es cosa que atañe a los príncipes el proteger la Palabra de Dios. Ya habéis visto lo que Hutten desea. Pero yo no quisiera que el Evangelio fuese defendido a viva fuerza y con derramamiento de sangre, y en este sentido le he contestado. ¡Ojalá que así hubieran hablado también los papas, en lugar de derramar a torrentes la sangre de los Waldenses y Albigenses, y de quemar a Juan Huss en la hoguera!

En esta disposición de ánimo escribió Lutero aquella famosa carta, tan enérgica como atrevida, Manifiesto a Su Majestad Imperial y a la nobleza cristiana de Alemania sobre la reforma del cristianismo. En este librito no lucha ya solamente contra los abusos del poder papal, sino contra el mismo papado. Exhorta a la nación a librarse de las cadenas de Roma, a quitar al Papa la influencia que hasta entonces ejerciera sobre la iglesia alemana, privarle de las enormes sumas que sacaba de este país, conceder otra vez a los sacerdotes la libertad de casarse, reformar los conventos y suprimir los de las órdenes mendican­tes. Con el dolor de un corazón cristiano, y con el justo enojo de un corazón alemán, emplaza al Papa y le acusa de que con sus indulgencias había enseñado a ser perjura e infiel a una nación fiel y noble.

No es por temeridad -dice- por lo que yo, hombre del pueblo, me determino a hablar a vuestras señorías. La miseria y la opresión que abaten actualmente todos los Estados de la Cristiandad, y en particular a la Alemania, me arrancan un grito de dolor. Es necesario que yo pida socorro. Dios nos ha dado por jefe a un príncipe joven generoso, el emperador Carlos V, y ha llenado así de grandes esperanzas nuestros corazones. Mas nosotros debemos hacer de nuestra parte todo lo que podamos.

Los romanos se han encerrado dentro de tres murallas para resguardarse de toda reforma. Si el poder temporal los ataca, dicen que ningún derecho tiene sobre ellos, y que el poder espiritual es superior al temporal. Si se les quiere convencer con la Santa Escritura, responden que nadie puede interpretarla sino el Papa. Si se les amenaza con un concilio, contestan que nadie puede convocarlo sino el Soberano Pontífice.

Mas ahora que Dios nos ayude y nos dé una de aquellas trompetas que derribaron los muros de Jericó: derribemos con nuestro soplo las murallas de paja y de papel que los romanos han construido en derredor suyo.

Se dice -continúa Lutero- que el Papa, los obispos, los presbíteros y cuantos habitan en los conventos forman el estado espiritual o eclesiástico, y que los príncipes, nobles, ciudadanos y plebeyos forman el estado seglar o laico. Esta es una bonita invención; sin embargo nadie se asuste por ella. Todos los cristianos forman el estado espiritual, y entre ellos no hay otra diferencia sino la de las funciones que desempeñan. Todos tenemos un mismo bautismo, una sola fe, y esto es lo que constituye al hombre espiritual. La tonsura, la ordenación y la consagración que dan los obispos o el Papa, pueden hacer un hipócrita, pero jamás un hombre espiritual. Todos a la vez somos consagrados sacerdotes por el bautismo, como lo dice San Pedro: Sois sacerdotes y reyes. No está conferido a todos, el poder de ejercer tales cargos pues ninguno puede apropiarse lo que es común a todos sin el beneplácito de la comunidad. Mas si la consagración de Dios no estuviese en nosotros, la unción del Papa no seria válida para ordenar un presbítero.

De ahí se sigue que entre los laicos y sacerdotes príncipes y obispos, o, como dicen, eclesiásticos y seglares, nada hay que los distinga, excepto sus funciones. Todos tienen una misma profesión, pero no todos tienen una misma obra que hacer.

Siendo esto así, ¿por qué el magistrado ha de dejar de corregir al clero? El poder secular ha sido establecido por Dios para castigar a los ma­los y proteger a los buenos. Es preciso dejarle obrar en toda la cristiandad, sea el que fuere aquel sobre quien caiga: Papa, obispos, presbíteros, frailes, monjas, etc. San Pablo dice a todos los cristianos: Toda alma esté sumisa (por consiguiente, el Papa también) a las potestades superiores; porque no en vano llevan la espada., (Rom. 13,1-4.)

Lutero, después de haber derribado asimismo las otras dos murallas, pasa en revista todos los abusos de Roma.

Principia por el Papa. Es una cosa horrible -dice- contemplar al que se nombra vicario de Jesucristo, con una magnificencia superior a la de los emperadores. ¿Es esto parecerse al pobre Jesús o al humilde San Pedro? ¡El es -dicen- el Señor del mundo!. Mas Cristo, del que se jacta ser vicario, dijo: Mi reino no es de este mundo. El reino de un vicario, ¿se ha de extender más allá que el de su Señor? ¿No es ridículo que el Papa pretenda ser heredero legitimo del imperio? ¿Quién se lo dio? ¿Fue Jesucristo cuando dijo: Los reyes de las naciones se enriquecen, mas no vosotros? (Lucas 22, 25-26.).

Pasa luego a pintar los efectos de la domina­ción papal. ¿Sabéis de qué sirven los cardenales? Voy a decíroslo: la Italia y la Alemania tienen muchos conventos y curatos ricamente dotados. ¿Cómo trasladar estas riquezas a Roma? ¡Se han creado cardenales, se les han dado estos claustros y estas prelacías; y actualmente la Italia está casi desierta; los conventos están des­truidos; los obispados, devastados, las villas decaídas; los habitantes, corrompidos; el Culto está expirando y la predicación abolida! ¿Por qué? Porque es menester que todos los bienes de las iglesias vayan a Roma, ¡Jamás el turco mismo hubiera arruinado así a la Italia! Ahora que han chupado así la sangre de su pueblo, pasan al nuestro; principian poco a poco: pero, ¡cuidado con ellos!, pronto se encontrará Alemania en el mismo estado que Italia. ¿Cómo es posible que nosotros, alemanes, suframos tales latrocinios y exacciones del Papa? ¡Ah, si a lo menos no nos despojasen sino de nuestros bienes! Pero devastan las iglesias, trasquilan los corderos de Cristo; están aboliendo el culto y borrando la palabra de Dios.

¿No se podrá decir hoy día otro tanto de nuestra España? Lutero se ocupa a continuación del matrimo­nio del clero. Es la primera vez que trata este asunto. ¡En qué estado ha caído el clero, y cuántos sacerdotes se ven cargados de mujeres, de hijos, de pesares sin que nadie se compadezca de ellos! Que el Papa y los obispos dejen correr lo que corre, y perderse lo que se pierde, en hora buena; mas yo quiero salvar mi conciencia, quiero abrir libremente la boca, aunque se escandalicen luego Papa, obispos y quienquiera. Yo digo, pues, que conforme a la institución de Jesucristo y de los apóstoles, cada pueblo debe tener un párroco u obispo, y que este ministro pueda tener legítimamente una mujer, como Pablo lo escribe a Timoteo: Que el obispo sea marido de una sola mujer (1ª. Timoteo 3, 2); como se practica aún en la iglesia griega. Mas el diablo ha inducido al Papa, como lo dice San Pablo en 1ª. Tim. 4, 1-3, a prohibir el matrimonio al clero. Y de ahí han dimanado tales y tantas miserias que es imposi­ble enumerarlas.

Ningún orador habló jamás así a la nobleza del imperio, ni al mismo emperador y al Papa. En verdad, esta carta era una exhortación a los más nobles del pueblo, para romper las cadenas que los sujetaban a Roma. Sacó a luz todas las vejaciones e iniquidades que los buenos ale­manes habían sufrido ya desde siglos anteriores por aquellas sanguijuelas romanas, y demostró cómo el clero en Roma hacia mofa 4e su paciencia. Con elocuencia poderosa apelaba al sentimiento nacional, y decidió el desenvolvimiento de la reforma.

Dirigida esta exhortación a la nobleza germánica pronto se esparció por todo el imperio. Los amigos de Lutero temblaban; Staupitz y los que querían seguir las vías de la dulzura encontraron el golpe demasiado fuerte. En nuestros días -respondió Lutero-, todo lo que se trata con lentitud cae en el olvido y nadie le hace caso. Al mismo tiempo mostraba una simplicidad y una humildad admirables en cuanto a su persona. Yo no sé qué decir de mi -escribía-; quizá soy el precursor de Felipe (Melanchton); le preparo, como Elías, el camino en fuerza y espíritu.

No era necesario esperar a otro; el que había de aparecer, ya estaba presente La exhortación a la nobleza germánica salió a luz el 26 de Junio de 1520; en poco tiempo se vendieron 4.000 ejemplares, número extraordinario para aquel siglo. La fuerza, la claridad, y el noble atrevímiento que campeaban en ella, la hicieron un escrito verdaderamente popular.

En los palacios y en los castillos, en las moradas de los ciudadanos y en las cabañas, están ya todos dispuestos y armados contra la sentencia de condenación que Roma va a descargar sobre este profeta del pueblo.

Inmediatamente después, Lutero, con prodigiosa actividad, lanzó un escrito tras otro, como nuevos mensajeros henchidos de entusiasmo. En el libro De la cautividad babilónica demuestra que la institución del papado es obra del diablo para quitar de la vista del pobre cristiano todas las verdades del puro Evangelio. En dicho libro dice primeramente que debía negar la existencia de los siete sacramentos, porque no había más que tres: el bautismo, el arrepentimiento y la santa cena. (Cuando después comprendió mejor la enseñanza de Cristo sobre este punto, reconoció el arrepentimiento como condición de la fe salvadora, pero no como sacramento.)

Estos sacramentos -añade- han sido encerrados por decirlo así, en una prisión miserable por la corte romana, que ha robado a la Iglesia todas sus libertades.

Hablando de la Cena del Seño, enumera tres modificaciones esenciales dc este sacramento, es decir: 1º. Que la iglesia romana había privado del cáliz a los legos. 2º. Que enseña la doctrina de la transubstanciación (Conversión del pan y vino en carne y sangre de Cristo). 3º. Que obliga a todos a creer que la misa es una buena obra v un sacrificio. Para llegar al sacramento puro y verdadero, debían ante todo quitarse las fórmulas que los hombres habían añadido a la primitiva y sencilla institución de este sacramento.

En el del bautismo está conforme con la forma en que lo administra la Iglesia romana; pero lamenta, con razón, que el poder y la gloria de este sacramento fuesen por ella tan poco respetados.

Del arrepentimiento dice que la avaricia de los pastores había abusado de él de una manera terrible contra las ovejas de Cristo. En lugar de la promesa y la fe, habían puesto tres cosas: el arrepentimiento, la confesión y la satisfacción. Se había hecho un mérito del arrepentimiento, en vez de considerarlo como una conversión del alma, y los más atrevidos hasta habían inventado un medio arrepentimiento o atrición. La confesión que era útil y necesaria, se había convertido en una tiranía y una fuente de provecho para los papas; y la satisfacción era explicada y enseñada de tal manera, que no podía el pueblo entender lo que constituía la verdadera satisfacción, que no es otra cosa que la renovación de la vida por la fe.

Sobre la confirmación expone que no puede probarse que Cristo la haya instituido, aunque puso las manos sobre muchos: es una invención de la Iglesia que nunca puede ser considerada como sacramento.

El matrimonio -continúa diciendo- se considera también como sacramento, pero sin apoyo alguno en la Sagrada Escritura; y no se recibe gracia de Dios por él. Tampoco Dios lo ha instituido con el objeto de que tuviese mérito ante sus ojos como obra buena. Ni puede llamarse sacramento del Nuevo Testamento, porque existía ya desde el principio del mundo, y también entre los infieles. Demuestra que el pasaje en Efesios 5, 32: Este misterio es grande; mas yo digo esto con respecto a Cristo y a la Iglesia,  se había aducido solamente por los que ignoraban el griego; porque en él se habla del matrimonio como una figura o parábola de Cristo y de la Iglesia, y no como un sacramento.

Sobre la consagración de los sacerdotes expone asimismo que no es sacramento, sino una institución eclesiástica; la Iglesia, empero, no tienen poder de ordenar nuevas promesas de la gracia divina. De aquí ha provenido la abominable tiranía de los individuos del clero, que se han considerado mejores que sus hermanos por causa de la unción papal. Los pastores se han convertido en lobos; los siervos, en esclavos, y los clérigos, en hombres mundanos.

Contra el sacramento de la extremaunción, que se pretende probar por la epístola de Santiago, capitulo 5, versículos 14 y 15, dice con razón que no es facultad de los apóstoles instituir un sacramento; este es privilegio de Cristo, y en los Evangelios no se lee nada de tal sacramento. Pero aun este texto que habían aducido no se refería en modo alguno a una última un­ción de los moribundos, sino todo lo contrarío, a la curación de enfermos por medio de la oración.

Como suplemento de este libro de polémica sirve el discurso Sobre las buenas obras, donde el Reformador expone con vigor la doctrina de la justificación por la fe. La primera, la más noble, la más sublime de todas las obras -dice- es la fe en Jesucristo. De esta obra deben pro­ceder todas las obras: todas ellas son súbditas de la fe, y de ella sola reciben su eficacia.

Si un hombre tiene en su corazón la certi­dumbre de que lo que hace es grato a Dios, la obra es buena, aunque no consistiere sino en levantar una paja del suelo; mas si no tiene esa certidumbre, su obra no es buena, aunque resu­citase a los muertos. Un pagano, un judío, un turco, un pecador puede hacer todas las demás obras; pero confiarse firmemente en Dios y tener la certidumbre de que uno le es agradable, es lo que sólo el verdadero cristiano puede hacer.

En consecuencia, yo he ensalzado siempre la fe; pero en el mundo sucede de otra manera. Predicar la fe -dicen- es impedir las buenas obras. Mas si yo digo a un enfermo: Posee la salud y gozarás de tus miembros, ¿se dirá que le privo del uso de sus miembros? ¿No debe pre­ceder la salud al trabajo? Esto es lo mismo que cuando predicamos la fe: ella debe preceder a las obras, a fin de que las mismas obras puedan subsistir.

¿Dónde hallaremos esta fe -diréis- y cómo podremos recibirla? En efecto; esto es lo que más importa conocer. La fe viene únicamente de Je­sucristo, es prometida y dada gratuitamente.

¡Oh hombre! Represéntate a Cristo y considera cómo Dios te muestra en El su misericordia sin ningún mérito de tu parte. Saca de esta imagen de su gracia la fe y la certidumbre de que todos tus pecados te están perdonados: esto no lo pueden producir las obras. De la sangre, de las llagas, de la misma muerte de Cristo es de donde mana esa fe que brota en el corazón.

Melanchton, al enviar este discurso a uno de sus amigos, lo acompañaba con estas palabras: No hay ningún escritor griego ni latino que se haya aproximado más al espíritu de San Pablo que Lutero.

Una vez más fue Lutero impulsado y persua­dido por Miltitz a tender la mano para una reconciliación. Como base para ella escribió su Sermón de la libertad del hombre cristiano, y lo envió al Papa León X. Este excelente librito daba en breves palabras una explicación de la doctrina cristiana, según la Sagrada Escritura. En su carta al Papa le exhortaba con mansedumbre, pero también con firmeza a que evitase las últimas consecuencias de aquellas controversias, reformando la atmósfera pestilente que en su corte le rodeaba. El Papa no se enojó por esto; se regocijó de los brillantes talentos de Martín, y creía que todo ello no era más que disputas de frailes.

 

 
1. Iglesia Primitiva
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