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Historia del Antiguo Testamento presenta un análisis literaria que reconoce que el Antiguo Testamento mismo manifiesta ser más que el relato histórico de la nación judía. Tanto para judíos como para cristianos, es la Historia Sagrada que descubre la Revelación que Dios hace de Sí mismo al hombre y en él se registra no solo lo que Dios ha hecho en el pasado, sino también el plan divino para el futuro de la humanidad.

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Capítulo XIV

El desvanecimiento de las esperanzas de los Reyes davídicos

Durante un siglo Judá había sobrevivido a la expansión premiada con el éxito del Imperio Asirio. Desde que Acaz había perdido el derecho a la libertad de Judá por un tratado llevado a cabo con Tiglat-pileser III, este pequeño reino soportó crisis tras crisis como vasallo de cinco gobernantes más de Asiría. Tratados, maniobras diplomáticas, resistencia, y la interven­ción sobrenatural tuvieron una vital influencia en la continuación de la existencia de un gobierno semiautónomo cuando los reyes, tanto malvados, como justos, ocuparon el trono davídico. Entonces, cuando Asiría estaba aflojando su garra sobre las esperanzas nacionalistas de Judá, dichas espe­ranzas surgieron una vez más durante las tres décadas del reinado de Josías. La brusca terminación de su liderazgo marcó el comienzo del fin para el Reino del Sur. Antes de que hubieran pasado 25 años, estas esperanzas em­pezaron a desvanecerse bajo el poder creciente del Imperio de Babilonia. En 586, a. C., las ruinas de Jerusalén fueron un recuerdo realista de la predicción de Isaías de que la dinastía davídica sucumbiría ante Babilonia.

Josías —Época de optimismo

A la temprana edad de ocho años, Josías fue repentinamente coronado rey, sucediendo a su padre, Amón. Tras un reinado de treinta y un años (640-609 a. C.) fue muerto en la batalla de Meguido. Las actividades de Josías (resumidas en II Reyes 22:1-23:30 y II Crón. 34:1-35:27), están principalmente limitadas a su reforma religiosa.

La declinación de la influencia de Asiría en los últimos años de Asur-anipal, que murió aproximadamente por el 630 a. C., permitió a Judá tener ía oportunidad de extender su influencia sobre el territorio del norte. Es ve­rosímil que los líderes políticos anticipasen la posibilidad de incluir las tribus del norte e incluso las fronteras del reino salomónico en el Reino del Sur. Con la caída de la ciudad asiría de Asur en manos de los medos en el 614 y la destrucción de Nínive en el 612 por las fuerzas aliadas de Media y Ba­bilonia, los proyectos de Judá fueron así más favorables. Durante este perío­do, lleno de intranquilidad política y de rebeliones en el Este, Judá ganó la completa libertad del vasallaje asirio, lo cual, naturalmente, causó el resur­gir del nacionalismo.

Con la idolatría infiltrada en el reino, los proyectos religiosos para el rey-niño, no fueron otra cosa que esperanzadores. Es dudoso si la reforma de Manases había penetrado en la masa del pueblo, especialmente si su cautiverio y penitente retorno ocurrió durante la última década de su rei­nado. Amón fue decididamente un malvado. Su reinado de dos años propor­cionó el tiempo suficiente para que el pueblo revirtiese a la idolatría en la política y en la administración del reino. Es más probable que continuaron cuando su hijo de ocho años fue súbitamente elevado al trono. En este discurrir de franca apostasía, Judá no podía esperar otra cosa que el juicio divino, de acuerdo con las advertencias hechas por Isaías y otros profetas.

Conforme Josías creía y se hacía hombre, reaccionó ante las pecado­ras condiciones de su tiempo. A la edad de dieciseis años, se aferrró a la idea de Dios tomándolo en cuenta más bien que conformarse con las prác­ticas idolátricas. En cuatro años, su devoción a Dios cristalizó hasta el punto de que comenzó una reforma religiosa (628 a. C.). En el año décimo octavo de su reinado (622 a. C.), mientras que el templo estaba siendo re­parado, fue recobrado el libro de la ley. Impulsado por la lectura de este "libro de la ley del Señor dada por Moisés" y advertido del juicio divino que pendía sobre él, hecho por Huida, la profetisa, Josías y su pueblo observaron la pascua en una forma sin precedentes en la historia de Judá. Aunque la Escritura guarda silencio respecto a las actividades específicas durante el resto de los trece años de su reinado, Josías continuó su piadosa regencia con la seguridad de que la paz prevalecería durante el resto de su vida (II Crón. 34:28).

La reforma comenzó en el 628 y alcanzó su climax con la observancia de la pascua en el 622 a. C. Puesto que ni el Libro de los Reyes ni el de las Crónicas proporcionan un detallado orden cronológico de los aconte­cimientos, muy bien puede ser que los sucesos sumarizados en dichos libros sagrados cuenten y puedan ser aplicados por la totalidad de este período. Por esa época, era políticamente seguro para Josías el suprimir cualquier práctica religiosa que estuviese asociada con el vasallaje de Judá a Asiría.

Se necesitaron drásticas medidas para suprimir la idolatría del país. Tras una estimación de doce años de las condiciones reinantes, Josías afirmó con valentía su real autoridad y abolió las prácticas paganas por todo Judá lo mismo que en las tribus del norte. Los altares de Baal fueron derribados, los asherim destruidos y los vasos sagrados aplicados al culto del ídolo, re­tirados. En el templo, donde las mujeres tejían colgaduras para Asera, se renovaron también los lugares del culto a la prostitución. Los caballos, que fueron dedicados al Sol, fueron quitados de la entrada del templo y 1o8 carros destruidos por el fuego. La horrible práctica del sacrificio de los niños fue bruscamente abolida de raíz. Los altares erigidos por Manases en el atrio del templo fueron aplastados y los restos esparcidos por el valle del Cedrón. Incluso algunos de los "lugares altos" erigidos por Salomón y que tuvieron un uso corriente, fueron deshechos por Josías y borrados de su emplazamiento.

Los sacerdotes dedicados al culto del ídolo fueron suprimidos de su oficio por real decreto, puesto que habían venido actuando por nombramien­to de reyes anteriores. Al deponerlos, la quema de incienso a Baal, al sol, a la luna y a las estrellas cesó por completo. Josías aprovechó el valor de todo aquello en beneficio de los ingresos del templo.

En Betel el altar que había sido erigido por Jeroboam I también fue desteñido por Josías. Por casi trescientos años éste había sido el "lugar alto" público para las prácticas idolátricas introducidas por el primer gobernante del Reino del Norte. Este altar fue pulverizado y la imagen de Asera, que probablemente había reemplazado al becerro de oro, fue quemada. Cuando los huesos del adjunto cementerio fueron recogidos para la pública purifica­ción de aquel "lugar alto", Josías compró la existencia del monumento al profeta de Judá que tan valientemente había denunciado a Jeroboam (I Re­yes 13). Siendo informado que el hombre de Dios estaba enterrado allí, Josías ordenó que aquella tumba no fuese abierta.

Por todas las ciudades de Samaría (en el Reino del Norte) la reforma estuvo a la orden del día. Los "lugares altos" fueron suprimidos y los sa­cerdotes fueron arrestados por su idolátrico ministerio.

El constructivo aspecto de esta reforma llegó a su cima en la reparación del templo de Jerusalén. Con las contribuciones de Judá y de las tribus del norte, los levitas fueron encargados de la supervisión de tal proyecto. Des­de los tiempos de Joás —dos siglos atrás— el templo había estado sujeto a largos períodos de descuido, especialmente durante el reinado de Manases. Cuando Hilcías, el sumo secerdote, comenzó a reunir fondos para la distri­bución a los trabajadores, encontró el libro de la ley. Hilcías lo entregó a Safan, secretario del rey. Lo examinó e inmediatamente lo leyó a Josías. El rey quedó terriblemente turbado cuando comprobó que el pueblo de Judá no había observado la ley. Inmediatamente, Hilcías y los oficiales del gobierno recibieron órdenes de comunicarlo a todos. Huida, la profetisa residente en Jerusalén, tuvo un oportuno mensaje, claro y simple para todos ellos: los castigos y juicios por la idolatría eran inevitables. Jerusalén no escaparía a la ira de Dios. Josías, sin embargo, quedaría absuelto de la angustia de la destrucción de Jerusalén, puesto que había respondido con arrepentimiento al libro de la ley.

Bajo el liderazgo del rey, los ancianos de Judá, sacerdotes, levitas y el pueblo de Jerusalén, se reunieron para la pública lectura del libro nueva­mente encontrado. En un solemne pacto, el rey Josías, apoyado por el pueblo, prometió que se dedicaría por completo a la total obediencia de la ley.

Inmediatamente, se realizaron planes para la fiel observancia de la Pascua. Se nombraron sacerdotes para el servicio del templo, que fue restablecido seguidamente. Se dio una cuidadosa atención a la pauta de orga­nización para los levitas, como estaba ordenado por David y Salomón. En e ritual de la pascua, se puso en práctica un gran cuidado para conformarlo todo con lo que estaba "escrito en el libro de Moisés" (II Crón. 35:12). En su conformidad con la ley y la extensa participación de la pascua, su obser­vancia sobrepasó a todas las festividades similares desde los días de Samuel (II Crón. 35:18).

El contenido del libro de la ley encontrado en el templo, no está espe­cíficamente indicado. Numerosas referencias, en el relato bíblico asocian su origen con el propio Moisés. Sobre la base de tan simple hecho, el libro de la ley puede tener incluido todo el Pentateuco o contener sólo una copia del Deuteronomio. Aquellos que consideran el Pentateuco como una pro­ducción literaria compuesta que alcanza su forma final en el siglo V, a. C., limitan el libro de la ley a lo que contiene el Deuteronomio, o menos. Puesto que la reforma ya había tenido lugar en su proceso hacía seis años, cuando el libro fue encontrado, Josías tenía previamente el conocimiento de la ver­dadera religión. Cuando el libro fue leído ante él, quedó aterrorizado a causa del fallo de Judá en obedecer la ley. Nada en los registros bíblicos indica que este libro fuese publicado en aquel tiempo o ratificado por el pueblo. Fue considerado como autoritativo y Josías temió las consecuencias de la desobediencia. Habiendo sido dado por Moisés, el libro de la ley había sido el timón de las prácticas religiosas desde entonces. Josué, los jueces y los reyes, junto con la totalidad de la nación, habían estado obligados a confor­mar su conducta con sus requerimientos para la obediencia. Lo que alarmó a Josías, cuando preguntó y solicitó consejo profetice, fue el hecho de que "nuestros padres no han guardado la palabra del Señor" (II Crón. 34:21). La ignorancia de la ley no era excusa incluso aunque el libro de la ley hubie­se estado perdido por algún tiempo.

Una gran idolatría había prevalecido por medio siglo antes de que Jo­sías comenzase a gobernar. De hecho, Manases y Amón habían perseguido a aquellos que abogaban por la conformidad con la verdadera religión. Puesto que Manases había derramado sangre inocente, era razonable car­garle con la destrucción de todas las copias de la ley en circulación en Judá. En ausencia de las copias escritas, Josías muy verosímilmente se asoció con los ancianos y los sacerdotes, quienes tenían suficiente conocimiento de la ley para proporcionarle una instrucción oral. De esto provino la firma con­vicción durante los primeros doce años de su reinado, de que era necesaria una reforma a escala nacional. Cuando el libro de la ley fue leído ante él, comprobó vividamente que los castigos y juicios eran debidos al pueblo idó­latra. Conociendo demasiado bien las prácticas malvadas comunes a sus padres, todavía estaba sorprendido de que la destrucción pudiese llegar en su día.

¿Había sido perdido realmente el libro de la ley? Es muy probable que durante el reinado de Manases hubiera quienes hubiesen tenido el su­ficiente interés en guardar algunas copias del mismo. Puesto que las copias estaban escritas a mano, había relativamente muy pocas en circulación. Des­pués de que las voces de Isaías y otras habían sido silenciadas, el número de personas justas decreció rápidamente bajo la persecución. Si Joás, el heredero real, pudo estar escondido de la malvada Atalía durante seis años, es razonable llegar a la conclusión de que un libro de la ley pudo haber sido escondido del odioso y malvado Manases por medio siglo.

Otra posibilidad concerniente a la preservación de este libro de la ley, es la sugerencia aportada por la arqueología. Ya que informes valiosos y documentos se han escondido siempre en las piedras angulares de los edifi­cios, tanto en tiempos antiguos como en los modernos, este libro de la ley pudo muy bien haber quedado preservado en la piedra angular del tem­plo. Allí fue donde los hombres dedicados a la reparación del templo debieron encontrarlo. Antes de la muerte de David, encargó a Salomón, como rey de Israel, el conformar todo a lo "que está escrito en la ley de Moisés" (I Reyes 2:3). En la edificación del templo, habría sido apropiado colocar todo el Pentateuco, o al menos las leyes de Moisés, en la piedra angular. Tal vez esta fue la providencial provisión para la segura custodia del Pen­tateuco por tres siglos cuando Judá, a veces, estuvo sujeta a gobernantes que desafiaban el pacto hecho con Israel por el Señor. Sacado del templo en los días de la reforma de Josías, se convirtió en la "palabra viva" una vez más en una generación que llevó el libro de la ley con ella al cautiverio de Babilonia.

Si la reforma llevada a cabo por Josías representó una genuina aviva-miento entre el pueblo corriente, es algo dudoso. Puesto que fue iniciada y ejecutada por órdenes reales, la oposición quedó refrenada mientras que vi­vió Josías. Inmediatamente tras su muerte, el pueblo volvió a la idolatría bajo Joacim.

Jeremías fue llamado al ministerio profetice en el décimo tercer año de Josías, en el 672 a. C. Puesto que Josías ya había comenzado su reforma, es razonable concluir que el profeta y el rey trabajasen en estrecha cola­boración. Las predicaciones de Jeremías (capítulos 2-4) reflejan la forzada relación entre Dios e Israel. Como una esposa infiel que rompe los votos del matrimonio, Israel habíase separado de Dios. Jeremías, de forma realista, les advirtió que Jerusalén podía esperar la misma suerte que había destruido a Samaría un siglo antes. Cuanto se relaciona Jeremías (1-20) con los tiempos de Josías es difícil de asegurar. Aunque pueda parecer extraño que la palabra profética procede de Huida en lugar de Jeremías, cuando fue leído el libro de la ley, la urgencia para una inmediata solución al problema del rey, pudo haber implicado a Huida, que residía en Jerusalén. Jeremías vivía en Anatot, al nordeste de la ciudad y a cinco kilómetros de distancia.

Cuando circularon por Jerusalén las noticias de la caída de Asur (614) y ja destrucción de Nínive (612), Josías indudablemente volvió su atención a los asuntos internacionales. En un estado de falta de preparación militar, cometió un error fatal. En el 609 los asirios estaban luchando una batalla perdida con su gobierno en exilio en Harán. Necao, rey de Egipto, hizo mar­char a sus ejércitos a través de Palestina para ayudar a los asirios. Ya que Josías tenía poco interés por los asirlos, llevó a sus ejércitos hasta Meguido en un esfuerzo para detener a los egipcios.[10] Josías fue mortalmente herido cuando sus ejércitos quedaron dispersos. Las esperanzas nacionales y religio­sas de Judá, se desvanecieron cuando el rey de 39 años fue enterrado en la ciudad de David. Tras dieciocho años de íntima asociación con Josías, el gran profeta queda recordado por el párrafo que dice: "y Jeremías endechó en memoria de Josías" (II Crón. 35:25).

Supremacía de Babilonia

El pueblo de Judá entronizó a Joacaz en Jerusalén (II Crón. 36:1-4). Y el nuevo rey tuvo que sufrir las consecuencias de la intervención de Josías en los asuntos egipcios. Gobernó solo por tres meses, en el año 609 a. C. (II Reyes 23:31-34).

Habiendo derrotado a Judá en Meguido, los egipcios marcharon hacia el norte hacia Carquemis, deteniendo temporalmente el avance hacia el oeste de los babilonios. El faraón Necao estableció su cuartel general en Ribla (II Reyes 23:31-34). Joacaz fue depuesto como rey de Judá y llevado prisionero a Egipto vía Ribla. Allí, Joacaz, también conocido por Salum, murió como había predicho el profeta Jeremías (22:11-12).

Joacim 609-598 a. C.

Joacim, otro hijo de Josías, comenzó su reinado por elección de Necao. No solamente el faraón egipcio cambió su nombre de Eliaquim a Joacim, sino que también exigió un fuerte tributo de Judá (II Reyes 23:35), y por once años continuó siendo el rey de Judá. Hasta que los babilonios desaloja­ron a los egipcios de Carquemis (605 a. C.), Joacim permaneció sujeto a Necao.

Jeremías se enfrentó con una severa oposición mientras que reinó Joa­cim. Hallándose en el atrio del templo, Jeremías predijo el cautiverio de Babilonia para los habitantes de Jerusalén. Cuando el pueblo oyó que el templo iba a ser destruido, apeló a los líderes políticos para matar a Je­remías (Jer. 26); no obstante, algunos de los ancianos salieron en su defensa, citando la experiencia de Miqueas un siglo antes. Aquel profeta también había anunciado la destrucción de Jerusalén, pero Ezequías no le hizo nin­gún daño. Aunque Urías, un profeta contemporáneo, fue martirizado por Joacim por predicar el mismo mensaje, la vida de Jeremías fue salvada. Ahicam, una figura política prominente, apoyó a Jeremías en aquella época de peligro.

Durante el cuarto año del reinado de Joacim, el rollo de Jeremías fue leído ante el rey. Mientras Joacim escuchaba el mensaje del juicio, rompió el rollo en pedazos y lo lanzó al fuego. En contraste con Josías —que se arrepintió y se volvió hacia Dios— Joacim ignoró y desafió despectivamente las profétícas advertencias (Jer. 36:1-32).

Jeremías demostró de forma impresionante el portentoso mensaje ante el pueblo, y anunció que estando bajo órdenes divinas, escondería su culto nuevo de lino en una hendidura del río Eufrates. Cuando quedó podrido por la acción de las aguas y ya no servía para nada, lo mostró al pueblo diciéndole que de la misma forma Jehová aniquilaría el orgullo de Judá (Jer. 13:1-11).

En otra ocasión, Jeremías condujo a los sacerdotes y ancianos al valle del hijo de Hinom, donde se ofrecían sacrificios humanos. Destrozando una vasija sacrificial ante la multitud, Jeremías, valientemente, advirtió que Je­rusalén sería roto en fragmentos por el propio Dios. Tan grande sería la destrucción que incluso aquel valle maldito sería utilizado como lu­gar de enterramiento. No es de extrañar que el sacerdote Pasur detuviese a Jeremías y lo tuviese encerrado por una noche (Jer. 19:1-20:18). Aunque desalentado, Jeremías fue advertido de la lección aprendida en la alfarería, de que Dios tendría que exponer a Judá a la cautividad con objeto de mol­dear la vasija deseada.

El cuarto año de Joacim (605) fue un momento crucial para Jerusalén. En la decisiva batalla de Carquemis, a principios del verano, los egipcios fue­ron dispersados por los babilonios. Nabucodonosor había avanzado lo bas­tante lejos dentro de la Palestina del sur para reclamar tesoros y rehenes en Jerusalén, Daniel y sus amigos siendo los más notables entre los cautivos de Judá (Dan. 1:1). Aunque Joacim retuvo su trono, la vuelta de los babi­lonios a Siria en el 604, y a Asquelón en el 603, y un choque con Necao en las fronteras de Egipto, en el 601, frustraron cualquier intento de termi­nar con el vasallaje babilónico. Ya que este encuentro egipcio no fue deci­sivo, con ambos ejércitos en retirada con fuertes pérdidas, Joacim pudo haber tenido la oportunidad de retener el tributo. Aunque Nabucodonosor no en­vió su ejército conquistador a Jerusalén durante varios años, incitó ataques sobre Judá por bandas de pillaje de caldeos apoyados por los moabitas, ammonitas y sirios. En el curso de este estado de guerra, el reinado de Joacim terminó bruscamente por la muerte, dejando una precaria política anti-babiló-nica a su joven hijo Joaquín.

La forma en que Joacim encontró la muerte, no está registrada ni en el Libro de los Reyes ni en el de las Crónicas. El haber quemado los trozos del rollo de Jeremías precipitó el juicio divino contra Joacim, y su cuerpo quedó expuesto al calor del sol durante el día y a la escarcha durante la no­che, indicando que no tendría un enterramiento real (Jer. 36:27-32). En otra ocasión, Jeremías predijo que Joacim tendría el enterramiento de un asno y que su cuerpo sería arrojado más allá de las puertas de Jerusalén (Jer. 22:18-19). Ya que no hay relato histórico de las circunstancias de la muerte de Joacim, ni siquiera se menciona su entierro, la conclusión es que este rey soberbio y desafiante de la ley de Dios, fue muerto en la batalla. En tiempo de guerra, resultaba imposible el proporcionarle un en­terramiento honorable.

Joacim, también conocido por Conías o Jeconías, permaneció solo por «es meses como rey de Jerusalén. En el 597 los ejércitos de Babilonia ro­dearon la ciudad. Dándose cuenta de que sería inútil toda resistencia, Joacim se rindió a Nabucodonosor. Esta vez, el rey babilonio no se limitó a tomar unos cuantos prisioneros y exigir una seguridad verbal del tributo mediante la correspondiente alianza. Los babilonios despojaron el templo y los tesoros reales. Joacim y la reina madre fueron tomados también como prisioneros. Acompañándoles a su cautiverio de Babilonia, se encontraban los oficiales de palacio, los grandes cargos de la corte, artesanos y todos los líderes de la comunidad. Ni siquiera entre aquellos miles, estaba Ezequiel. Matanías, cuyo nombre cambió Nabucodonosor por el de Sedequías, quedó a cargo del pueblo que permaneció en Jerusalén.

Sedequías 597-586 a. C.

Sedequías era el hijo más joven de Josías. Puesto que Joacim fue consi­derado con el heredero legítimo al trono de David, Sedequías fue considera­do como un rey marioneta, sujeto a la soberanía babilónica. Tras una década de política débil y vacilante, Sedequías perdió el derecho al gobierno nacional de Judá. Jerusalén fue destruido en el 586.

Jeremías continuó su fiel ministerio a través de los angustiosos años de aquel estado de guerra, de hambre y de destrucción. Habiendo sido dejado con los estamentos más bajos del pueblo en Jerusalén, Jeremías tuvo un apropiado mensaje para su auditorio basado en una visión de dos cestas de higos (Jer. 24). Los buenos higos representaban a los cautivos que habían sido llevados al destierro. Los malos, que ni siquiera podían ser comidos, eran las gentes que quedaron en Jerusalén. El cautiverio también les aguar­daba a su debido tiempo. Carecían del suficiente orgullo para haber escapado.

Jeremías escribió cartas a los exiliados de Babilonia, alentándoles a adaptarse a las condiciones del exilio. No podían esperar el retorno a Judá en setenta años (Jer. 25:11-12; 29:10).

Sedequías estuvo bajo la presión constantemente para unirse a los egip­cios en una rebelión contra Babilonia. Cuando Samético II sucedió a Necao (594), Edom, Moab, Anión, y Fenicia se unieron a Egipto en una coalición anti-babilónica, creando una crisis en Judá. Con un yugo de madera alrede­dor del cuello, Jeremías anunció dramáticamente que Nabucodonosor era el siervo de Dios a quien las naciones deberían someterse de buena voluntad. Sedequías recibió la seguridad de que la sumisión al rey de Babilonia evitaría la destrucción de Jerusalén (Jer. 27).

La oposición a Jeremías crecía conforme los falsos profetas aconsejaban una rebelión. Incluso confundían a los cautivos diciéndoles que los tesoros del templo pronto serían devueltos. Contrariamente al consejo de Jeremías, aseguraban a los exiliados la pronta vuelta al hogar patrio. Un día, Hananías tomó el yugo de Jeremías, lo rompió y anunció públicamente que de la mis­ma forma el yugo de Babilonia sería roto dentro de pasados dos años. Asombrado, Jeremías continuó su camino. Pronto volvió portador de un mensaje de Dios, Mostró un nuevo yugo, pero de hierro, en vez de madera, anunciando que las naciones caerían en las garras de Nabudoconosor donde no habría escape. Por lo que respecta a Hananías, Jeremías anunció que mo­riría antes de que finalizase aquel año, lo cual se cumplió. El funeral de

Hananías fue la pública confirmación de que Jeremías era el verdadero men­sajero de Dios.

Aunque Sedequías sobrevivió a la primera crisis, ayudó a los planes agre­sivos para la rebelión en el 588, cuando el nuevo faraón de Egipto organizó una expedición hacia Asia. Con Amón y Judá en rebelión, Nabucodonosor rápidamente se estableció en Ribla, en Siria. Inmediatamente su ejército puso sitio a Jerusalén. Aunque Sedequías no quiso rendirse, como Jeremías le había aconsejado, intentó hacer lo mejor en busca de una solución favorable. Anunció la libertad de los esclavos, que en tiempo del hambre, eran venta­joso a sus dueños, al no tener que darle sus raciones. Cuando el asedio a Jerusalén fue súbitamente levantado, al dirigirse las fuerzas de Babilonia hacia Egipto, los dueños de los esclavos les reclamaron inmediatamente (Jer. 37). Jeremías entonces advirtió que los babilonios pronto reanudarían su asedio.

Un día, mientras se dirigía a Anatot, Jeremías fue arrestado, apaleado y hecho prisionero con los cargos de que era partidario de Babilonia. Sede­quías mandó llamarle y en una entrevista secreta, Sedequías recibió una vez más el aviso de que no oyese a aquellos que favorecían la resistencia contra Babilonia, y a Nabucodonosor. Por su propia petición, Jeremías fue devuelto a la prisión, pero colocado en el cuerpo de guardia. Cuando objetaron en contra los oficiales de palacio, Sedequías dio su consentimiento de que matasen a Jeremías. Como resultado, los príncipes sumergieron al fiel pro­feta en una cisterna, con la esperanza de que perecería en el fango. La pro­mesa de Dios de liberar a Jeremías fue cumplida cuando un eunuco etíope le sacó y volvió a llevarle al patio de guardia. Pronto el ejército de Babilonia volvió a poner sitio a Jerusalén. Indudablemente muchos de los ciudadanos aceptaron al hecho de que la capitulación frente a Nabucodonosor era ine­vitable. En ese momento, Jeremías recibió un nuevo mensaje. Dada la opción de comprar un campo de Anatot, Jeremías, incluso estando encarcelado, compró inmediatamente la propiedad y tomó especial cuidado en ejecutar la venta legalmente. Esto representaba la devolución de los exiliados a la tierra prometida (Jer. 32).

En una entrevista secreta final, Sedequías escuchó una vez más la voz suplicante de Jeremías. La obediencia y la sumisión era preferible a cual­quier otra cosa. La resistencia solo traería el desastre. Temiendo a los lí­deres que estuviesen determinados a aguantar hasta el amargo fin, Sedequías falló en dar su consentimiento.

            En el verano del año 586 los babilonios entraron en la ciudad de Je­rusalén a través de una brecha abierta en sus murallas. Sedequías intentó escapar pero fue capturado y llevado a Ribla. Tras la ejecución de sus hijos, Sedequías el último rey de Judá, fue cegado y atado con cadenas para llevarlo a Babilonia. El gran templo Salomónico, que había sido el orgullo y Ja gloria de Israel por casi cuatro siglos, fue reducido a cenizas y la ciudad de Jerusalén quedó hecha un montón de ruinas.

Habla el Antiguo Testamento por Samuel J. Shultz

 
1. Los Principios
2. Edad Patriarcal
3. La Emancipación
4. La Religión
5. La Nacionalidad
6. La Ocupación
7. De Transición
8. David y Salomón
9. Reino Dividido
10. La Secesión
11. Los Realistas
12. Revolución
13. Judá y Siria
14. Desvanecimiento
15. Las Naciones
16. Mano de Dios
17. Interpretación
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19. Jeremías
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23. Las Profecías
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