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 18. Modos / Metas

Consejería Pastoral presenta los elementos básicos del arte de aconsejar  y define el lugar que esta actividad tiene dentro del ministerio pastoral. Considera los principios bíblicos y las bases psicológicas que sostienen a la consultoría pastoral. Examina casos reales tomados de la experiencia profesional  de  personas que pasan por dificultades vitales. Ofrece una guía de cómo dar orientación  de manera sencilla y eficaz.

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9. Responsabilizando al cliente. ¿De qué?

           Desde hace pocos años, el factor unificante en­tre los diversos métodos de aplicar el arte de aconsejar ha sido un marcado énfasis en la res­ponsabilidad personal. Guillermo Glasser dedica el capítulo primero de su Terapia de la Realidad a repudiar el concepto freudiano del determinismo. Enseña Freud que la gente actúa impulsada ineludiblemente por fuerzas psíquicas interiores, puestas en marcha por las experiencias de la pri­mera infancia. Por consiguiente, está muy pues­to en razón, según Freud, el hablar de la aflicción de una enfermedad mental como de un desorden psíquico del que el paciente no es en manera algu­na responsable. La tarea del terapeuta consiste en aceptar comprensivamente su conducta inade­cuada como el resultado fatal de unas fuerzas que escapan al control del paciente, y en suministrar nuevas influencias que contrarresten los malos efectos de las antiguas. El producto natural de este modo de pensar es la negación de toda res­ponsabilidad personal en el comportamiento. Sinner es igualmente (y, a veces, más explícito) tan absolutamente determinista como Freud, pero en lugar de transferir a los impulsos internos la responsabilidad de la persona, sitúa en el medio ambiente exterior la fuente de todo control. En cualquiera de los dos casos, el ser humano queda despojado de su dignidad como persona que posee una autodecisión y, de esta manera, no pue­de lógicamente hacérsele responsable de su con­ducta.

Como reacción contra este modo de pensar, Glaser clama, al frente de unos pocos psicólogos seculares, por una renovada conciencia de la im­portancia que posee la responsabilidad personal. La de hacerse al paciente responsable de lo que hace. Señálensele alternativas, ayúdesele a valo­rar sus relativos méritos, y luego se le ha de car­gar con la responsabilidad de escoger el camino que ineludiblemente debe seguir. Dígale a una esposa regañona que cese de regañar; y a un marido criticón, que cese de criticar; dígale a un neurótico miedoso, que no siga dejándose do­minar por sus temores y que haga lo que tiene miedo de hacer.

Los cristianos que han enfatizado el aspecto de la responsabilidad, necesitan estar alerta con­tra un serio, aunque sutil, peligro que tal modo de pensar comporta. Enfatizar la responsabili­dad de una esposa regañona para que hable apa­ciblemente y se comporte con amabilidad, puede fácilmente promover un esfuerzo apoyado en el poder de la carne: «Tengo que dejar de regañar. Voy a intentar firmemente esta semana ser la esposa agradable que Dios quiere que yo sea.» Algunos creyentes sugerirían que, en lugar de es­forzarse tan duramente, debería decir: «Vamos a dejar que Dios lo haga». ¿Quiere esto decir que no hay lugar para un esfuerzo de nuestra parte? En este caso, habremos vuelto a una situación de irresponsabilidad. Si no puedo frenar mi len­gua con mi propia fuerza, entonces quizás no soy responsable por no intentarlo. Con todo, la ma­yoría de los cristianos, aunque están de acuerdo en que el ser humano no puede ayudarse a sí mismo, sostienen sin embargo que es responsa­ble de lo que hace. A fin de resolver este aparente dilema, necesitamos determinar con precisión la esfera de la responsabilidad. Los consejeros bíbli­cos deben tener a sus pacientes como responsa­bles únicamente de aquello que pueden contro­lar. Lo contrario equivaldría a provocar el de­sánimo.

Reanudemos el hilo del capítulo anterior. Ya se le ha mostrado al cliente en qué consisten sus necesidades. Sus equivocadas opiniones sobre el modo de satisfacer tales necesidades han sido cui­dadosamente trazadas desde su comienzo hasta su forma actual. Ya le ha sido presentada la res­puesta correcta al interrogante de fundamental importancia: «¿Sobre qué base puedo yo consi­derarme legítimamente como algo valioso, impor­tante y seguro a un mismo tiempo?» (Véanse los capítulos 4 y 5). El cliente ha recibido ayuda para percatarse de que su pecaminoso módulo de con­ducta y sus problemas emocionales, tenían su punto de partida en su equivocado modo de pensar. Se le ha propuesto con toda precisión el cur­so de acción consecuente con un correcto pensar y destinado a promover una correcta interrelación con su ambiente.

¿Cuál es el próximo paso en el arte de aconse­jar? Al llegar a este punto, ¿se le debería decir al cliente que es responsable para comportarse de acuerdo con la voluntad de Dios y que, por ser cristiano (suponiendo que realmente lo sea), tiene a mano todo el poder que para ello necesi­ta, por medio del Espíritu Santo que mora en él? ¿Deberían formularse objetivos, precisar se­ñalamientos, bosquejar los pasos a seguir? En Efesios 4, Pablo nos intima a renovarnos en el espíritu de nuestra mente y vestirnos del nuevo hombre; en otras palabras, a clarificar nuestro modo de pensar y, tras ello, remodelar nuestra conducta. El debido orden parece, pues, ser: pensar correctamente, después vivir correctamen­te. Con todo, en mi experiencia de consejero, me ha ocurrido el observar cómo una persona se daba cuenta de sus equivocadas creencias, las sustituía conscientemente por otras correctas y después fra­casaba en sus esfuerzos, a no dudar sinceros, por vivir una vida transformada. Algo estaba fallando. El paso que se echa de menos entre el pensar co­rrecto y el correcto actuar llega a encontrarse cuando comprendemos la esfera primordial de la responsabilidad humana.

La Escritura entera nos enseña que la vida, en este mundo manchado por el pecado, siempre va precedida de la muerte:

«De cierto, de cierto os digo, que si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto (una vida trans­formada)» (Jn. 12:24).

«Porque somos sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nue­va. Porque si fuimos plantados juntamente con él en la semejanza de su muerte, así también lo seremos en la de su resurrección» (Rom. 6:4, 5).

«Y si morimos con Cristo, creemos que también viviremos con él» (Rom. 6:6:8).

«Así también vosotros consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Se­ñor nuestro» (Rom. 6:11).

El orden es claro y consecuente: primero la muerte, después la vida. En cierto sentido, cuando Cristo murió, yo morí. Por consiguiente, puedo vivir así como él vive, con la deuda del pecado ya pagada. Resulta interesante el observar que la primera exhortación de la epístola a los Romanos se encuentra en 6:11: «Consideraos también vo­sotros muertos al pecado»; es decir, tenedlo por cosa cierta. Mas en el versículo 12, Pablo parece decir que, una vez que nos consideremos a noso­tros mismos como realmente muertos, completa­remos esto escogiendo no pecar. Aquí está la base de la responsabilidad del cristiano (y pienso que también el elemento central para superar la ten­tación). Si me veo confrontado con una forma pecaminosa de pensar: «Mi importancia necesita ser reconocida por los demás») y, como conse­cuencia de ello, me veo inclinado a obrar peca­minosamente, debo morir experimentalmente a tal forma pecaminosa, de la misma manera que ya estoy muerto a ella posicionalmente. Debo ha­cer que sea una realidad actual en mi experiencia inmediata lo que Dios dice que es verdad: Estoy muerto al pecado. En otras palabras, debo identificarme con Cristo en Su muerte, haciendo con el pecado exactamente lo mismo que él hizo res­pecto al pecado. Tanto el Padre como el Hijo, durante la realización de la obra de la Cruz, gri­taron contra el pecado un rotundo no. El Padre volvió la espalda a Su Hijo amado, cuando Jesús fue hecho pecado por mí. Cristo se sometió libre­mente a la voluntad de Su Padre, al permitir que los soldados lo clavaran en la Cruz, pues estaba de acuerdo con el Padre en que el pecado debe ser castigado. Al quedar colgado en la Cruz, estaba proveyendo la base para gritarle al pecado un eterno no.

Dios me hace responsable para gritarle, en mi vida, al pecado un no igualmente rotundo. Ha­blando en plata, cuando quiera que me enfrente con la posibilidad de rendirme al pecado, debo decidir que no lo haré, porque yo rechazo el pe­cado como lo rechaza Dios. Esa es mi primordial responsabilidad dentro de una vida ya transfor­mada: querer no pecar de forma existencial, mo­mento a momento, cuando el aguijón está ahí, y luego apelar a la vida de Cristo como recurso para superar la tentación. El acto presente de re­sistir comportará a menudo lo que yo experimen­to en mí mismo como un esfuerzo por apretar los dientes. Seré consciente de estar como luchan­do por oponerme a la fuerza de una marejada. Me encontraré nadando contra la corriente y mis bra­zos sentirán la fatiga. La victoria depende prime­ramente de una decisión de no pecar, de nadar contra la corriente y, en segundo lugar, de creer que el poder de Dios es suficiente para poder re­sistir a la marea de los instintos y de los senti­mientos interiores que parecen insuperables.

Una vez entendido esto, el consejero bíblico dis­cutirá la actitud del cliente respecto al pecado ya reconocido en sus pensamientos y acciones. Es asombrosa la despreocupación con que tantas per­sonas reaccionan frente a un pecado personal re­conocido como tal. Si en el fondo de nuestros sinceros y conscientes esfuerzos por cambiar nues­tra conducta nos estamos realmente diciéndonos a nosotros mismos: «Ya sé que no debería pecar; pienso que sería mejor intentar el no volverlo a cometer», entonces nunca habrá un cambio per­manente. Como no ha habido experiencia de muer­te, tampoco puede haber experiencia de vida. Otra actitud muy corriente es: «Ya sé que obro mal, pero también él obra mal. Mi pecado no es más grave que el suyo»; o quizá: «De seguro que esto es pecado, pero ¿qué otra cosa se puede esperar? ¡Fíjese por lo que estoy pasando! ¿Podría usted pasar por esto sin resentimiento y sin sentirse desgraciado?» Sea cual sea la actitud que se adop­te, no podrá darse la experiencia de una vida ple­na en Cristo, una vida de victoria y conversión, a menos que se profiera un decisivo no en el mo­mento de la tentación y se escoja actualmente el morir a las malas formas de vida.

El vestirse del hombre nuevo requiere el haber­se despojado antes del hombre viejo, profiriendo con todas nuestras fuerzas un decisivo y delibe­rado no al pecado. Y después debemos continuar diciendo no, cada día, a lo largo de toda nuestra vida, en cada momento de nuestra vida. (Por su­puesto que algunas veces fallaremos y diremos sí al pecado. La maravilla de la Cruz está en su infinita eficacia para restaurar en mí la comunión con el Señor, tantas veces cuantas pueda yo caer en el pecado.)

Después que el consejero haya hecho ver la equi­vocada mentalidad y haya mostrado cuál es el correcto pensar, el próximo paso comportará la decisión por parte del cliente de despojarse de la práctica del pecado y revestirse de la práctica de la justicia. Si no se da este paso, las exhorta­ciones a cambiar de vida sólo producirán resul­tados superficiales y temporales.

Voy a poner una comparación. Hace algunos meses me hallaba yo volando de Detroit a Ft. Lauderdale.  Cuando se sirvió la comida, inmediata­mente vi el cremoso pastelito de chocolate al fon­do del lado izquierdo de mi bandeja. Me apresuré a tragar la tibia, y más o menos gustosa comida, en la espera de los epicúreos goces que tenía frente a mí. Cuando ya estaba listo para el pastel, advertí con pesadumbre que había vaciado mi taza de café. Yo soy uno de esos cuyo placer en comer postres de dulce está inmensamente acre­centado con los sorbos de un buen café, caliente y aromático. Imagínense mi dilema. La azafata estaba ocupada y parecía ser que yo tendría que esperar quizá diez minutos hasta poder obtener más café. Un espacio como de treinta centímetros separaba mi boca del pastel y yo sabía que debía esperar. Mis pensamientos estaban bien claros: tendría mayor placer si esperaba diez minutos; me había aconsejado a mí mismo hasta el punto de percatarme de mi necesidad (un mero placer sensorial); me di cuenta de lo incorrecto del pen­sar que mi necesidad podría ser satisfecha de un modo mejor si me comía inmediatamente el pas­tel.

El siguiente paso en mi método de aconsejarme a mí mismo era responsabilizarme a mí mismo para no comer. Así que comencé a revisar mentalmente la situación. «Larry —me dije—, real­mente debes esperar. Es el mejor modo de satis­facer tu necesidad. Debes ser capaz de esperar sólo diez minutos. Tú sabes que es lo mejor. Tus pensamientos están en orden. Así que ¡espera!» Como quiera que yo estuviera totalmente convencido de mis argumentos, me sentí desazonado al notar que mi mano agarraba el tenedor y se movía de­prisa hacia el lado izquierdo, al fondo de la ban­deja. Mi consternación estaba mezclada con un placer culpable poco después, conforme saborea­ba el chocolate que me llenaba la boca. Al darme cuenta de que un solo mordisco había reducido el tamaño del pastel en un tercio, volví frenéti­camente a debatirme en mi interior: «Larry, le has dado un buen mordisco. Cierto que estaba bueno, pero no dispones de café que acreciente tu deseado placer. Imagínate el disfrute del café y espera, espera, espera.»

Armado de esta nueva resolución y sintiéndome totalmente confiado, noté de nuevo con alarma el movimiento de mi mano empuñando el tenedor. Tras el segundo tercio, se me ocurrió que mi de­rrota, más bien trivial, era semejante a la derrota de tantas personas que saben lo que es correcto, que quieren hacer lo correcto, y vienen a hacer lo que es incorrecto. No podía achacar mi de­rrota a falta de fuerza de voluntad. Si hubiese sido ésa la razón yo estaría destinado a una con­tinua derrota, puesto que no tenía idea de cómo aumentar cuantitativamente mi fuerza de volun­tad. Al reflexionar sobre mi dilema, advertí con asombro qué era lo que realmente me faltaba. Había comprendido mi necesidad, estaba pensan­do correctamente y quería de veras obrar correc­tamente, pero nunca había muerto al pastel diciéndole: «¡No!», mediante una decisión negativa firme, contundente, explícita y enfática. ¡En el fondo, estaba todavía acariciando la posibilidad de comérmelo!

Tras asegurarme de que nadie me observaba ni podía oírme, eché una rápida mirada al pastel y le dije con tranquilidad pero con la mayor fir­meza: «¡ No!» Fruto de esta victoria fue, pocos minutos después, un solo bocado de pastel, pre­cedido y seguido de sendos sorbos de café ca­liente.

La comparación será necia, pero el punto que trato de ilustrar es de una importancia vital. An­tes de embarcarse en un programa de cambio de conducta es preciso asegurar una firme decisión de cambiar, basada en un claro voto contra el pecado. Para expresar toda esta materia de un modo sencillo y en un lenguaje que nos es más familiar, diré que el arrepentimiento, una decisión deliberada de darse la vuelta («conversión»), basada en un cambio de mentalidad, debe prece­der al cambio de conducta. No hace falta decir, tratándose de consejeros cristianos, que es parte integrante de mi rechazo enfático del pecado la confesión específica de todo pecado conocido, he­cha ante la parte ofendida: siempre delante del Señor y a menudo ante una persona en concreto contra la que se cometió el pecado. Aunque su­pongo que se tiene conciencia de la necesidad de la confesión, quizás algunos consejeros podrían pasar por alto algo que es obvio. El procedimiento bíblico para un cambio o conversión es claro: confesión y arrepentimiento. Primeramente, es preciso que uno se reconozca pecador ante la Cruz de Cristo, que pida perdón y una comunión re­cuperada. Después, debe darse la espalda al pecado con toda decisión, arrepentirse de él, resol­verse valientemente a rechazarlo como estilo de vida y decirle para siempre: «¡No!» Y, a partir de entonces, ocuparse en la salvación mediante la práctica de la justicia, escogiendo el caminar en las obras buenas a las que hemos sido desti­nados.

Haga usted responsable a su cliente; ¿de qué? De que ha de confesar su pecado, de un propósito firme y deliberado de convertirse de él y, tras esto, de que ha de poner en práctica una nueva conducta, creyendo que el Espíritu Santo que mora en él le suministrará toda la fuerza que ne­cesite. Las consecuencias son vitales. Ahora ya podemos añadir un importante detalle al esquema del método de aconsejar, presentado en el ca­pítulo 4. Lo hacemos de la forma siguiente:

DESCUBRIR EL PROBLEMA 

1.                                Descubrir los sentimientos negativos (pecaminosos).

2.                                Descubrir una conducta negativa y (pecaminoa).

3.                                Descubrir la mentalidad erronea (pecaminosa insensata).

REALIZAR EL CAMBIO MEDIANTE LA ENSEÑANZA 

4.                                Enseñar a pensar correctamente.

5.                                Insistir en la confesión y en el arrepentimiento.

6.                                Programar una conducta correcta.

7.                                Disfrutar de sentimientos que satisfagan. 

Permítaseme ilustrar brevemente la importan­cia de una decisión de no pecar. Un creyente ca­sado estaba plagado de fuertes impulsos homo­sexuales. Cada tres o cuatro semanas, el impulso llegaba a ser tan fuerte que el hombre se rendía y se entregaba a prácticas homosexuales. Los esfuerzos de psiquíatras seculares habían consegui­do trazar el desarrollo de esta aberración sexual, pero, como ocurre con mucha frecuencia, la com­prensión del caso no produjo ningún cambio. El individuo se limitó a comprenderse mejor a sí mismo, mientras continuaba buscando un cóm­plice homosexual cada tres semanas. Los consejos pastorales habían incluido una fuerte denuncia de su conducta como pecaminosa, recordándole que el Espíritu Santo le ofrecía todo el poder que necesitaba para resistir a la tentación; a las oraciones y a las exhortaciones a abandonar tal conducta siguió la imposición de la disciplina por parte de la iglesia. Nada pudo valerle. Mi paciente refería que se sentía animado después de una reunión de oración con los ancianos y no volvía a sentir aquel impulso durante algunas semanas, pero luego le resurgía el impulso con acrecida intensidad. Trató de aplicar aquello de «¡Vamos a dejarlo en las manos de Dios!», pero sus im­pulsos le arrastraban hacia su cómplice homo­sexual. Si intentaba resistir por sí mismo a la tentación, mientras reiteraba su firme confianza en que el poder viene de Dios, los impulsos supe­raban a sus fuerzas y volvía a sucumbir. ¿Por qué no le suministraba Dios la fuerza que necesitaba? ¿Qué es lo que estaba funcionando mal?

Mientras hablaba con él, llegué a ver con cla­ridad que el hombre trataba de conseguir la vic­toria a base de uno de estos dos recursos: de que se le proporcionase una mayor fuerza para resis­tir al deseo. Ninguna de las dos opciones depen­día de él en modo alguno. No era responsable de nada. En el fondo de sus fracasos había más bien una voz interior, con que se expresaba pasi­vamente: «Señor, realmente yo no quiero pecar. Ayúdame» Una discusión posterior con él, me indicó que todo el estilo de su vida entera era, más que otra cosa, pasivo. Pocas veces se había atrevido a tomar el toro por los cuernos Yo le hice notar que su responsabilidad consistía en una decisión firme y valiente de no pecar. Debía hacerla en aquel mismo instante y en el momen­to en que llegase la tentación. Y luego, confiar que Dios obraría en él tanto el querer como el hacer de Su buena voluntad El poder del Espí­ritu Santo se expandió en su interior, tan pronto como se decidió firmemente a escoger el andar en el camino de Dios. Allí estaba en abundancia la fuerza para resistir. La victoria dependió de su toma de responsabilidad por lo que él podía controlar: tomar una clara decisión de obedecer a Dios no pecando.

10. Los modos y metas del arte de aconsejar

LOS MODOS

Me impresiona el hecho de que Pablo parece siempre exhortar, más bien que ordenar y man­dar. El Nuevo Testamento está lleno de claras normas: No cometáis adulterio, no mintáis, so­brellevad los unos las cargas de los otros, no murmuréis, etc. Es típico de Pablo el exhortar­nos a que nos amoldemos a la forma de Cristo, descrita en dichas instrucciones. En su discurso de despedida a los ancianos de Efeso, Pablo ha­bla de amonestar con lágrimas a cada uno. Nun­ca se tiene la impresión de que Pablo ordenase ásperamente a las personas a comportarse. Al­gunos de los recientes libros sobre el arte de aconsejar han llegado a ser leídos bajo la impre­sión de que estimulaban el uso de métodos fríos e impersonales: «Mire usted. Esto es lo que dice la Biblia. Si a usted le parece bien, estupendo.

Verá qué bien le va. Si no le gusta, allá se las componga usted; haga lo que le dé la gana.»

C. S. Lewis, en un libro El Peso de Gloria, dice que no hay que considerar a ningún hombre como a un mero ser mortal. Si pudiéramos ver ahora mismo en el estado de su destino eterno a la más insignificante de las personas, o nos estremeceríamos de espanto ante la personifica­ción de una desolada maldad, o caeríamos de ro­dillas para venerar a alguien revestido de la her­mosura de su parecido con Cristo. Cuando miro a la gente como a seres maravillosos, aunque caídos, mi actitud cambia de un «lo toma o lo deja», a un «estoy anhelando que lo tome; el gozo que está a disposición de usted es el destino para el que Dios le ha creado». Aunque un consejero bíblico debe siempre hacer responsable a la gente y no debe buscar componendas con los princi­pios de la Escritura, su modo de tratar a las personas, aunque a menudo deba ser firme y ta­jante, nunca habrá de ser áspero, cínico, sarcástico ni indiferente, sino que ha de caracterizarse por el tierno amor de un Sumo Sacerdote que puede compadecerse de nuestras debilidades. Cuando una persona no quiere andar por el ca­mino de Dios, sino que insiste en depender de su resentimiento, su autocompasión u otra cual­quiera de las formas de vida pecaminosas, el consejero debe confrontarle directamente con la ver­dad de un modo firme y tajante, pero también tierno y cálido. Si no responde como uno querría, habría de decirle al cliente cuánto lo siente y que está dispuesto a recibirle de nuevo cuando él esté decidido a arreglar sus cosas con Dios.

La gente que tiene problemas está sufriendo. Cuando el sufrimiento es el resultado directo de la obediencia a Dios (como fue el caso de la ago­nía de Jesús en Getsemaní), lo adecuado es ayu­dar amorosamente. Cuando el sufrimiento es real­mente una rebeldía contra las circunstancias dis­puestas por Dios, entonces es necesaria una con­frontación amorosa.

Las metas

Los psicoterapeutas solían insistir en que los valores no tenían lugar alguno en su profesión. Durante muchos años, se dio por supuesto que el arte profesional de aconsejar era una tarea tan científica como pueda serlo la de un dentis­ta o un cirujano. Pocos creyentes insistirían en que su dentista compartiese sus creencias evan­gélicas y fundamentalistas. La mayoría de ellos se inclinaría naturalmente a escoger un dentista muy competente, por agnóstico que fuese, más bien que a uno del montón, por muy cristiano que pareciese. Si el arte de aconsejar es una téc­nica enteramente regulada por los principios científicos, ¿por qué habrían de preocuparse los creyentes por encontrar un consejero que sea cristiano? El comportamiento de dicho señor se­ría, poco más o menos, el mismo que el de un consejero no cristiano.

El paralelismo entre la odontología y el arte de aconsejar se viene abajo tan pronto como se consideran las metas respectivas de ambas ramas del saber. Ambas profesiones tratan de diagnos­ticar desviaciones de las normas de salud, y de restaurar al paciente de acuerdo con dichas nor­mas con el mayor acierto posible. Por consiguien­te, la pregunta esencial viene a ser la siguiente: ¿Qué es salud? Poca discrepancia habría entre un grupo de dentistas cristianos y no cristianos en definir la salud bucal.

Y cualquier diferencia que pudiera existir entre ambos grupos, ciertamente que no tendría nada que ver con la teología. Pero un psicólogo cris­tiano y otro no cristiano podrían tener muchas mayores dificultades en encontrar un punto de acuerdo sobre la definición de una personalidad sana. El considerar sana o no sana a una persona depende en gran manera del sistema de valores que sostenga el que diagnostica. Para un conseje­ro secular, un reajuste sano en problemas con­yugales podría encontrarse por medio del divor­cio. Para un consejero bíblico, permanecer con una esposa siempre desagradable podría ser el test de su obediencia a Dios y el medio de me­jorar el propio carácter. Los consejeros secula­res podrían tratar de encontrar un ajuste en un estilo homosexual de vida procurando aminorar el sentimiento de culpabilidad y promoviendo la aceptación de sí mismo como uno es, mientras que un consejero bíblico habría de insistir en que se reconociese que la actividad homosexual es pecado y en que se hiciese un propósito firme de abandonar tal inmoralidad. Podría mencionar­se que incluso los terapeutas cristianos pierden a veces de vista el objetivo del parecerse a Cris­to y están curando un pecado mientras incitan a cometer otro.

En cierta ocasión, escuché a un psiquiatra cre­yente referir el éxito que tuvo en el tratamiento de un homosexual. Un plan de masturbación rea­lizada mirando a una revista típica de «playboys» (técnica corriente entre los terapeutas behavioristas) había aumentado su inclinación hacia el sexo opuesto hasta el punto de que, siendo el paciente soltero, comenzó a acostarse con su no­via. Su curación me da la impresión de que no resulta más afortunada que el enseñar a un atra­cador de bancos las técnicas astutas de un esta­fador.

Recientemente tuve que aconsejar a una señora casada con un individuo agresivo que procuraba asegurar su condición de cabeza de familia. Un psicólogo secular le había informado de que su marido era, sin duda alguna, un chauvinista que necesitaba poner al día sus puntos de vista sobre el matrimonio. Aunque estaba claro que el hom­bre empleaba su virilidad como un arma de do­minio conyugal, yo no tuve inconveniente en apo­yar su papel de cabeza de familia, por más que me viese obligado a condenar su anti-bíblica fal­ta de afecto. Exhorté a la mujer a que se some­tiera a él aceptándole tal cual él era, sugerencia diametralmente opuesta al punto de vista de mi colega acerca de los derechos de la mujer. Habla­mos de la necesidad de seguridad que ella bus­caba y de cómo la obediencia a Dios (quien exige sumisión) era la ruta para llegar a la realización personal. La salud personal, según el aludido con­sejero secular, comportaba la afirmación de sí mismo; en cambio, para el consejero bíblico, ne­cesariamente incluía la negación de sí mismo y una sumisión motivada, no por la debilidad o el miedo, sino por una amorosa confianza en el Señor.

Como quiera que el objetivo del arte de acon­sejar depende específicamente del sistema de valo­res que uno mantenga, y por existir en nuestra sociedad un sector considerable que profesa la ética cristiana evangélica, resulta obvio que un sistema bíblico de aconsejar ocupa un lugar nece­sario en el mundo de los contactos profesionales relacionados con el arte de aconsejar. El cristiano tiene un objetivo primordial en su vida: ase­mejarse a Cristo. Dios ha empeñado su palabra en su deseo de reproducir en cada uno de nos­otros la imagen de Su Hijo, y nosotros tenemos ahora el privilegio de poder cooperar con él en la consecución de tal objetivo.

Un consejero bíblico nunca debe excusar una conducta o unas actividades irreligiosas. El re­sentimiento, la autocompasión, la inmoralidad, la envidia, el descontento, el afán materialista de competición, la sensualidad, el orgullo, la menti­ra y la ansiedad son cosas, todas ellas, contrarias a la imagen de Cristo. El objetivo del consejero bíblico consiste en ayudar a una persona a cam­biar de dirección y procurar parecerse a Cristo. El obstáculo principal en este proceso hacia la madurez, es la incredulidad o, precisando mejor, las falsas creencias, pues ello evidencia que allí existe un problema que se transparenta en emo­ciones y conductas negativas, destructivas. Sería menester escribir otro volumen sobre las actua­les técnicas de cambiar las creencias y promover sentimientos y comportamientos «sanos». No es suficiente con decir que el Espíritu Santo nos guiará. Si el consejero emplea como un sucedá­neo la supuesta dirección del Espíritu Santo en lugar del mucho pensar y el proceder con caute­la, el resultado de sus consejos será invariable­mente una chapucería. El propósito del presente libro es sentar las bases teóricas para una inicia­ción consistentemente bíblica en el arte de acon­sejar, y proporcionar una base firme para refle­xionar mucho y proceder con cautela. Oro al Se­ñor, con la esperanza de que pueda servir como un estimulante provechoso para equipar a los terapeutas y consejeros cristianos a participar en la tarea apasionante de presentar completo en Cristo a cada ser humano, y espero también que tal vez pueda aclarar un poco el papel de la igle­sia local de dar una respuesta satisfactoria a las necesidades más profundas de la persona humana.

           Crabb, L. J., Principios Bíblicos del Arte de Aconsejar, graciasoberana.com

 
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