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Consejería Pastoral presenta los elementos básicos del arte de aconsejar  y define el lugar que esta actividad tiene dentro del ministerio pastoral. Considera los principios bíblicos y las bases psicológicas que sostienen a la consultoría pastoral. Examina casos reales tomados de la experiencia profesional  de  personas que pasan por dificultades vitales. Ofrece una guía de cómo dar orientación  de manera sencilla y eficaz.

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PRINCIPIOS BIBLICOS DEL ARTE DE ACONSEJAR

L. J. Crabb

1. Ampliando nuestra visión

La mayoría de la gente tiene problemas. Hay personas que no se llevan bien con sus maridos o con sus esposas; otras están abrumadas por pro­blemas de dinero o de educación de los hijos; otras sufren depresión nerviosa; otras sienten una especie de vacío interior que les impide realizar­se; hay en fin otras esclavizadas por el alcohol o por el sexo. No hay suficientes consejeros pro­fesionales para dar abasto con tantos problemas. Y aunque los hubiera, son relativamente pocas las personas con dinero y paciencia suficientes para aguantar las caras y lentas series de sesio­nes que a menudo exigen los tradicionales méto­dos de esta clase de psicoterapia profesional. Además, es preciso admitir que el porcentaje de éxitos por parte de psicólogos y psiquíatras no justifica la conclusión de que una terapia profe­sional que esté al alcance de todos los bolsillos, sea la respuesta deseada.

El aumento de problemas personales y una creciente desilusión en los esfuerzos profesionales por resolverlos, han dado paso al intento de buscar nuevas vías de solución. Ha llegado el momento preciso para que los creyentes que to­men a Dios en serio, desarrollen un método bí­blico de aconsejar que afirme la autoridad de la Escritura y la necesidad y suficiencia de Cristo. La amargura, la culpabilidad, la preocupación, el resentimiento, el mal genio, el egoísmo que­jumbroso, la envidia y la lascivia están consu­miendo a nivel psíquico, espiritual (y, a menudo, a nivel fisiológico) las vidas de los hombres. Al menos en nuestro subconsciente, se ha encasti­llado la idea de que, para nosotros los creyentes, la entrega a Cristo y la dependencia del poder y de la guía del Espíritu Santo, nos exigen some­ternos a lo que el médico prescriba. Pero el caso es que la psicología y la psiquiatría profanas se han empeñado en meternos en la cabeza la no­ción de que los problemas emocionales son efec­to de un desequilibrio psíquico y dentro de esos límites se mueve todo el diagnóstico, así como la terapia, del especialista en psicología. Un renom­brado psicólogo, O. Hobart Nowrer, ha recrimi­nado a la Iglesia el haber vendido su espiritual primogenitura en cuanto al derecho a enseñar a la gente el modo de vivir con eficacia, a su co­lega el psiquiatra, no pocas veces su antagonista, a cambio de un plato de lentejas en forma de propaganda.

Estoy convencido de que la iglesia local debe y puede asumir con éxito la responsabilidad de contar entre sus filas hombres capaces de restau­rar en la gente con problemas la salud espiritual que les permita llevar una vida plena, producti­va y creadora. Un psiquiatra comentaba reciente­mente que sus pacientes todos estaban básicamente hambrientos de cariño y acogida y dónde debería manifestarse mejor el cariño que en una iglesia local centrada en Cristo. Jesús oró para que todos los suyos fuesen uno. Pablo habla de alegrarse con el que se alegra, de llorar con el que llora y de sobrellevar los unos las cargas de los otros. En la medida en que se cumple el objetivo que el Señor le fijó a su Iglesia, queda tam­bién satisfecho dentro de la Iglesia el profundo anhelo de ser amado y acogido, el cual engendra tantos problemas psicológicos cuando no encuen­tra la debida satisfacción.

Según explicaremos en detalle más adelante, la gente no sólo necesita amor, sino también un objetivo para sus vidas. La vida debe tener un sentido, un destino y una meta que no son pasajeros ni se producen automáticamente. Y es la iglesia local la destinada a suministrar una orien­tación al respecto. El Espíritu Santo ha distribui­do sus dones espirituales entre todos y cada uno de los miembros del Cuerpo. El ejercicio de tales dones contribuye a la más importante de todas las actividades que tienen hoy lugar en el mun­do, es a saber, la edificación de la Iglesia de Je­sucristo. ¡Qué objetivo tan magnífico y de una importancia eterna para la vida, queda específicamente a disposición de los hombres en el inte­rior de las estructuras organizadas de la iglesia local. Más adelante, explicaré más detenidamen­te mi creencia en que la iglesia local ha recibido en exclusiva de parte de Dios el ministerio de satisfacer las necesidades de la gente que padece trastornos emocionales.

Si hemos de esperar algún éxito del desempeño de una responsabilidad tan inmensa y tan seria­mente descuidada, los pastores necesitan volver al modelo bíblico, que no consiste en que el pastor sea el único que ejerce este ministerio con todos, sino en equipar a los miembros de la con­gregación para que ellos mismos puedan cumplir esta tarea por medio del ejercicio de sus dones espirituales. Las congregaciones necesitan reco­brar aquel maravilloso sentido de la «koinonía» o comunión, practicando una verdadera comuni­cación de bienes. Los pastores necesitan también entender la perspectiva bíblica sobre los proble­mas personales y enfatizar desde el pulpito la necesidad de aconsejar según la Biblia. En cada iglesia debería haber hombres y mujeres adies­trados en este ministerio sin par, de aconsejar de acuerdo con la Palabra de Dios. El desarrollo de una iglesia local hasta convertirse en una co­munidad equipada para aconsejar, utilizando sus recursos singulares de comunión fraternal y mi­nisterio, es una idea apasionante que necesita mucha reflexión. Como base para dicha reflexión es preciso que contestemos antes a la pregunta siguiente: ¿Cuál es el método bíblico que ha de usarse en el arte de aconsejar? Es preciso dedi­car una atención urgente, inteligente y de mucha amplitud a la tarea de desarrollar un método para ayudar a la gente, el cual, al par que eficien­te, sea en todo consecuente con la Biblia.

Todo concepto sobre el arte bíblico de aconse­jar debe basarse en el principio fundamental de que existe realmente un Dios infinito y personal que se ha revelado a Sí mismo en forma de pro­posiciones escritas, en la Biblia, y personalmente en una Palabra viva y encarnada, Jesucristo. Con­forme al testimonio de ambas, la Biblia y Jesu­cristo, el problema primordialmente básico de todo ser humano es su separación de Dios, el abismo creado entre ambos por el hecho de que Dios es santo y nosotros no lo somos. Mientras no se establezca comunicación entre ambas orillas, la gente podrá dar a sus problemas personales ciertas soluciones transitorias y parciales, echando mano en mayor o menor cuantía de los principios que ofrece la Biblia, pero nunca podrán disfrutar de una existencia completamente satisfecha ni en esta vida ni más allá de la tumba. El único modo de encontrar a Dios y disfrutar de la vida en co­munión con El, es por medio de Jesucristo. Cuan­do estamos de acuerdo con Dios respecto a nues­tra condición pecadora, nos arrepentimos de nuestros pecados y ponemos toda nuestra fe y confianza en la sangre de Jesús como el precio total de nuestro rescate de la esclavitud del peca­do y del demonio, ello basta para conducirnos a una íntima relación con Dios (un hecho verdaderamente asombroso) y nos abre la puerta a una vida plena y con sentido.

Ahora bien, si los cristianos se sienten inclina­dos a sustituir la pura psicoterapia profana por unas normas bíblicas aplicadas en el contexto de la iglesia local, hemos de decirles que el justo medio consiste en no quitar importancia a los aspectos científicos y en no contentarnos con ellos. Los Evangélicos suelen irse a uno de los dos extremos. No basta con decirle sin más a una persona que sufre depresión, que es pecadora y que debe confesar sus pecados al Señor prometiéndole no volver a pecar. Tal modo de proceder presentaría al mundo el rostro de un Cristianis­mo más opresivo que liberador, como un sistema insensible lleno de normas duras de cumplir. Re­cientemente se ha intentado programar un arte cristiano de aconsejar a la manera en que se planearía una cacería de brujas: localizar el pecado y echarlo a la hoguera. Más adelante explicaré las razones que tengo para creer que este modo de obrar, aunque correcto en su base teológica, es incorrecto y no precisamente bíblico en su meto­dología. Es un error muy grave el pensar que Cristo sólo puede ayudar en problemas específi­camente espirituales, pero que no le compete el resolver problemas de tipo psíquico personal (como la depresión), para cuya solución es preci­so echar mano de la psicoterapia profana. Los que repiten sin más que «Jesús es la respuesta», no suelen tener mucha experiencia en el trato con­creto y personal de los problemas cotidianos que afectan al hombre de la calle. Cuando llega el caso de enfrentarse con la cruda realidad de un problema personal, emocional, familiar, etcétera, o se limitan a animarles o que tengan más fe, más oración y más estudio de la Biblia (buen consejo, pero a menudo tan poco útil como el de­cirle a un enfermo que se tome la medicina) o recogen velas y se van al otro extremo, diciéndoles: «Su problema no es espiritual, sino mental. Yo no puedo ayudarle; más le vale acudir a un psiquiatra».

Debemos desarrollar un método sólidamente bíblico para aceptar en el arte de aconsejar, un método que tenga en cuenta los avances de la psicología sin traicionar los principios de la Biblia, que sepa encarar con todo realismo y en toda su hondura los problemas de la gente, así como la probabilidad de éxito y la importancia que su solución tiene para la existencia personal y lo que es más importante, con una fe inque­brantable y apasionada en la inerrancia de la Biblia y en la completa suficiencia de Jesucristo.

La primera parte de este libro está destinada a quienes aconsejan con regularidad a los cre­yentes con problemas, que «busquen la ayuda de un profesional». Aun cuando la intervención de un consejero profesional puede servir de ayu­da, a veces tiene el inconveniente de basarse en principios doctrinales diametralmente contrarios a los de la Biblia. Aquí vamos a analizar brevemente y dar nuestra opinión crítica, desde una perspectiva bíblica, de un determinado número de posiciones que representan las corrientes de pensamiento de la psicología profana.

El resto del libro presentaré mis ideas sobre un método realmente bíblico de practicar el arte de aconsejar.

2. Confusión existente en el arte de aconsejar

Antes de que una persona preste oídos a una solución, es preciso que sepa que hay un proble­ma. En este capítulo y en el siguiente, voy a en­focar el problema analizando la situación corrien­te en la psicología profana. Los mayores esfuer­zos del hombre por construir una torre que llegue hasta el cielo, siempre resultan inútiles. La inte­ligencia del ingeniero, el genio del teórico y el esfuerzo del obrero especializado, se han conju­gado para construir la torre de la psicología con resultados sorprendentes. Pero, mientras no vea­mos que dichos resultados están lejos de alcan­zar las metas soñadas, no nos sentiremos inclina­dos a buscar otra alternativa.

Vivimos en un tiempo en que se tiende a difuminar las diferencias, las cosas más opuestas se aparean para engendrar productos híbridos que no son ni una cosa ni otra, y los compromisos económicos son jaleados como prueba de amor y de apertura mental. Están incluso desapareciendo las diferencias entre hombre y mujer para darnos un ser unisexual: niños bonitos y mucha­chos de pelo en pecho. Los conceptos del bien y del mal (que siempre se pensó que eran opues­tos) han adquirido ahora una relatividad tal, que lo bueno es a veces tenido por malo, y lo malo es tenido por bueno moralmente. Las creencias religiosas se han ampliado hasta abrirse a pun­tos de vista antagónicos entre sí, dentro de una estructura tan simple como elástica. En el fondo de todos estos fenómenos se oculta la extendida y creciente suposición de que no existe lo absolu­to, ni realidades objetivas fijas que confronten a una persona, porque siendo la existencia de un sujeto personal lo único verdaderamente real, el hombre rehúsa simplemente someterse a nin­guna presión. Y cuando se abandona la creencia en los valores absolutos, inevitablemente sobre­viene una enorme confusión en las masas. Cada cual tiene sus propias ideas sobre cómo deberían marchar las cosas, sin que exista norma alguna absoluta y exterior al hombre, con la que poder contrastar la validez de una idea determinada. Y en ninguna parte proliferan tan notoriamente las distintas nociones difíciles de contrastar, tan­to como en los despachos de los psicólogos.

En 1959 se publicó un libro con el título de Psicoanálisis y Psicoterapia, 36 Métodos. Si se escribiera una edición de dicho libro, puesta al día, habría que doblar, por lo menos, el nú­mero de sistemas de psicoterapia al presente en boga. Si a esto se añade el que cada sistema que­da modificado por la personalidad, estilo, trasfondo educacional y sesgo peculiar de cada con­sejero, tenemos que encarar el hecho inquietante (quizás exageramos, pero sólo muy poco) de que hay tantos métodos distintos de aconsejar como son los consejeros profesionales. Y, con todo eso, seguimos hablando como si el término «aconse­jar» se refiriese a una entidad o proceso razonablemente uniforme y fácil de identificar. Conoz­co una pareja que fueron a ver a un «consejero», quedaron escamados de la experiencia y desde entonces se han decidido a no volver jamás a ver a un «consejero». No se dan cuenta de que pue­de haber otro consejero que piense y hable tan diferente del primero como para no admitir com­paración alguna.

Es obvio que la necesidad más urgente en este terreno del aconsejar, es que existiese una unidad básica claramente establecida, dentro de la que cupiese una diversidad de detalle. En otras pala­bras, debemos disponer de una estructura fija, un cupo acorde e inmutable de verdades con un sentido claro, capaz de aglutinar los diversos ele­mentos que caen bajo el dominio de la psicote­rapia. Francis Schaeffer habla de forma y libertad en la iglesia local. La Biblia especifica una forma fija con límites perfectamente delineados. Dentro de la forma prescrita, hay sitio para una conside­rable libertad de acuerdo con las circunstancias del momento, los sujetos que intervienen y una caterva de otros factores de varias índoles. Cuando no existe dicha forma, la libertad queda sin mar­chamo y a la deriva, desembocando en palos de ciego y confusión sin límites (es de notar que la confusión se cura, a veces, con dogmatismos).

Los psicólogos tratan a menudo de dignificar la confusión aplicándole la etiqueta de «eclecti­cismo». Pero cuando falta la sólida base de una comprensión clara, objetiva e inmutable de la naturaleza del hombre y de sus problemas, el eclecticismo puede convertirse en el disfraz téc­nico de la osada chapucería o de la conjetura. Sencillamente, no cabe esperanza de llegar a una diversidad razonable (o, como la llama un psi­cólogo, un «eclecticismo técnico»), mientras no se haya fijado una norma estable y unificadora. Sólo puede darse verdadera libertad dentro de una forma fija y clara en su sentido.

Hasta hace poco, creía que la unidad necesa­ria podía obtenerse y perfeccionarse mediante la investigación científica; pero son ya muchos los que ahora sostienen que los métodos de investi­gación científica carecen en sí de la adecuada capacidad para definir la verdad. La ciencia no puede suministrar ni pruebas ni sentido. En otro lugar, hice notar que la moderna filosofía científica confiesa la incurable impotencia de la ciencia sibilina para hacer ninguna afirmación categórica. La ciencia nos proporciona probabilidades, pero no puede llegar a más. Alcanzar certidumbre exi­ge de nosotros el sobrepasar (no el negar) la razón y ejercitar la fe. La tesis del optimismo humanístico de que el hombre se basta a sí mismo para resolver sus problemas, se ha demostrado bajo el peso de la incapacidad de la ciencia para asegurar con claridad y certeza el que una sola proporción sea verdadera. Necesitamos principios universales demostrados y la ciencia es incapaz de ofrecerlos. Por tanto, debemos por fe alargar la mano más allá de nuestro propio alcance, si queremos obtener lo que necesitamos.

La fe dispone, en último término, de dos opcio­nes entre las que elegir. Cuando las cuestiones que plantea la filosofía se comprenden en su sen­tido propio, la gama de posibles respuestas se torna reducida. La final apelación que, con todo acierto, lanzó Sartre a la especulación filosófica: «¿Cuál es la razón de que exista algo en vez de nada?», admite únicamente dos modos posibles de contestarla de manera definitiva: o existe un Dios personal, que piensa, siente y escoge, o exis­te un Dios impersonal, más bien un objeto que un sujeto, algo que, a falta de personalidad propia, obra al azar según los principios de la casualidad. Dicho de otra manera: o nuestro mundo ha sido diseñado por un Diseñador infinito, o todo ha sucedido accidentalmente por pura casualidad. Estas son las dos opciones que se ofrecen a la fe; no hay otra alternativa. La unidad tan nece­saria para poner orden en el caos de los méto­dos de aconsejar, tiene que depender de Dios o de la casualidad. Si el azar constituye la realidad última, el orden que observamos es accidental, toda predicción se vuelve imposible, y los esfuer­zos sistemáticos para ver de aconsejar conforme a unos patrones previamente observados, se tor­nan por fuerza de la misma lógica indefendibles (aunque a veces suene la flauta por casualidad). El aconsejar de una forma consecuente con la negación de Dios equivale a aconsejar de una forma consecuente con la creencia en el azar y en nada más. Pero si un consejero obrase así, su profesión tendría los días contados. No hay un solo terapeuta, ni cualquier otra persona que tenga algo que ver con esta materia, que se com­porte en la práctica como si el azar fuese la últi­ma realidad. Ahora bien, esto les deja en la incómoda posición de seguir viviendo como si Dios existiera, pero negándose a tomar una dirección que conduzca a Dios. Uno de los Huxley dijo en cierta ocasión que, aunque no hay Dios, las cosas marchan mucho mejor cuando creemos que exis­te. El arte de aconsejar funciona mejor cuando los consejeros presuponen que hay un orden, que las cosas pueden predecirse y que existe la res­ponsabilidad, elementos o fenómenos que, según el cálculo de probabilidades, no se darían a me­nos que exista un Dios personal.

Por supuesto que todos los consejeros dan por cierta la existencia de una determinada estructu­ración coordenada (por ejemplo los mecanismos mentales instintivos de Piaget) y pueden trabajar eficientemente en la medida en que las supuestas categorías universales que dan por ciertas, corres­ponden a lo que la observación empírica les pro­porciona. La metodología científica puede aumen­tar nuestra confianza en que nos hemos posesio­nado de alguna parcela de la realidad mediante la detección experimental de los que parecen ser elementos invariables de la naturaleza humana. Nadie se atreve seriamente a poner en tela de juicio que existe alguna forma de orden y que dicho orden puede ser observado y descrito. La pregunta relevante en esta materia es si este orden guarda un sentido lógico.

El negar la existencia de Dios y por tanto, el aceptar, al menos de modo implícito, que el uni­verso es, en último término, un mero producto del azar, conduce necesariamente a dos resulta­dos que con mucha frecuencia se pasan por alto: primero, que, según el cálculo de probabilidades, habríamos de esperar de este mundo mucho me­nos orden del que observamos en él (del caos, es más probable que surja el caos que no el orden); segundo, sea cual sea el orden que encon­tramos, hemos de considerarlo como una ocurren­cia casual (aunque realmente ordenada). El único sentido que un evento casual puede ofrecer (no importa lo ordenado que aparezca) es un hecho presente, concreto en su existencia fenoménica, sin más relevancia que el presentarnos «una rea­lidad actual, dentro de la presente experiencia». Lo más que se puede afirmar de lo que es una realidad actual es que es una realidad actual. (El énfasis en la experiencia del momento presente, característico del moderno movimiento de grupos de en­cuentro, se parece mucho a una puesta al día de la antigua filosofía «comamos, bebamos y nos divirtamos, que maña­na moriremos.») Lo único que tiene sentido es el radical ahora.

 El orden que pueda encontrarse en un universo fruto del azar, no comporta ninguna implicación acer­ca de lo que debería ser; se limita a describir cómo están las cosas y cómo reaccionan a deter­minadas fuerzas. El mejor modo de actuar con­forme al orden que observamos no puede estar determinado por el orden mismo. Y, sin embar­go, todo consejero desea hacer algo con el orden que percibe. En el caso de que un consejero de­cida seguir una determinada dirección respecto de un cliente, debería tener una razón convincente para hacerle seguir una determinada dirección y no otra. Si piensa defender sus procedimientos como «correctos» y «buenos», debe apelar a algo que trascienda el orden que le sirve de orienta­ción para su trabajo. Pero si, al mirar más allá de la gama de regularidades observadas por él, no encuentra más que el azar (o, como lo describe Schaeffer, no encuentra ningún hogar en el Uni­verso), carece de base lógica para recomendar un determinado curso de acción a seguir. En rea­lidad, no existe lógicamente razón alguna que dé sentido a nuestras acciones. En un Universo de azar, el orden se limita simplemente a existir por casualidad, pero no lleva a ninguna parte, porque, en fin de cuentas, no tiene ningún sentido. Una Psicología sin Dios nunca puede proveer una es­tructura consistente para poder desenvolverse en el terreno del aconsejar.

En pocas palabras, mi argumento es el siguiente: el campo del aconsejar requiere una unidad se­gura y provista de sentido, cosas que la ciencia no puede suministrar de sus propios fondos. Podrá otorgar mayor o menor probabilidad a ciertas hipótesis, pero nunca puede demostrar una sola proposición. Puede describir las regularidades que observe en la naturaleza humana, pero no alcanza a establecer el sentido invariable de ninguna clase de estructura. En cada caso, el metido a consejero tiene que escoger sus procedimientos de acuerdo con una teoría, quizás definida y descrita de un modo muy pobre e impreciso, pero teoría al fin. Si dicha teoría no está religada a Dios como a última realidad, las diversas técnicas no se podrán desenvolver libremente dentro de una forma segura y provista de sentido.

El pensamiento que late en el presente libro es muy simple: si realmente existe un Dios personal, entonces existe una verdad última acerca de la gente y de sus problemas, la cual puede suministrar la base necesaria o la estructura re­querida para una variedad de técnicas en el arte de aconsejar. Y las verdades básicas que no se refieren directamente a la existencia misma de Dios, no se pueden conocer con certeza a no ser mediante la revelación divina. Hemos de concluir, pues, que la tarea del psicólogo cristiano consiste en proveer una comprensión de la gente, de sentido universal y verdadero, derivada de la revelación bíblica. Si se descarta la revelación como fuente de verdad, nos encontramos encerrados en la incertidumbre. El capítulo siguiente analiza lo que ha ocurrido en psicología por haber igno­rado la revelación de Dios.

Crabb, L. J., Principios Bíblicos del Arte de Aconsejar, graciasoberana.com

 
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5. Técnicas
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7. Pre-Matrimonial
8. Matrimonial
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10. Referencias
11. Aconsejamiento
12. Sin Bases
13. Un Vistazo
14. Anhelos 1
15. Anhelos 2
16. Problema
17. Telarañas
18. Modos/Metas
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20. Expresiones 2
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23. Expresiones 5
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25. Expresiones 7
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30. Consejos4
31. Consejos 5
32. Consejos 6
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34. Suicidio 2
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36. Personalidad
37. Sentimientos
38. Escuchar
39. Madurez
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41. Obstáculos
42. Ocultismo
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44. Textos 2
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