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  14. Anhelos 1

Consejería Pastoral presenta los elementos básicos del arte de aconsejar  y define el lugar que esta actividad tiene dentro del ministerio pastoral. Considera los principios bíblicos y las bases psicológicas que sostienen a la consultoría pastoral. Examina casos reales tomados de la experiencia profesional  de  personas que pasan por dificultades vitales. Ofrece una guía de cómo dar orientación  de manera sencilla y eficaz.

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5. Tratando de comprender nuestros más profundos anhelos (I)

           Tras la lectura de las publicaciones del pensa­miento psicológico profano, el lector cristiano llega a convencerse (si ya no lo estaba antes) de que la confusión sólo puede dar paso al orden mediante un apelar a la Revelación como base para una estrategia correcta en el arte de aconsejar. La Sagrada Escritura pone repetidamente en claro que todo correcto pensar acerca de los problemas de la gente debe comenzar por el re­conocimiento de que el ser humano no está ahora en una condición normal; ha fallado en cumplir la norma; ha errado el blanco; es un pecador. Pablo comienza su inspirado tratado, dirigido a los romanos, sobre las bases de la teología cris­tiana, afirmando contundentemente la verdad de que el hombre se ha separado de Dios mediante una rebelión voluntaria. Y concluye su introducción insistiendo en que todos absolutamente de­bemos bajar en silencio la cabeza y cerrar la boca cuando nos encaramos con Dios. Somos cul­pables y no tenemos excusa ni defensa posible. Después de reconocer nuestra condición culpa­ble y desvalida, nos hallamos silenciosos y tem­blorosos en la presencia de Dios, esperando a ver lo que Él va a hacer, y temerosos de que, en cum­plimiento de lo que Su justicia demanda, nos arroje de Su presencia por toda la eternidad. Un concepto adecuado de la realidad del pecado es necesariamente un primer punto  de referencia crítica para adquirir la comprensión de los pun­tos de vista cristianos acerca de cualquier tema. Una psicología digna del adjetivo «cristiana» no debe situar el problema del pecado al mismo ni­vel de los demás problemas ni reducirlo a la cate­goría de una simple neurosis o de una torcedura psicológica.

El efecto del pecado es la separación. Cuatro distintas separaciones son el resultado de la total catástrofe introducida por la rebelión voluntaria del ser humano:

bullet En primer lugar, el hombre está separado de Dios —tiene problemas espirituales.
bullet En segundo lugar, está separado de sus semejantes —tiene problemas sociales o interpersonales.
bullet En tercer lugar, está separado de la naturaleza —tiene problemas ecológicos y físicos.
bullet En cuar­to lugar, está separado de sí mismo —tiene pro­blemas psicológicos.

Los cristianos se dan cuen­ta de que la última y definitiva causa de toda di­ficultad es el pecado, es decir, una decisión de vivir su vida sin tener en cuenta la autoridad de Dios.

En estos últimos años, algunos creyentes han cobrado fuerzas de los escritos de psicólogos tan notables como O. Hobart Mowrer y Thomas Szasz, hasta afirmar con denuedo que no existe tal cosa como la llamada enfermedad mental. Más bien hay que pensar que los problemas mentales son, no un disease o enfermedad, sino un disease o dificultad, (En inglés, la palabra "enfermedad" es "disease". La palabra "ease" significa "estar a gusto" por lo cual "dis-ease" es "disgusto" es decir, la incomodidad real e inevitable, de la culpabilidad ocasionada por el pecado. Estos señores afirman que la gente con problemas se siente incómoda en su interior a causa de verse realmente culpable moralmente de algún determinado pecado personal; viven una vida negativa, dominada por la ansiedad, a causa de sus pecaminosas normas de conducta. Se proclama que el método bíblico de aconsejar (y yo quiero ser uno de sus heraldos) es el tan espera­do correcto modo de encarar dichos problemas, que debería (y quizás pueda conseguirlo un día) reemplazar la falsa religión de la psicoterapia profesional, con sus pretensiones de brindar amor, gozo, paz, paciencia y dominio de sí mismo, a las personas que llevan una vida desconcertada, sin dedicar por otra parte ni un solo pensamiento al Espíritu Santo de Dios.

Me preocupa el hecho de que, dentro de una re­cepción justificadamente entusiástica del concep­to del arte bíblico de aconsejar, se pueda perder cierto grado de delicada sensibilidad hacia las profundas necesidades humanas. El afirmar, sin más, que la gente es pecadora, no enferma, puede promover una confrontación con el problema de­masiado áspera, hasta el punto de no tener la debida consideración a la persona humana y a las necesidades insatisfechas que le duelen en lo más vivo. Es cierto que los consejeros necesitan a menudo penetrar con el bisturí a través de las capas de quejas emocionales, hasta dar con el problema medular de un pecaminoso módulo de vida que subyace al problema exteriorizado. Tan pronto como las pautas íntimas de conducta que­dan al descubierto, es tentador para el consejero el emprender inmediatamente un programa de reprimendas autoritarias («esa norma de conduc­ta es pecaminosa») y de exhortaciones rígidas («usted tiene que arrepentirse, confesarse y cam­biar de vida»). Con la idea obsesiva que le zum­ba en los oídos de que «no existe tal cosa como es la llamada enfermedad mental, sino sólo una vida pecadora», el consejero llega a veces a es­tereotipar sus esfuerzos (como hemos menciona­do anteriormente) dentro de una rutina seme­jante a una constante caza de brujas con la pro­bable perspectiva de la hoguera final.

Sin retirarme ni una sola pulgada de la posi­ción mía de que la gente es responsable de sus propios problemas por causa de su vida pecami­nosa, creo que el consejero bíblico necesita también escudriñar un poco más adentro hasta dar con la mentalidad que se esconde tras la decisión de vivir en pecado. La suposición simplista de Jay Adams de que, detrás de toda angustia emocional, se esconde una específica culpabilidad personal acerca de algún determinado pecado, pier­de de vista un problema más básico. La conduc­ta se mueve siempre en dirección a un objetivo. La gente escoge decisiones erróneas sobre la base de una falsa mentalidad acerca de cómo conse­guir un objetivo. A menos que dicha falsa men­talidad sea corregida, el equivocado pensador continuará tomando decisiones igualmente erró­neas, con las que equivocadamente cree que va a satisfacer sus necesidades. Un verdadero arte de aconsejar ha de contener algo más que reprimendas y exhortaciones. Resulta básico el enseñar una nueva manera de pensar, y el corregir los erróneos modos de pensar que subyacen a una mala conducta y a unos malos sentimientos. Un consejero que se reduzca meramente a exhortar, sólo puede esperar éxitos a corto plazo y proba­bles recaídas (o una perseverancia sin gozo y con fatiga, bajo la dictadura de una continua exhor­tación).

En el punto siguiente, voy a desarrollar la no­ción de que cada persona debe primero alcanzar el objetivo de su realización como persona. Hasta que dicho objetivo no se consiga, el ser humano no es realmente libre para vivir para algo o para alguien. Las personas tienen profundas necesida­des personales que deben ser satisfechas. En el presente capítulo y en el siguiente, voy a esbozar el que, a mi ver, es el punto de vista bíblico acer­ca del hombre y de sus necesidades vitales. Y en el capítulo 7 expondré el proceso del pensamien­to y pondré en claro que todos los problemas personales son realmente problemas de mentali­dad o convicciones; falsas convicciones acerca del modo como satisfacer las aludidas necesidades».

Necesidades básicas de la gente

Un punto de vista cristiano acerca de las nece­sidades de la gente siempre debe comenzar por la comprensión de que el hombre está hecho a ima­gen de Dios. Para entender claramente lo que esto significa, es preciso reconocer que el Dios de la Biblia es infinito y personal. Un Dios infinito es un ser no contingente, esto es, no depende de ninguna otra cosa fuera de El para existir. El problema más profundo de la Metafísica (por qué existe algo, más bien que la nada) requiere recu­rrir a un principio infinito. La pregunta decisiva, cuya respuesta configurará cada uno de los aspec­tos de nuestra mentalidad acerca de la gente y sus problemas es el dilema de si dicho princi­pio es personal o impersonal. Si es impersonal, entonces todo (incluyendo esta frase misma) se reduce meramente a fenómenos casuales, que no pueden reclamar importancia ni sentido. Si se niega un Dios personal (como ha puesto de relie­ve Francis Schaeffer), entonces todo cuanto existe debe ser considerado como el producto de lo im­personal, más el tiempo, más el azar, y nada más. En el momento en que alguien insiste en que su pensar tiene su base en la realidad, o en el mo­mento en que una persona alega que necesita amor o un destino para su vida, ya ha añadido algo a la fórmula; ya ha introducido alguna clase de designio, una alusión a la personalidad, algo más que la casualidad absoluta. Skinner niega que haya un principio personal y así se ve ence­rrado en el principio de lo fortuito. Y, a pesar de ello, hace dos cosas extrañas: 1a, realiza expe­rimentos para discernir las regularidades que se dan en nuestro Universo, y luego repite su expe­rimento para estar seguro de que ha descubierto una regularidad estable. Pero un mundo no some­tido a una ley superior al azar, es más que im­probable que sea un mundo en orden y sometido a repetidas medidas; 2a, asegura que sus teorías son de algún modo verdaderas y deberían ser puestas en práctica en nuestros medios sociales. Pero en un mundo con un principio impersonal, no hay verdad que se pueda conocer con propie­dad. Cada aserto es una ocurrencia casual, basada en casuales movimientos del cerebro; y los asertos de Skinner no pueden ser una excepción. El buscar prosélitos para un determinado progra­ma personal supone que hay un camino recto o un mejor modo de hacer las cosas. Pero enton­ces, nos encontramos de nuevo con que, sin una verdad objetiva y sin una norma diseñada para mostrar cómo se debe actuar, todo queda reduci­do a preferencias subjetivas («resulta que yo pre­fiero pegarle a la gente antes que ser amable»), sin razón adecuada para establecer que las pre­ferencias de una persona son de algún modo me­jores que las de otra. El replicar que todo marcha mejor cuando se sigue una determinada pauta, presupone un juicio de valor acerca de lo que significa el término «mejor». Y sólo se puede dar una respuesta adecuada cuando existe un punto de referencia infinito que sea personal. Sin nece­sidad de fatigarse por prolongar esta discusión, permítanme insistir en que la creencia en un Dios infinito y personal es, al menos, una necesidad práctica (y, para mí, también intelectual). Tan pronto como tenemos la seguridad de que existe un Dios, que es, a la vez, infinito y personal, ya estamos en condiciones de entender con claridad las necesidades de los seres humanos.

Si Dios es infinito y, a la vez, personal; y si el hombre está hecho de algún modo a Su imagen (lo cual doy por supuesto, en vez de gastar tiem­po en defenderlo), entonces el hombre viene a ser algo no infinito (el infinito no puede crear otro infinito; el hecho de la creación define al ser creado como dependiente de su creador) y, con todo, es un ser personal. Puesto que el hombre no puede ser infinito como Dios, entonces el «he­cho a Su imagen» debe significar que el hombre es personal justamente como Dios es personal. Así pues, el ser humano es, por una parte, un ser físico, contingente y limitado y, por otra parte un ser genuinamente personal. Como criatura li­mitada que es, necesita algo; por ejemplo alimen­to. Sin alimento, el hombre muere físicamente; necesita desesperada y perentoriamente el alimen­to, si ha de continuar existiendo como una criatura física viviente. (Es interesante el notar que la libertad, en este contexto, se define mejor como la capacidad para ser verdadero con lo que real­mente existe, es decir, para adaptarse convenien­temente a la realidad. No existe tal cosa como la libertad absoluta. Soy libre para lanzarme desde un alto edificio, pero soy esclavo de la ley de gravedad. La libertad aquí, en su verdadero sen­tido, significa la libre decisión de no arrojarse desde un alto edificio y evitar así los efectos per­judiciales de la gravedad.)

Pero el hombre es algo más que un ser físico; es también personal. Y, como ser personal, tiene necesidades personales. A menos que estas nece­sidades físicas estén convenientemente satisfechas y, sin embargo, queda un vacío, un profundo sen­timiento de descontento que, con frecuencia, es paliado mediante la satisfacción de las necesida­des físicas hasta el punto de la glotonería.

A fin de entender el arte bíblico de aconsejar, debemos descubrir con claridad las más profun­das necesidades personales de la gente. Aquí es donde realmente se halla el fondo del problema. La mayor parte de los síntomas psicológicos (an­siedad, depresión, mal genio que no sabe contro­larse, el mentir patológico, problemas sexuales, miedos irracionales, megalomanías) o son el re­sultado directo de unas profundas necesidades insatisfechas o son los intentos defensivos de acomodarse a tal insatisfacción. (Con todo, hay casos en que los síntomas son orgánicos). La Escritura nos da discernimiento de nuestras necesidades personales al instruirnos en el modo de educar a los hijos: «Padres, no exasperéis a vuestros hi­jos, para que no se desalienten» (Col. 3:21). «De­salentarse» comporta la idea de «rotos de ánimo», completamente desilusionados de sí mismos, ca­rentes de todo sentimiento interior de valer per­sonal. En Proverbios 18:14, está la pregunta: «¿quién soportará al ánimo angustiado?». Aunque existe una forma de quebrantamiento que Dios en Su misericordia inflige, a fin de conducir al hombre a percatarse de su condición desesperada si está apartado de Dios, Pablo sugiere en Colosenses que, cuando un hombre quebranta el áni­mo de otro, los resultados son desastrosos. Cuan­do es Dios quien me quebranta, El dispone de todos los recursos necesarios para recomponerme como una nueva criatura en El. Cuando soy que­brantado por un semejante o cuando fracaso en volverme a Dios para que me reconstruya, mi personalidad queda destrozada, fragmentada, fa­talmente herida. La básica necesidad personal de todo ser personal consiste en verse a sí mismo como un ser humano valioso. No hay nada peca­minoso en la necesidad de sentirse valioso. Dios (como veremos dentro de un momento) ha puesto maravillosamente a nuestra disposición la provi­sión necesaria y suficiente para satisfacer tal ne­cesidad. Amarse a sí mismo en el sentido de mirar a Dios como innecesario y a sí mismo como auto-suficiente, es un pecado cuyo resultado es la muer­te personal. Pero aceptarse a sí mismo como una criatura valiosa, es algo absolutamente necesa­rio para una vida eficiente, espiritual y gozosa.

Alguien que haya seguido pacientemente el hilo de este libro hasta el presente, puede que me pregunte cuando descienda al terreno de lo «prác­tico»: ¿Cómo se las arregla usted para ayudar a una persona deprimida? ¿Qué le dice usted? ¿Con qué frecuencia habría que hablar a tales perso­nas?, etcétera. Hay que recordar que un médico tiene que estudiar anatomía antes de ponerse a reducir la fractura de una pierna. Las funciones básicas de la personalidad dependen todas del acierto en satisfacer la necesidad central de verse a sí mismo como algo valioso. El arte eficiente de aconsejar requiere una clara comprensión de esta necesidad.

Por vía de paréntesis, debo decir que adrede he evitado cuidadosamente el expresarme de la siguiente manera: «la gente necesita sentirse va­liosa». Yo puedo investigar la evidencia y concluir que soy valioso en Cristo sin sentirme especial­mente bueno en mí mismo. Los sentimientos aflo­ran cuando doy un paso adelante con fe, creyendo lo que es evidente y actuando con la fuerza que me prestan mis creencias. Nótese que el orden es el mismo que hemos establecido en el capítulo 4: corregir las creencias, poner la conducta en línea con las creencias, y después gozar de los buenos sentimientos que de ello resultan: hechos, fe y sentimientos. Cualquier variación que se in­troduzca en este orden, no dará el resultado ape­tecido.

Si es cierto que un sentido de valer personal es decisivo para una vida eficiente, si todos los problemas personales con que se encaran los con­sejeros bíblicos son el resultado de un fracaso en satisfacer dicha necesidad, debemos entender precisamente cómo puede llegar una persona a considerarse a sí misma como algo valioso.

Sentido de la vida

A fin de experimentar la profunda convicción de que «yo soy algo valioso», cada individuo debe ser racionalmente consciente de dos elementos que entran en su vida. El primero es un sentido, un proyecto o propósito para mi vida, que pueda darme un impacto real y duradero dentro de mi mundo, y que yo esté en condiciones completa­mente adecuadas para realizarlo. Los psicólogos seculares han descrito consecuentemente como básica esta necesidad. Viktor Frankl habla de la parte noética de la personalidad, que aspira a encontrar una razón para la propia existencia. El pasó un número considerable de años en un cam­po de concentración y quedó impresionado por el hecho de que los hombres que pasaron la prue­ba sin quedar psicológicamente destrozados, eran personas que estaban viviendo con un propósito bien definido (quizás su familia, el objetivo de ocupar un puesto, de terminar un libro, etcétera).

Bruno Bettlheim, que ha trabajado por mucho tiempo en la recuperación de niños autistas, des­cribe un sencillo proceso de tres etapas en el desarrollo psicológico. Primero, el niño aprende a nombrar las cosas: «silla», «mesa», «ventana». Segundo, se hace consciente de la relación entre estas partes de su mundo: «Cuando la silla es empujada contra la mesa, se detiene». Tercero, busca la manera de formar parte de este mundo, para convertirse en causa dentro de una secuencia «causa-efecto». Se desarrolla la intencionalidad. Se da cuenta de que su mamá le presta siempre mayor atención cuando derrama la leche. Cuando, por ello, quiere llamar la atención, aprende a derramar la leche con solapada deliberación. De esta manera logra un impacto en su mundo. Se siente importante, porque causa un efecto. Co­mienza a ver un sentido en sus actos, pues ve que puede producir en su mundo unas diferen­cias visibles. Los niños que no consiguen llegar a la tercera etapa, comienzan a padecer proble­mas psicológicos. ¿Por qué? Porque no se sienten importantes y, por consiguiente, no encuentran ninguna base para verse a sí mismos como algo valioso.

En su libro Power and Innocence, sugiere Rollo May que, cuando la necesidad de causar impre­sión se siente frustrada, tal frustración conduce a la agresión y a la violencia. Los estudiantes universitarios que han sido despersonalizados por una cultura que presta más atención a las personas, y a los sistemas más que a los propios estudiantes, se desatan en ramalazo de violencia. Esta conducta no tiene excusa y merece el más estricto control disciplinario. Con todo, no dará resultado el llamarlos simplemente rebeldes y pecadores (aunque las etiquetas estén bien pues­tas) y dejar las cosas así. Bajo la pecaminosa confusión de las revueltas estudiantiles de los años 60, latían profundas e insatisfechas necesi­dades de importancia y significado personales, de proyectos por los que mereciera la pena morir, por un sentido de la vida que pueda afrontar un escrutinio racional, por un impacto claro, cons­tructivo y duradero. El incendiar un edificio o el boicotear el funcionamiento académico de una Universidad mediante una sentada de huelga en el interior del edificio, confiere a una persona un sentimiento de poder llamar la atención y ofrece atractivos de hacer algo por un objetivo. Los cris­tianos debemos responsabilizar a la gente por su conducto ilegal, pero no podemos contentarnos con eso. Hemos de calar hasta el interior de di­cha conducta y descubrir las profundas necesida­des personales. Entonces habremos de ofrecer respuestas cabales a sus legítimas preguntas, ta­les como: «¿Qué cosas hay por las que, para mí, merezca la pena vivir?»; «¿Cómo puedo encontrar el verdadero sentido valioso de mi persona?».

CÓMO SATISFACER LAS NECESIDADES DE  SENTIRSE  IMPORTANTE

Los humanistas de estilo rogeriano dicen que somos importantes por el simple hecho de ser humanos. Los partidarios de Skinner, por otro lado, someten a un análisis funcional el aserto: «Yo necesito ser valioso», para determinar qué clase de factores del entorno producirán el resultado verbal de la expresión: «Yo soy importante». Estos no reconocen en las necesidades internas absolutamente ninguna realidad sustantiva (recor­demos que, en su sistema, el hombre es sólo un objeto físico, no un sujeto personal), y así resuel­ven el problema de encontrar algún valor perso­nal negando simplemente su existencia. Los freudianos tienden a tratar el problema del valer per­sonal como un síntoma de la frustración física de los instintos del placer o del poder. En un sis­tema reduccionista que no reconozca otra reali­dad que la materia, las necesidades personales quedan reducidas a necesidades físicas. Los existencialistas como Frankl parece ser que recono­cen la validez de la necesidad por buscar un sen­tido (aunque sus prejuicios ateos hacen de tal necesidad un accidente sin sentido, pues no cabe esperanza racional de poder realizar su satisfac­ción) y animan a cada individuo a encontrar sus propias soluciones.

Cualquier solución que pretenda suministrar un hombre inconverso para satisfacer la necesidad concreta de encontrar un sentido de importancia personal, resulta, en pura lógica, horriblemente inadecuada. Voy a explicar por qué: Si usted no tiene ninguna formación filosófica, lea esta parte despacio, pero, por favor, no la pase por alto. Los consejeros bíblicos han de tener capacidad para afirmar y defender inteligentemente la proposi­ción de que Cristo es realmente la respuesta ne­cesaria y suficiente para las necesidades del ser humano. De lo contrario, es probable que no con­venzan por su ciego dogmatismo. Con todo, el cristianismo, cuando es presentado de un modo racional, no es ciego ni le falta mordiente para convencer. En el capítulo 1, ya he sugerido lo que Schaeffer discute más detalladamente en su libro He Is There and He Is Not Silent («Dios está ahí y no está callado»), a saber, que la rea­lidad final debe ser o un Dios personal o un Dios impersonal.

Si aceptamos que Dios es algo impersonal, debo añadir que, sin un principio personal, no cabe un destino. Y sin un destino, no puede haber propósitos u objetivos, no cabe tampoco un movi­miento programado intencional hacia un determi­nado punto final. La suposición de que no existe un Dios personal, le obliga a uno a afirmar que el puro azar o casualidad es la suprema realidad que nos gobierna.

Jean Paul Sartre ha hecho la observación de que un punto finito (limitado) requiere un pun­to infinito de referencia, si es que ha de tener algún sentido. Dicho de otra manera, un punto finito deriva su sentido de su contexto. Ahora bien (y aquí está el nudo de la cuestión), si el punto finito de mi vida o de cualquier elemento singular incluido en dicho punto, existe en el con­texto de un Dios impersonal (o, al menos, no en el contexto consciente de un Dios personal), su sentido es idéntico al de su contexto. Mi vida viene a ser una ocurrencia de la casualidad, un accidente sin sentido y que no conduce a ningu­na parte. Pero yo no puedo vivir con eso. Yo tengo unas necesidades personales concretas que tienen que ser satisfechas para que yo no desapa­rezca como persona. Siendo así las cosas, yo me decido a no pensar en profundidad y me propon­go proyectos a corto plazo (la casa, el coche, la familia, los ingresos, mi posición social, lo que sea). Me sumerjo en estas cosas externas. Con tal de que me mantenga frenéticamente ocupado (o borracho, o dormido) y evite hacerme preguntas trascendentes y reales, experimento un facsímil de importancia con que satisfacer (aunque incom­pletamente) mis necesidades. Hay creyentes que se quedan atónitos a la vista de tantos inconversos que parecen marchar viento en popa, mien­tras que algunos creyentes están literalmente a punto de estallar en pedazos. Para gozar de una salud psíquica, la gente debe satisfacer su necesidad de aparecer importantes. Los no cre­yentes (y también muchos creyentes) obtienen al­guna importancia perecedera a base de objetivos a corto plazo y, de este modo, marchan razonable­mente bien. Pero en sus momentos de un sincero auto-examen, los más admiten percibir un senti­miento de «algo que marcha mal allí en lo pro­fundo de su ser». Al carecer de normales expli­caciones o respuestas, se hacen sordos a sus pro­fundas inquietudes y, para compensarlo, redoblan sus esfuerzos por ganar importancia mediante la obtención de objetivos temporales.

Pablo no estaba avergonzado del Evangelio, porque se daba cuenta de que tenía un poder («dynamis») parecido al de la dinamita. Transfor­maba a las personas muertas en vivientes; a las débiles, en fuertes, y a las vacías y anhelantes por significar algo, en personas profundamente realizadas y satisfechas con un objetivo real para sus vidas y con una importancia que está a su disposición por medio de Cristo. Pablo apela en romanos a los recursos cristianos para satisfacer las necesidades de verse importante. En el capítu­lo primero y en el versículo veintiuno, nos dice que el primer mal paso de la gente, el cual con­duce a la más extrema degeneración y a la muer­te personal, es que fracasaron en glorificar a Dios como es digno de Dios.

Dios es glorificado cuando me inclino humil­demente ante El, reconociendo el derecho que tiene a regir mi vida, y poniéndome en línea con mi Creador como una obediente criatura suya. El aceptar la muerte de Cristo como el paso del rescate por mis pecados, me pone en una posición en la que puedo centrar el Espíritu Santo, quien produce en mí «así el querer como el hacer, por su buena voluntad» (Fil. 2:13). Ahora, cada mo­mento de mi vida, cada unidad de mi conducta (levantarme de la cama, jugar con mis hijos, besar a mi esposa) se puede considerar como par­tes de un todo lleno de sentido. El contexto de mi vida viene a ser el eterno designio del soberano Dios del Universo. Como quiera que un pun­to finito derive su significado de su contexto, mi vida entera y cada uno de sus detalles pueden proclamar con toda razón que tienen una verda­dera importancia como parte del apasionante de­signio de Dios mismo. Los consejeros bíblicos deben captar bien este punto y darse cuenta de su fundamental importancia.

Cuando alguien dice: «Soy un nadie; a nadie le importo de verdad nada», un creyente no debe responder con ardor humanista: «Oh, usted es algo importante, porque usted es un ser humano y eso le da a usted suficiente importancia». Sin una base bíblica, dichas expresiones son lógica­mente absurdas. Tampoco debe un consejero cre­yente ofrecer una respuesta simplista, por muy bíblica que suene, tal como: «Fíjese bien, déjese ya de sentir compasión de sí mismo y preocúpese por vivir para los demás y por servir a Dios, y arrepiéntase de esta pecaminosa preocupación por sí mismo y por el concepto que tiene de su persona». Una vez comprendido el hecho de que el hombre, creado a imagen de Dios, es un ser personal y necesita realmente ser importante, un consejero bíblico debe responder de esta manera: «Debe de ser una sensación horrible el sentirse tan poco importante. Usted está en lo cierto al preocuparse acerca de este problema. Pero yo tengo buenas noticias para usted: Dios le ha crea­do a usted con la necesidad de sentirse impor­tante, y ha provisto un medio apasionante para satisfacer profunda y plenamente tal necesidad. ¿Quiere usted probar la solución que Dios le ofrece para su problema concreto? Echemos un vis­tazo al plan que Dios tiene para usted en sus actuales circunstancias. Si usted sigue Su plan y hace lo que El quiere que usted haga, usted experimentará el sentimiento gozoso de ser real­mente alguien, alguien destinado cuidadosamente desde toda la eternidad a ser un importante hijo de Dios.»

En Efesios 4, Pablo habla del Cuerpo de Cris­to, es decir, la verdadera Iglesia, como algo que crece de acuerdo con la actividad efectiva de cada miembro. Otras porciones de la Escritura (cf. Rom. 12, 1Cor. 12) enseñan que todo creyente nacido de nuevo está dotado por el Espíritu San­to para contribuir al crecimiento de la Iglesia. Dios tiene un destino definido para cada individuo, un programa planeado de antemano para llevar a cabo Su soberano designio mediante cada miembro del Cuerpo de Cristo (Ef. 2:10). En Cris­to, Dios ha provisto a cada persona de una im­portancia real, de un destino peculiar para vivir con sentido.

Una de las señales que acreditan el actual mo­vimiento de «renovación de la Iglesia» es el énfa­sis que se pone en un ministerio acreditado por sus dones. El pastor no es la única persona do­tada para trabajar en la iglesia local. La llamada ordenación no se exige como un prerrequisito para el ministerio o, para expresarlo de otra ma­nera mejor, Dios ha ordenado a cada creyente para el ministerio. En un sentido real, no existen los creyentes laicos. Todo creyente es un sacerdote y un ministro delante de Dios, con la respon­sabilidad y el privilegio, primeramente de dar culto a Dios directamente, y después servirle de acuerdo con el don que de Dios ha recibido. Yo estoy convencido de que Dios ha destinado a la iglesia local a ser el vehículo primordial median­te el cual los miembros tienen que ejercitar sus dones, los dones que dan sentido e importancia a sus rivales. Los pastores necesitan volver al modelo que se les propone en Efesios 4:11-12, y equipar a su congregación «para la obra del mi­nisterio», de manera que tanto el fontanero como el maestro, el ama de casa y el profesional de toda clase, puedan gozarse en el privilegio de ser algo importante para ayudar a edificar el cuer­po eterno de la Iglesia de Jesucristo. Si los pas­tores se empeñan en hacer ellos solos todo el trabajo de la iglesia local, están robándole a su congregación las oportunidades de satisfacer sus necesidades según el propósito de Dios.

Quedan por mencionar otros dos aspectos de la respuesta que la Biblia da al problema este de la importancia personal. Sea cual sea el papel para el que Dios me haya destinado y me llame a cumplirlo, El me equipará para desempeñarlo adecuadamente, y yo debo mirarme a mí mismo como apto en Cristo. Cuando llego a casa por la noche y mi mujer me saluda con gesto atormen­tado mientras me refiere algún problema que ha tenido con los niños, me acomete un repentino sentimiento de ineptitud. Yo soy el cabeza de fa­milia, como me dice Pablo, y soy responsable de las decisiones que han de tomarse. Pero no me siento con capacidad para ello. Entonces diri­jo internamente al Señor la siguiente oración: «Señor, dame sabiduría. Amén». Todavía sigo sintiendo mi incapacidad. No soy consciente de que brote de repente en mí un chorro de sabidu­ría como resultado de mi oración. Es al llegar a este punto cuando debo dejar a un lado mis sentimientos y horrorizarme a mis creencias. Dios pro­mete sabiduría para cumplir con las responsabi­lidades a las que me ha llamado. Yo lo creo y, por consiguiente, actúo por fe. Reflexiono, escu­cho a mi esposa, vuelvo a reflexionar y, finalmen­te, llego a una decisión —incluso temblando con sentimientos de ineptitud—; pues debo decidir en virtud de la fuerza que me presta mi fe en Dios, quien llevará a cabo Su voluntad por me­dio de mí, aun en el caso de que mi decisión no sea acertada. Conforme continúo practicando la fe y actúo en virtud de mis creencias, los agra­dables sentimientos de aptitud y capacidad van surgiendo. Fíjense una vez más en el correcto orden: hecho, fe, sentimiento; o, conforme a los términos que he usado anteriormente: creencia, conducta, sentimiento. Si todo marido creyente captase los conceptos del presente párrafo, nin­guno renegaría de su responsabilidad bíblica en comprometerse íntimamente en los problemas de su familia, desde su puesto de autoridad amo­rosa.

El segundo aspecto que afecta a la capacidad y a la importancia personal es el aceptarse uno sí mismo como es. Hay mucha gente que se pasa la vida diciendo: «Yo podría aceptarme a mí mismo como una persona de importancia y de valer, si fuese más elegante, más guapo, de com­plexión atlética, o dotado de un mayor talento, etcétera.» Cuando un creyente capta la verdad de que Dios le ha diseñado y creado perfectamen­te para encajar con el mayor ajuste en el designio que para él tiene, y el creyente se apresta con todo el empeño de su voluntad a seguir en todo la voluntad de Dios, el aceptarse a sí mismo viene a ser el producto natural de un sentimiento creciente de agradecimiento a Dios por lo per­fecto de sus planes divinos. El asunto del acep­tarse a sí mismo es lo suficientemente importan­te como para merecer más atención de la que el objetivo de este libro permite prestarle. Qui­zás surjan otros libros que traten detalladamente sobre el método que un creyente ha de obser­var para llegar a una verdadera aceptación de sí mismo.

           Permítaseme, en un breve resumen, aseverar que la gente debe aceptarse a sí misma como per­sonas aptas para desempeñar un papel verdade­ramente importante a fin de que puedan considerarse sinceramente a sí mismas como algo valioso y gozar así del ideal de poder realizarse como personas normales. La necesidad de sentirse importante sólo puede ser satisfecha, si glorifico a Dios en mi vida, sometiéndome total­mente a El y a sus designios para mí Si yo vivo en completa docilidad a Su voluntad, El provee­rá la capacidad para llevar a cabo mis tareas. Entonces yo me acepto a mí mismo como per­fectamente diseñado para mi trabajo, y experi­mento mi realización como persona, al compro­meterme en el proyecto eternamente importante de edificar la Iglesia de Jesucristo. Quiero enfatizar de nuevo que el ejercicio de los dones espi­rituales en la iglesia local, es la estrategia más natural para comprometerme en una actividad del más profundo sentido y, mediante ello, sa­tisfacer mi necesidad de verme como algo valio­so e importante.

           Crabb, L. J., Principios Bíblicos del Arte de Aconsejar, graciasoberana.com

 
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21. Expresiones 3
22. Expresiones 4
23. Expresiones 5
24. Expresiones 6
25. Expresiones 7
26. Expresiones 8
27. Consejos 1
28. Consejos 2
29 Consejos 3
30. Consejos4
31. Consejos 5
32. Consejos 6
33. Suicidio 1
34. Suicidio 2
35. Relaciones
36. Personalidad
37. Sentimientos
38. Escuchar
39. Madurez
40. Sanidad Interior
41. Obstáculos
42. Ocultismo
43. Textos 1
44. Textos 2
45. Textos 3
 

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