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  15. Anhelos 2

Consejería Pastoral presenta los elementos básicos del arte de aconsejar  y define el lugar que esta actividad tiene dentro del ministerio pastoral. Considera los principios bíblicos y las bases psicológicas que sostienen a la consultoría pastoral. Examina casos reales tomados de la experiencia profesional  de  personas que pasan por dificultades vitales. Ofrece una guía de cómo dar orientación  de manera sencilla y eficaz.

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6. Tratando de comprender nuestros más profundos anhelos (II)

           Para poder considerarnos a nosotros mismos como algo valioso, no sólo necesitamos alcanzar importancia, sino también estar seguros de que se nos quiere de veras. El cristianismo es esencialmente el drama de una relación comunitaria. Es una historia de amor que comienza con un divorcio. Nuestros primeros padres despreciaron el amor de un Creador-Compañero. Pero esta actitud los dejó vacíos. No sólo se separaron a sí mismos de una vida con sentido e importan­cia, sino que se destituyeron a sí mismos del amor que demandaba desesperadamente lo más íntimo de su ser. Pero, como Dios es Amor, El no dejó de amarnos, sino que inmediatamente confeccionó Su plan para proveernos de un camino de vuelta hacia El, de forma que la relación de amor pudiese quedar restablecida para siempre.

Pablo expresa a gritos su gozo por el hecho emo­cionante de que nada nos podrá separar del amor de Dios (Rom. 8:39).

No hace mucho, hablaba yo con una señora creyente que se empeñaba en que Dios había de­jado de amarla. Se sentía desesperadamente inse­gura. Su conducta durante los últimos años había sido tal, que seguramente me habría dado mala espina acerca de ella; pero por fortuna ella tenía Alguien más fiel y amoroso que yo, de quien po­der depender. Le rogué que leyese Romanos 8:32, 33. Se echó a llorar mientras poco a poco se iba percatando de que no podía conseguir que Dios cesase de amarla, aunque se dedicase ella a in­tentarlo durante el resto de su vida. (Es intere­sante y de algún modo acobardante el considerar la rica profundidad del mandato de Pablo a los maridos de amar a sus esposas como Cristo amó a la Iglesia.) Incluso cuando yo era un pecador todavía, muerto espiritualmente y enemigo de Dios, El me amó, me buscó, y me constriñó con su amor inexplicable a que me acercase a El. La gente necesita esta clase de amor. Necesitamos, sí, necesitamos realmente ser amados tales como somos, ser amados a pesar de nuestros peores defectos. Necesitamos considerarnos a nosotros mismos como algo valioso. Para llegar a conse­guirlo, no sólo necesitamos sentirnos importan­tes, sino también estar seguros del amor incon­dicional que nos profese otra persona. Necesita­mos esta clase de relación.

Hay mucha gente que conoce la historia ver­dadera que tuvo lugar en un orfanato. Algunos bebés que estaban físicamente sanos, se iban mu­riendo misteriosamente. Nadie podía explicarse les muertes de estos niños que, en el plano físico, estaban bien cuidados. Por fin, alguien se dio cuenta de que parecía existir una relación direc­ta entre la personal atención amorosa y la salud física. Los niños que sobrevivían eran los más lindos y que eran tomados en brazos con más frecuencia por el personal del orfanato. Alquila­ron entonces a «madres profesionales» que aca­riciaban a los bebés, los llevaban en brazos con cariño y los apretaban contra su pecho con amor. Los bebés se sobrevivían. El misterio estaba re­suelto. Los seres humanos necesitan desesperada­mente ser amados con verdadero afecto.

La gente en general opera en uno o dos frentes para satisfacer su necesidad de sentirse seguros. A veces, damos los peores pasos para poner a prue­ba la sinceridad de los que dicen que nos quieren de veras. Una chica menor de veinte años que tenía un miedo terrible a no parecer atractiva, había contraído el hábito desconcertante de com­portarse muy rudamente con todo aquél que mos­trase un verdadero interés hacia ella. Cuando los chicos se marchaban de ella, ella se confirmaba más y más en el temor que abrigaba de que nadie la querría. El acercarse a un consejero le proveyó de alguien que perseverase en cuidarse de su caso, sin desanimarse por su modo de obrar. Aunque nunca justifiqué su conducta y rehusé actuar irresponsablemente, yo continué, con la gracia de Dios, amándola con un amor cristiano y le recor­dé con insistencia que ella nunca podría apagar el amor del Señor.

Hay una manera más típica (y más racional) de afrontar el problema de satisfacer la necesi­dad de seguridad, que consiste en comportarse del modo más amable posible, a fin de ganar con­fianza. Este método parece resultar mejor que el anterior, pero el precio que hay que pagar es demasiado alto. Tras un período de tiempo en que deliberadamente se intenta ganar la con­fianza del paciente, quedamos atrapados en la ne­cesidad de continuar presentando nuestros puntos aceptables y disimulando cuidadosamente nues­tras debilidades inaceptables. No hace mucho, una señora que había abandonado a su marido, presentó ya en nuestra primera sesión una his­toria increíble de perversión sexual, que incluía adulterio, incestos y lesbianismos. Yo me di cuen­ta de que, al terminar aquella primera sesión, ella estaba literalmente temblando de inseguridad. Cosas que durante tanto tiempo habían que­dado cuidadosamente ocultas, las desahogó ella en un momento de repentina efusión emo­cional. Ella temía que una lista semejante de ina­ceptables modos de conducta me inducirían con toda seguridad a rechazarla por completo. Es tanta la frecuencia con que tratamos de ser bue­nos a fin de ser aceptados... Los creyentes necesi­tamos agarrarnos con firmeza a la verdad libera­dora de que ahora ya no necesitamos aparentar ser buenos, precisamente porque ya hemos sido aceptados tales como somos por una persona in­finita que, mediante Su muerte, nos ha garantiza­do una total aceptabilidad.

Me ocurrió una vez tener que conversar con una señora que había estado casada por muchos años con un individuo áspero, descontentadizo y sin cariño. Ella se había secado personalmente, famélica de amor y hambrienta de seguridad de ser amada. En medio de su profunda agonía per­sonal, se había refugiado en el amor de otro hom­bre casado. Tan grande era su necesidad de ser amada y tan satisfactoria la nueva experiencia de una relación cálida y cariñosa, que con toda naturalidad sacó la conclusión de que su conduc­ta estaba de acuerdo con la voluntad de Dios. Después de todo, ¿no quiere Dios que seamos fe­lices? ¿Cuál debe ser la respuesta de un conseje­ro bíblico a esto? Si le dice con amabilidad: «Sí, usted necesita amor. Si se encuentra más segura con otro hombre, váyase con él», esto sería diametralmente opuesto a la enseñanza de la Biblia y totalmente inaceptable. Si le da una severa re­primenda y le dice: «Usted se ha metido en una vida de pecado. Tiene que arrepentirse y confe­sar su pecado. Vuélvase a su marido y aprenda a ser sumisa», esto no le ayudaría en manera alguna en su verdadera necesidad de ser amada. Un consejero bíblico, equipado con una correcta comprensión de la personalidad de su cliente y de la profunda necesidad personal de amor que ella sufre, tendría que decirle con calma, con fir­meza y con afecto: «Usted está en su derecho de buscar una satisfacción a su necesidad de amor. Dios ha creado a usted con esa profunda necesi­dad y quiere que pueda ser satisfecha. La tarea de usted consistirá en comprender cómo ha pro­gramado Dios el satisfacer su necesidad de segu­ridad dentro de los límites de Su voluntad res­pecto al matrimonio y la moral. Si usted está dispuesta a creer que Dios la ama y quiere lo mejor para usted, usted va a confiar en El lo suficiente para arrepentirse de su conducta peca­minosa y volverse a su marido. Echemos un vis­tazo a lo que Dios espera de usted como esposa, y tratemos de comprender cómo va El a satisfa­cer sus necesidades mediante la obediencia que usted Le preste.»

Tratando de satisfacer la necesidad de seguridad 

Necesitamos una clara comprensión de la ma­nera precisa con que Dios quiere satisfacer nuestra necesidad de seguridad. Los creyentes no tienen dificultad en hablar acerca de la suficien­cia de Cristo; pero el depender radicalmente de El para satisfacer cada una de nuestras necesi­dades, eso es harina de otro costal. Sin perca­tarse de lo que está ocurriendo, hay creyentes sinceros que abandonan su absoluta dependencia del Señor y mientras continúan afirmando la su­ficiencia de Jesús, comienzan a mirar a otros más bien que al Señor cuando se trata de satisfacer sus necesidades personales. La premisa primor­dial de mi argumentación es que no necesitamos literalmente nada más que al Señor y la provi­sión que ha escogido para nosotros. En un corto artículo sobre la depresión, un psicólogo cristiano negaba dicha premisa al dar implícitamente por supuesto que la dependencia de otra persona para satisfacer la necesidad de seguridad, es válida. Ha­cía ver que la gente deprimida son personas típi­camente dependientes, cuya necesidad de seguri­dad no está siendo satisfecha por aquellas otras personas de quienes están dependiendo respecto a la aceptación y al amor. Cuando las necesida­des no están satisfechas, se sufre, y cuando se sufre, puede predecirse como cosa corriente que surja el enfado y la ira contra la causa del sufri­miento (un deseo de hacer daño al que está ha­ciéndole daño a uno). Pero una persona depen­diente por naturaleza, no expresará su ira por miedo a perder lo poco de aceptación que todavía pueda quedar. Entonces, esa ira que no ha desa­parecido y que tiene que descargarse de alguna manera, la vuelve el individuo contra sí mismo y el resultado de ello es la depresión.

Yo no voy a discutir esta formulación básica, sino la curación que el referido autor sugiere. El sugiere que, puesto que el problema resulta de dirigir el enojo contra sí mismo, la curación se efectuaría dirigiendo el enojo hacia fuera, en­señando a la persona deprimida la manera de expresar su enojo aceptablemente. La exhortación de Pablo: «Airaos, pero no pequéis» (Ef. 4:26) es un texto al que se apela para sancionar bíblica­mente el consejo aludido. Ahora bien, es cierta­mente verdadero que el enojo expresado en tér­minos bíblicos para corregir una mala situación, puede ser sano y constructivo. Pero a mí me parece que con este método de aconsejar, el pro­blema central de vital importancia queda sin resolver. El problema no es el enojo; la verdade­ra culpabilidad (desde un punto de vista bíblico) radica en colocar mal la dependencia. La persona que se enfada con otra por no encontrar en ella el amor que exige de ella, está dando por des­contado que necesita el amor de dicha persona a fin de considerarse a sí misma como algo valioso.

Por supuesto, es algo legítimo el desear ser amado por alguien y el desearlo de un modo tan imperioso que su ausencia llega a ocasionar una pena y un sufrimiento profundo. Pero no se debe llegar al extremo de suponer que tal amor es abso­lutamente necesario para satisfacer la necesidad básica de seguridad. Si tal suposición fuese co­rrecta, entonces Dios no estaría en ese momento dando satisfacción cumplida a las necesidades de un hijo Suyo. ¿Acaso ha dado Dios pruebas de ser infiel? La suposición de esa persona deprimi­da es una equivocación, porque no se compagina con la realidad del Ser ni del Amor de Dios. No necesitamos absolutamente ninguna otra cosa que lo que Dios quiere o permite que tengamos. Pero habrá quien replique que Dios no tiene nada que ver con la pecaminosa actitud de esa otra persona que deliberadamente me rechaza sin mo­tivo. A ello respondo que, aunque es cierto, sin lugar a dudas, que Dios jamás es autor del peca­do, dicha objeción comporta una situación que puede provocar el pánico, porque de ser válida, no podríamos confiar en que Dios tuviese en sus manos el control de las circunstancias, de forma que hiciese que todas las cosas nos ayuden para bien (Rom. 8:28), sino que el pecador podría des­baratar el designio amoroso de Dios de proveer para cada una de nuestras necesidades. La única esperanza sería que la gente que nos rodea deci­diese cooperar con los planes de Dios; de lo con­trario, nuestra necesidad de amor quedaría insa­tisfecha. ¡Qué estado de cosas tan horrible e im­pensable!

En cambio, por débil que sea nuestra compren­sión de la omnipotencia y de la soberanía de Dios, ya es suficiente para que nuestra inquietud se re­laje, porque entonces estamos seguros de que Dios satisfará nuestras necesidades y nadie podrá detener Su amor ni desbaratar los planes de Su amor. Me veo en Sus manos y allí descanso segu­ro. Cuando alguien a quien amo me rechaza, yo puedo reaccionar con preocupación y tristeza por la quiebra de una relación personal. Pero, si reac­ciono con un daño personal causado por la ame­naza a mi seguridad básica, y si el daño que siento conduce al enfado, si estoy diciendo en mi interior: «Tú no has satisfecho mi necesidad y eso me vuelve loco o loca», entonces estoy pensando que, a fin de tener satisfecha mi necesidad per­sonal de seguridad, tengo que poseer el amor de esta persona, es decir, algo que, por el mo­mento, Dios no ha provisto para mí. Esta creen­cia es falsa. Porque no hay alternativa: o Dios me ha fallado o no me ha fallado; o está dando satisfacción a mis necesidades aquí y ahora, o no lo está haciendo. Mi fe cristiana exige que yo confíe en que Dios es fiel. Si yo necesitase de ve­ras el amor de dicha persona, Dios se encargaría de que no me faltase. Si no lo tengo, es que no lo necesito, aun cuando su ausencia pueda cau­sarme un profundo sentimiento de pérdida. (A menos que usted crea con todo su ser que de veras hay un Dios, este argumento es un callejón sin salida). Si yo dependo de la provisión que Dios ha dispuesto para mis necesidades, y no de lo que a mí me parece que necesito, reaccio­naré ante el rechazo no con enojo, sino con una deliberada acción de gracias en medio de mi tris­teza; y será una reacción sincera. Quizás habrá muchos que, al llegar a este punto, dirán: «¿Dar gracias por el rechazo de tal o cual? Puede ser que tenga fuerzas suficientes para llegar a decir (gracias), pero de seguro que no lo diría de cora­zón». Sin embargo, si mi mente está bien conven­cida del hecho asombroso de que el Dios sobe­rano del Universo me ama y se ha comprometido a proveerme de todo cuanto yo necesite, si real­mente creo esta verdad, entonces doblaré since­ramente mis rodillas en acción de gracias (a veces con gran dificultad, pero sí sinceramente) al ex­perimentar el rechazo por parte de otra persona, no porque el amor de Dios me compense de tal rechazo, sino porque el amor de Dios puede obrar a través de tal rechazo.

Los creyentes tienen a menudo un romántico, pero retorcido, punto de vista acerca del amor de Dios, que viene a decir: «Creeré que me amas si puedo salirme con la mía, si puedo hacer lo que quiera, ser lo que quiero ser, y tener lo que quiero tener». Esto equivale a mirar a Dios, no como a un verdadero Padre, sino más bien como a un indulgente y bonachón abuelito celestial. Cuando algo no marcha bien, piensan que Dios ya no les quiere como antes; de lo contrario, no hubiese consentido que sucediera esto. Lo cierto es que Dios nunca, desde el principio, nos ha querido con esa clase de amor Su amor procura sin cejar lo que más nos conviene, incluso cuando nosotros nos quedaríamos tan felizmente satisfe­chos con lo que más nos perjudica. Dios está trabajando sin cesar en la tarea de santificarme y purificarme. Aunque ya estoy completamente perdonado, y disfruto con El de una relación fa­miliar de Padre e hijo, relación que jamás cam­biará, no es menos verdad que todavía albergo en mi interior el poder del pecado con el proble­ma que comporta, y Dios me ama lo suficiente como para enderezar mis torceduras, limar mis aristas y cepillarme la suciedad, hasta que el brillo de Su Hijo resplandezca a través de mi vida. A veces, el proceso de la santificación comporta sufrimiento. Cuando, en medio de la dificultad, estoy anhelando que Dios me muestre Su amor, a menudo estoy pidiendo que me evite el pasar por las difíciles circunstancias. Si comprendiera el amor de Dios, me percataría de que, en reali­dad, estaría pidiéndole a Dios que me amase me­nos, como si le dijese: «Déjame en paz. No tengo ganas de seguir siendo refinado a fuerza de tri­bulaciones. Baja un poco la temperatura de ese amor ardiente Tuyo que, mediante ese dolor que me tuesta la piel, intenta moldearme a imagen de Jesucristo. Confórmate con una perfección de segunda clase y no me quieras tanto.» Pero esto es algo que El no puede hacer y no lo hará, por­que El siempre quiere para mí lo mejor y desea presentarme un día santo y sin mancha (Ef. 5:27). El proceso de limpiarme puede ser difícil. Quizás incluya el que yo sea rechazado por otra persona. Si esto ocurre, debo creer firmemente que Dios me está amando a través de tal circunstancia, y responder con acción de gracias, no precisamente por el rechazo, sino por la continua operación del amor de Dios, la cual puede hacer que tal rechazo resulte un medio para mi bien.

Job era un candidato hecho adrede para la de­presión. A pesar de que tuvo que pasar por prue­bas horribles y sufrió la más profunda angustia de alma, el relato bíblico sugiere que nunca su­frió esa clase de depresión que es producida por el enojo contra la circunstancia que luego una persona lo dirige contra sí misma. Y eso que to­das las circunstancias se habían puesto en con­tra suya: riquezas, salud, familia; todo le había desaparecido. A cualquiera le hubiera parecido un buen consejo psicológico el que se desahogase ex­presando su enfado por tantas pérdidas, en vez de recomerse en su interior. Pero, aunque Job experimentó la más profunda angustia de alma, no mostró por ello ningún resentimiento. En rea­lidad, no tuvo que atormentarse por el problema del enojo, simplemente porque se percató de que el punto central de la vida es la confianza, una completa, sencilla e ingenua dependencia de Dios:

«Aunque él me matare, en él esperaré» (Job 13:15). Como quiera que no dependiera de ninguna otra cosa más que de Dios, nunca llegó a eno­jarse y, por tanto, nunca padeció de depresión. El centro del problema que comporta el con­sejo de expresar el enojo como remedio contra la depresión, se palpa en la imprudente manera con que lo enfocó la mujer de Job. Reconociendo la soberanía de Dios, ella se dio cuenta de que Dios es la causa suprema y final de todo lo que ocurre, incluyendo la actividad de Satanás (y, por supuesto, todas las obras que él estimula, como el adulterio, el insulto, un desaire que otra persona nos hace en la iglesia, etc.). Por eso, ella alentó a Job a expresar su enfado y, según sus premisas, dio correctamente por supuesto que, en fin de cuentas, el enojo por el daño o la pérdida que sufre una persona siempre va dirigido contra Dios, puesto que El era el que había permitido que ocurriesen todas aquellas cosas tan horribles. Sus palabras: «Maldice a Dios y muérete» (Job 2:9), reflejan el error fundamental del consejo de dar rienda suelta a la expresión del enojo. El enfado es, al fin y al cabo, un enfado contra Dios por permitir que me ocurra esto o lo otro. No sirve el decir (como he oído tantas veces): «Yo no me enfado contra Dios; lo que pasa es que yo me com­porto bien y me enfado solamente por la manera como me trata mi marido.» No olvidemos que Dios está al final del corredor de las responsabi­lidades. Como El es soberano, a mí no me queda otra alternativa que o darle las gracias o echarle la culpa por cuanto me sucede. Si yo pudiese expresar mi enojo por el pecado de ser rechazado por otra persona sin que yo estuviese personal­mente amenazado o perjudicado por el pecado aludido, entonces el enojo sería correcto. Pero, por definición, la persona deprimida lo ha tomado ya como cometido contra ella misma (dice, por ejemplo: «El no me quiere y eso es lo que me vuelve loca, porque necesito su amor», o mis hi­jos, o mi dinero, o lo que sea).

Aun cuando se hubiese necesitado la clase de fe que traslada montañas, para que Job dijese «Gracias» en medio de sus problemas, soy de la opinión de que Job pudo fácilmente dar gracias a Dios por todo ello, al contemplar con una mi­rada retrospectiva el maravilloso designio amoro­so de Dios en el trasfondo de todos sus problemas. El libro de Job es una vivida ilustración de la verdad expresada en Romanos 8:28: «Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados.» ¿Cuál es su propósito? He sido escogido en él (Cristo) antes de la fun­dación del mundo, para que fuese santo y sin mancha delante de él (Ef. 1:4). Y ahora, con las promesas de Dios y con la ilustración de esas pro­mesas ante mis ojos en la Escritura, yo debo ca­minar por fe y dar gracias a Dios por cualquier prueba que me ocurra en la vida, incluyendo aque­llos penosos momentos en que las personas a quienes amo me rechazan. Pero esto lo puedo hacer solamente si me limito rígidamente a de­pender siempre de Dios en último término.

Con todo, el limitar estrictamente nuestra de­pendencia a sólo Dios no significa minimizar la importancia y el provecho de las relaciones hu­manas. Es justo y normal el disfrutar de un maravilloso sentido de seguridad emanado del amor y de la compañía de una esposa, de unos amigos, de hermanos y hermanas en Cristo. Cuando Dios me bendice con el amor de otras personas, yo debo responder con gratitud, disfrutando de ese amor y recibiendo el calor de la seguridad que dicho amor me presta; pero siempre he de re­conocer que mi más profunda necesidad y preo­cupación por mi seguridad está ya satisfecha y lo estará siempre por un eterno e inmutable Dios de amor. Si aquellos a quienes amo me vuelven la espalda, si me veo en una situación en que un cálido compañerismo no está a mi alcance, debo creer valerosamente que la ruta bíblica que con­duce a la satisfacción de las necesidades de segu­ridad está en reconocer que el soberano Dios del Universo me ama. Con El me basta para todo lo que necesito, porque El dispondrá todas mis cir­cunstancias hasta el más mínimo detalle de cada minuto (el creer esto requiere fe en un gran Dios), de tal manera que todas mis necesidades básicas serán satisfechas si confío en El. Por tanto, cual­quier cosa que me suceda, ya sean insultos, pér­dida de amor, rechazo, desaires, el no ser invitado a una determinada reunión social, yo he de reac­cionar con la respuesta racional y confiada de acción de gracias.

Sin embargo, la mayoría de nosotros reaccio­namos «automáticamente» con enfado en circuns­tancias de frustración o sufrimiento. No estoy sugiriendo que reprimamos estoicamente la ira, que pretendamos que no existe, y que forcemos a nuestros labios a decir «Gracias, Señor», en un esfuerzo por mostrar cuánto confiamos en El. Cuántas veces la gente oculta solapadamente su resentimiento, porque piensa que tales sentimien­tos no son propios de un cristiano. Cierto que no lo son, pero el ocultarlos sólo sirve para transigir con el problema. Hay una gran diferencia entre sentir enojo y reconocerlo como algo personal, y darle libre escape en un ataque de cólera. Lo primero es ineludible. Lo segundo es pecaminoso. La persona deprimida debería comportarse dentro de su enfado, no con resentimiento ni tratando de atacar a quien le ha causado el daño, sino (después de reconocer el enojo que ha sentido y confesarlo como un pecado de dependencia equi­vocada) dando gracias a Dios por el aconteci­miento que ha excitado su enojo, y con fe firme en que Dios está proveyendo amorosamente para él, en cada circunstancia, lo que precisamente es lo mejor para su crecimiento espiritual y para parecerse cada día más a Jesús. ¿Maldecir a Dios y morirse? ¿Continuar dependiendo de otros para satisfacer la necesidad de seguridad? ¿Reaccionar con un ataque exterior de enojo para vengarse del daño recibido? ¿No llegar jamás a estar se­guro en las manos de un Dios de amor, dejarse morir como persona, quedarse sin ser amado? ¡NO! No maldiga usted a Dios ni se muera, sino dé gracias a Dios y viva. Descanse en la seguridad del soberano amor de Dios y siéntase profunda­mente seguro como una persona que depende ab­soluta y solamente de Dios, confiando y esperando en El, aunque le mate; porque El siempre desea para nosotros lo mejor. Dé gracias a Dios y viva una vida plena, rica y satisfecha personalmente, como corresponde a todo aquel cuyas necesida­des personales más profundas de seguridad han sido y están siendo satisfechas en la persona de Jesucristo.

Permítaseme ilustrar este punto con un inci­dente personal más bien trivial. Hace aproxima­damente un año, fuimos en una excursión familiar de fin de semana a Disneylandia. Metimos las cosas en el coche, paramos junto a los naranja­les para comprar jugo fresco de naranjas de Flo­rida y proseguimos nuestro viaje de tres horas y media con el mejor de nuestros ánimos. Nues­tros dos hijos (que por entonces tenían tres y cinco años respectivamente) no podían estarse quietos de tanto entusiasmo, mi esposa iba son­riendo, y yo ardía interiormente de gozo con el pensamiento de lo que nos íbamos a divertir en aquella salida familiar. Apenas habíamos viaja­do durante quince minutos, cuando se nos des­hinchó una rueda. De una forma típica que yo tengo esperanzas de que se pase de moda, yo reaccioné con furiosa impaciencia, llevando eno­jado el coche hacia un lado de la pista, dando un portazo al salir de él, y abriendo de una sacudi­da el maletín de herramientas para emplear el gato. Mi esposa se apresuró a prepararme un vaso de naranjada fresca, en un esfuerzo por rebajar mi temperatura emocional. Con gesto ceñudo, me tragué de una vez el jugo y permanecí a tem­peratura de ebullición. Luego me percaté de que, en aquel momento, yo no estaba amando a mi esposa como Cristo amó a la Iglesia (ni mucho menos), y de que tampoco estaba educando a mis hijos en la disciplina y la admonición del Señor. Estaba siendo culpable de cometer pecados gra­ves, contra los que a menudo he aconsejado y predicado. Con todo, a pesar de percatarme de ello, yo me sentía atrapado en mi furor. Mi pro­blema no radicaba tanto en la dirección de mi enojo como en la presencia misma del enojo. En pocas palabras, yo estaba fuera de mí por lo que había ocurrido. No estaba consiguiendo lo que que­ría. Expresar mi irritación en «términos sanos y aceptables» no parecía la solución adecuada. El ob­jetivo deseado era echar de mi organismo aquel enojo, pero el gritar, dar patadas a la rueda y tirar violentamente al suelo el maletín de las he­rramientas, eran cosas que no parecían conducir­me en modo alguno hacia el objetivo deseado. En realidad, tendían a provocar el efecto contrario. Otra alternativa era forzar una sonrisa, pero me parecía totalmente imposible y, en el mejor de los casos, una actitud hipócrita. Estaba deseando zafarme de mi enojo y disfrutar de una calma interior, real y profunda; pero ¡cómo conseguirlo!

Entonces flotaron en mi conciencia las pala­bras de Pablo en Efesios 5:20: «Dando siempre gracias por todo.» ¿Por una rueda deshinchada? Pero yo no disfruto con ruedas deshinchadas y no veo ninguna ventaja en tener una así. Por cier­to, descubrí que mi rueda estaba tan echada a per­der que no admitía reparación posible. También se me ocurrió que un Dios que es soberano y om­nipotente, podía ciertamente haberme prevenido del estado de la rueda; pero también me vino a la mente con nueva intensidad que este Dios fuerte me ama con un amor perfecto y sempi­terno. Si yo creía de veras en todas estas cosas y concentraba el foco de mi atención mental en ellas (lo más recio de la batalla consiste en con­centrar la mente en las verdades bíblicas en me­dio de circunstancias adversas), entonces, creyen­do firmemente que todo debe obrar conjunta­mente para bien si dichas cosas son una realidad, tuve ya una base racional para dar gracias por la rueda deshinchada. Yo no me sentía en dispo­sición natural de dar gracias; pero los hechos ga­rantizaban y sostenían una conducta de acción de gracias como una actitud expresiva de una fe racional, lógica (nótese, una vez más, el orden: Comenzar por los hechos; actuar por fe en ellos; los sentimientos ya surgirán).

Pero a considerar (de pie todavía junto al co­che estropeado al lado de la pista) la verdad abrumadoramente confortante de que nunca puede sucederme nada que no cuente con el permiso de mi poderoso y amoroso Padre. El que me dio de buen grado a Su propio Hijo, no me negará nin­guna cosa buena, incluso una rueda deshinchada. A fin de apreciar la clase de «cosa buena» que incluye ruedas deshinchadas, se me hizo inmedia­tamente evidente que mi vida debe estar total­mente dedicada a cumplir los designios de Dios. Una rueda desinflada nunca la tendría yo por buena, si mis preferencias fuesen objetivos pro­yectados por mí mismo, como el llegar a Disneylandia a tal o cual hora con una determinada suma de dinero en mi cartera. Esta observación me sugirió un principio general: cuando quiera que yo tenga dificultad en dar gracias por algo que me pueda suceder en mi vida diaria, es pre­sumible que mi objetivo en tal momento no está en conformidad con la formación de la imagen de Cristo en mí. Si yo he puesto a los pies de Cristo todo derecho a cuanto yo pueda desear y he fijado mi decisión libre de vivir para cumplir Su designio (lo cual de un sentido importante a mi vida), estoy en posición de agradecer racional­mente a Dios todas las cosas, porque descanso seguro sabiendo que cuanto pueda sucederme se convierte para mí en una experiencia de creci­miento espiritual. Un segundo principio aparece evidente: Lo que importa no es lo que pueda su­ceder, sino mi reacción a lo que me suceda; si reacciono con ira, porque pienso equivocadamen­te que mi seguridad está amenazada o porque mis objetivos están programados por mí mismo, corro el riesgo de la depresión o del resentimien­to; si reacciono con acción de gracias, aceptando con mansedumbre cuando Dios haya provisto para mí, me voy asemejando más a Aquél que volunta­riamente se entregó en manos de inicuos, porque su deleite y su alimento era hacer la voluntad de Su Padre, hallándose seguro en una relación amo­rosa que nunca habría de fallar.

Aunque el hecho de que Dios nos ama es una verdad maravillosa que llena y satisface nues­tras necesidades, resulta difícil para cada uno de nosotros el echar mano y apropiarse de la reali­dad del amor de una Persona intangible e invisi­ble. Jesús nos mandó amarnos unos a otros (Juan 15:12), para mostrar un verdadero sentido de co­munidad y de unidad. El entrar dentro de la ple­nitud del amor de Dios es un proceso de creci­miento, el cual Dios ha determinado que sea esti­mulado y fomentado en la comunión amorosa de la iglesia local. No estoy, pues, sugiriendo que, puesto que ya me ama Dios, puedo convertirme en una isla espiritual sin perder nada maravilloso. En cierto sentido, nos necesitamos los unos a los otros. En mi propia vida personal, encuentro que la comunión entre los creyentes (disfrutando de sincera intercomunicación con otros creyentes en conversaciones centradas en la persona de Cristo, en momentos de sana diversión, en mutua expo­sición de nuestros problemas, en nuevos rayos de luz sacados de la Palabra de Dios) es una fuen­te vital de aliento y estímulo. ¿Lo necesito? ¡Sí! Y por eso lo ha provisto Dios para nosotros. Pero, si por alguna razón, hubiese algún tiempo en que no estuviese a mi alcance disfrutar de tal comu­nión, creo firmemente (aunque necesitaría mu­cha provisión de gracia para reforzar mi fe) que la persona de Jesucristo sería enteramente sufi­ciente, por sí sola, para satisfacer mis necesida­des personales y mantener íntegro y estable mi equilibrio psíquico.

No debemos suponer que, por el hecho de que el amor de Dios es suficiente, quedamos descar­gados de la responsabilidad de amarnos los unos a los otros de una manera sacrificada y genuina. Todo lo contrario. Si yo soy salvo por la gracia de Dios, tengo ahora el privilegio y la responsabi­lidad de servir de vehículo, mediante el cual pue­de Dios mostrar Su amor por ustedes. Las igle­sias son a menudo unos lugares tan fríos... Todo el afecto se limita a una sonrisa medio forzada y a un «¿Cómo se encuentra usted hoy?». Dios nunca pretendió que eso fuese así. La gente está necesitada de afecto. Cristo nos ama. Y él ha es­tablecido que la comunión amorosa de los cre­yentes sea el medio visible de demostrar Su amor unos hacia otros y también hacia el mundo. La comunidad cristiana local es el instrumento pri­mordial de Dios para que podamos satisfacer nuestra necesidad de seguridad, lo mismo que la de nuestra importancia personal.

RESUMEN

Si hemos de comprender los problemas de la gente, debemos investigar, por debajo de los sín­tomas, las verdaderas necesidades personales de unos seres creados a semejanza de un Dios perso­nal. Para una correcta comprensión de la gente, es básico el reconocer que las personas necesitan considerarse a sí mismas como algo valioso. A fin de conseguirlo, se necesita poseer un verda­dero sentido de la propia vida y una verdadera seguridad. Aun cuando la mayoría de la gente de nuestro tiempo parece contentarse con una base falsificada, más o menos satisfactoria para llenar dichas necesidades, en último término di­chas necesidades sólo pueden encontrar plena sa­tisfacción en Jesucristo. Es urgentemente necesa­rio considerar esta verdad no como una mera conversación religiosa, sino como una realidad perentoria que marca una aplastante diferencia en el dilema de sentirse vacío o lleno, desconten­to o profundamente satisfecho. Finalmente, es también necesario desarrollar los recursos espi­rituales de la iglesia local (ejercicio de los dones y verdadera comunión) para responder a dichas necesidades.

            Crabb, L. J., Principios Bíblicos del Arte de Aconsejar, graciasoberana.com

 
1. Naturaleza
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11. Aconsejamiento
12. Sin Bases
13. Un Vistazo
14. Anhelos 1
15. Anhelos 2
16. Problema
17. Telarañas
18. Modos/Metas
19. Expresiones 1
20. Expresiones 2
21. Expresiones 3
22. Expresiones 4
23. Expresiones 5
24. Expresiones 6
25. Expresiones 7
26. Expresiones 8
27. Consejos 1
28. Consejos 2
29 Consejos 3
30. Consejos4
31. Consejos 5
32. Consejos 6
33. Suicidio 1
34. Suicidio 2
35. Relaciones
36. Personalidad
37. Sentimientos
38. Escuchar
39. Madurez
40. Sanidad Interior
41. Obstáculos
42. Ocultismo
43. Textos 1
44. Textos 2
45. Textos 3
 

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