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35. La Oración![]() Evangelismo es el estudio de cómo testificar eficazmente y compartir el evangelio con audacia. Considera los elementos básicos del plan de salvación y su presentación con claridad. Enseña como superar la resistencia de diferentes tipos de mentalidades. Explica cómo hacer el seguimiento y presenta las verdades fundamentales que el obrero cristiano tiene que enseñarle al recién convertido. 11. La Oración Preguntas por S. W. Royes;
Respuestas por H. P. Barker
¿Hay alguna razón especial por la
que usted haya escogido el tema de la Oración inmediatamente después
de nuestro diálogo sobre las Sagradas Escrituras? SÍ. En la vida espiritual del creyente,
ambas cosas —la Palabra de Dios y la oración— tienen que ir de
la mano, o el resultado será el naufragio. En Lucas 10:39
encontramos a María sentada a los pies de Jesús, escuchando Su
palabra. Es elogiada por la buena parte que escogió, y aprendemos
de su caso cuán bueno es desear conocer la palabra del Señor. Pero
inmediatamente después de esto se narra un incidente por el que
aprendemos la importancia de la oración; y vemos por la estrecha
relación en que se ponen ambas escenas en la página sagrada la íntima
relación que tienen ambas cosas: la Palabra de Dios y la oración. Para mantener un fuego encendido, se
precisa de una constante aportación de combustible y de aire.
Privado de cualquiera de ambas cosas, el fuego se apagaría. Del
mismo modo, se precisa de dos cosas si se quiere mantener ardiendo
el fuego del gozo y de la comunión en el alma del creyente —una
constante aplicación de la Palabra a su corazón, y el constante
ejercicio de la oración. ¿A quién se debería dirigir la
oración? A Dios, y solo a Dios. En ninguna parte de
las Escrituras encontramos ni una insinuación de ninguna oración
dirigida a la virgen María ni a los santos. Parece insólito que en
nuestra época tengamos que insistir en esto, y volver a luchar en
esta cuestión la batalla de la Reforma. Sin embargo, es penoso
observar que la práctica de invocar a los muertos se está
volviendo más y más frecuente en círculos que habían sido
claramente protestantes. De este modo se hurta a Dios del honor que
le pertenece a Él solo; se exalta a las criaturas a expensas del
Creador; se rinde culto a difuntos, hombres y mujeres, y se les
invoca a ellos en lugar de al Dios viviente. Naturalmente, cuando se dice que Dios es el
Único a quien deberíamos dirigir nuestras oraciones, no niego ni
por un momento que debamos orar al Señor Jesús. Él es Dios, igual
con el Padre, y le pertenece el mismo honor (Juan 5:23). Encontramos
a Esteban orando al Señor Jesús, que reciba su espíritu. Pablo
también oró al Señor Jesús respecto a su aguijón en la carne. No podemos definir con ninguna receta
especial las ocasiones en las que la oración se debería dirigir al
Padre, y cuándo al Hijo. Por lo general, nos dirigimos a nuestro
Dios y Padre con referencia a nuestras necesidades como Sus hijos
aquí en la tierra; nos dirigimos al Señor Jesús en relación con
Su servicio en el que en Su gracia nos ha permitido dedicarnos. Solo queda decir que el Espíritu Santo, la
tercera Persona de la bendita Trinidad, nunca es presentado como
objeto ni de oración ni de alabanza. Él está en la tierra
habitando en nosotros, para generar, no para recibir, nuestras
oraciones y alabanzas. ¿Ha prometido Dios darnos siempre
aquello que pedimos? Él es un Gobernante demasiado sabio y un
Padre demasiado amante para hacer tal cosa. ¿Qué padre terrenal
concedería cualquier deseo insensato que su hijo pudiera
presentarle? Hay muchas y preciosas promesas, que resplandecen en
las páginas de las Escrituras, que dan seguridad al creyente de que
su oración será oída, bajo ciertas condiciones. Pero tanto si
Dios, en Su amor y sabiduría, considera oportuno conceder alguna
petición en concreto o no, hay algo con lo que siempre podemos
contar. Pasemos a Filipenses 4:6, 7 y veréis lo que quiero decir.
Dios se compromete a que en cada caso Su paz misma guardará
nuestros corazones y nuestras mentes en Cristo Jesús. Puede ser que
el infinito amor nos niegue aquello que pedimos, pero este
beneficio, la guarda de nuestros corazones en la serena atmósfera
de la propia paz de Dios, nunca será negado a aquel que lleva sus
peticiones delante de Él. ¿Qué condiciones aseguran que la
oración reciba respuesta? Consultemos las Escrituras para ello.
Primero veamos el Salmo 66:18. «Si en mi corazón hubiese yo mirado
a la iniquidad, el Señor no me habría escuchado.» Si queremos
obtener respuesta a nuestras oraciones, tenemos que estar a bien con
Dios en secreto. Nuestra vida privada se tiene que corresponder con
nuestra profesión pública. El pecado oculto, como una serpiente en
el seno, quita toda vitalidad a la oración. Una mala conciencia es
un verdadero obstáculo para que se concedan nuestras peticiones.
Dios no derramará Sus bendiciones en vasos sucios. De modo que la
primera condición para la oración que prevalece es una buena
conciencia. Ahora leamos Santiago 4:3. «Pedís, y no
recibís, porque pedís mal, para gastar en vuestros deleites.» Aquí
aprendemos que los que piden algo a Dios con motivos egoístas se
quedarán totalmente decepcionados. Dios no colaborará en la propia
gratificación. Las oraciones que se registran en las Escrituras, y
que recibieron unas respuestas tan maravillosas, fueron oraciones en
favor de otros, u oraciones que tenían en vista la gloria de Dios
en relación con aquellos que las pronunciaron. Así, una segunda
condición es que haya un motivo limpio. Luego veamos Santiago 1:6, 7. «Pero pida
con fe, no dudando nada; porque el que duda es semejante a la onda
del mar, que es arrastrada por el viento y echada de una parte a
otra. No piense, pues, quien tal haga, que recibirá cosa alguna del
Señor.» Así, es necesaria una confianza inamovible si
queremos obtener respuesta a nuestras oraciones. Dudar es deshonrar
a Dios, y asestar un golpe de muerte a nuestras propias peticiones. Examinemos ahora 1 Juan 3:22. «Cualquiera
cosa que pidiéremos la recibiremos de él, porque guardamos sus
mandamientos, y hacemos las cosas que son agradables delante de él.»
Así, otra condición es que haya obediencia por nuestra
parte. No se nos deja sin saber qué cosas agradan al Señor. Pero
no es suficiente con saberlas. Tenemos que hacerlas si
deseamos recibir de Él aquellas cosas que pedimos. Volvamos de nuevo a Juan 16:23. «Todo
cuanto pidiereis al Padre en mi nombre, os lo dará.» Aquí tenemos
una quinta condición. Si la oración es en nombre de Cristo
recibirá respuesta. ¿Qué significa orar en Su nombre? Desde luego,
no significa orar acerca de cualquier cosa que nos plazca, y luego
terminar diciendo: «Todo esto te lo pedimos en el nombre y por
causa de nuestro Señor Jesucristo». Significa que aquello que
pedimos debe ser algo a lo que el nombre de Cristo pueda ir
verdaderamente unido, algo que Él pediría si estuviera en
nuestras circunstancias. Esto demanda discernimiento espiritual, que
solo puede adquirirse andando cerca del Señor. De modo que pedir
cualquier cosa en Su nombre implica que estamos en estrecha comunión
con Él. Ya que Dios conoce todas nuestras
necesidades, ¿por qué deberíamos orar a Él acerca de las mismas? Desde luego, es suficiente con saber que
Dios quiere que oremos. Se podrían citar docenas de pasajes de las
Escrituras que exponen que la oración es aceptable para Dios. Nadie
se imagina que oramos para informar a Dios de lo que Él no sabe.
Tampoco oramos para asegurarnos Su interés en nosotros o Su amor.
El santo que ora con inteligencia se da cuenta de que está hablando
con Aquel que conoce cada una de sus necesidades mucho mejor que él
mismo, que tiene un interés sin límites en todo lo que se refiere
a Su pueblo, y cuyo amor no podría ser más grande de lo que es. El
objeto de la oración es que se pueda expresar nuestra dependencia
de Dios, y que nuestras almas puedan entrar en contacto con Él
acerca de aquello por lo que oramos; que al esperar en Él
aprendamos Su mente; que se dé expresión a los deseos que el Espíritu
Santo ha originado en nosotros, y que cuando la respuesta llegue,
seamos conscientes de que es ciertamente de parte de Dios que
viene. ¿Deberíamos orar más de una vez
por cualquier cosa? No se puede establecer ninguna norma
concreta respecto a algo así. En algunos casos se nos hace sentir
que nuestra petición, por alguna sabia razón, no nos será
concedida, y nos sentimos sin libertad para seguir pidiendo. Casos
como este pueden ser infrecuentes, pero desde luego se dan. A Moisés,
cuando oró que le fuera permitido entrar en Canaán, se le prohibió
repetir su petición (Dt. 3:26). Por otra parte, a veces, cuando pedimos al
Señor algo especial, viene sobre uno una sensación abrumadora de
que ha sido oído, y de que la petición está concedida, y se tiene
la sensación de que volver a pedir sería una presunción. Pero estos son casos excepcionales, y, en
general, el Señor querría que persistamos en oración por
aquello que está en nuestros corazones. A menudo nos mantiene
esperando durante meses, e incluso durante años, antes de dar una
respuesta, con el fin de poner a prueba la realidad de nuestro deseo,
y de probar nuestra fe. Él quiere que seamos importunos acerca de
lo que queremos de Él, y así mostrar que somos serios acerca de
aquello. Esta es la lección que se nos comunica en la parábola del
anfitrión de un viajero, que pidió pan a un amigo suyo a
medianoche (Lucas 11). Fue oído por su importunidad. Otra
parábola —la de la viuda que había sufrido una injusticia (Lucas
18)— refuerza esta misma verdad, de la necesidad de orar siempre,
y no desmayar. No se trata de que Dios sea un Dador difícil
y mal dispuesto, sino de que la importunidad es una prueba de
seriedad y de fe. ¿Es deseable apartar momentos
concretos para la oración privada? Desde luego que así es para la gran mayoría
de los cristianos. Todo lo que se deja para momentos ocasionales
queda a menudo relegado del todo, y estoy convencido de que la falta
de una programación regular es la razón de que haya tan poca oración
entre nosotros. Los santos de la antigüedad tenían horas
programadas. «Tarde y mañana y a mediodía oraré y clamaré, y él
oirá mi voz» (Salmo 55:17). También Daniel cultivó este mismo hábito,
y nada podía impedirle de arrodillarse en su estancia tres veces al
día, para orar y dar gracias delante de su Dios (Daniel 6:10). ¡Qué
pena que permitamos que cosas triviales nos priven de nuestro tiempo
para la oración! Decid que se trata de una práctica «legalista»,
si queréis, ¡pero me gustaría ver mucha más de esta clase de
legalidad! Recomiendo a cada joven creyente, con toda intensidad, la
costumbre de reservar una cierta hora cada día para tener una
relación a solas con Dios. El mejor momento es por la mañana
temprano, e inmediatamente antes de retirarse por la noche. Pero además de reservar momentos regulares
para la oración, y de los que no deberíamos dejar que nada ni
nadie nos privase, deberíamos tratar de estar siempre en un
espíritu de oración y dependencia, listos en cualquier momento
para volvernos al Señor acerca de cualquier dificultad, o en
cualquier emergencia. En Nehemías tenemos un maravilloso ejemplo de
esto. Él era el copero del rey, y mientras estaba cumpliendo sus
deberes, su real señor le hizo de repente una pregunta que él se
sintió totalmente incapaz de contestar sin consultar con el Señor.
Precisaba urgentemente de la dirección divina, pero la pregunta del
rey tenía que ser contestada de inmediato. Nehemías pudo dirigirse
al Señor en oración. «Entonces oré al Dios de los cielos, y
dije al rey» (Nehemías 2:4, 5). ¡Ojalá estuviéramos siempre
tan cerca del Señor que pudiéramos consultarle y buscar sabiduría
y dirección de Su parte con tanta presteza como pudo hacerlo Nehemías! ¿Recomendaría usted alguna forma
especial de oración? No. El Espíritu Santo está aquí para
generar nuestros pensamientos y deseos en la línea de la voluntad
de Dios, y Él pone en nuestros corazones los asuntos adecuados para
la oración, y nos capacita para presentarlos delante del Señor. Así,
se nos exhorta a orar «en todo tiempo con toda oración y súplica en
el Espíritu», y a orar «en el Espíritu Santo» (Efesios
6:18, Judas 20). Es cierto que, si somos dejados a nosotros
mismos, «qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos», pero
en el Espíritu Santo tenemos al mejor de los maestros, y podemos
dejarle a Él, seguros, el controlarnos y dirigirnos en nuestras
oraciones ¿Cree usted en hacer largas
oraciones? Sí, siempre y cuando sean
pronunciadas en privado y broten del corazón.
No podemos estar demasiado tiempo de rodillas en secreto. En una
ocasión, el Señor Jesús estuvo toda una noche en oración; pero
el mero hecho de que alguien esté largo tiempo en oración no
asegura que vaya a ser oído. A nadie se le oye por mucho hablar. La
sinceridad y una profunda reverencia deberían acompañarnos al
dirigirnos a Dios. Pero me imagino que su pregunta se refiere
a las oraciones públicas. Si consideramos las oraciones registradas
en la Biblia, encontraremos que la más larga de ellas —la
pronunciada por Salomón en la dedicación del templo— tomó menos
de diez minutos, incluso en el caso de que se pronuncie lenta y
reverentemente. Se ha dicho con razón que cuando uno quiere algo de
verdad, podrá comunicar su petición con pocas palabras. Es cuando
alguien no tiene nada que pedir en particular que la oración toma
veinte o veinticinco minutos. El Señor Jesús era omnipotente, y
era el Creador de todas las cosas. ¿Por qué tenía Él ninguna necesidad de orar? Es cierto que el Señor Jesús era todo lo
que usted dice. Él era «Dios sobre todas las cosas, bendito por
los siglos». Pero Él descendió a la tierra para recorrer la senda
de un Hombre dependiente, y todo aquello que Dios buscaba en un
hombre fue hallado en Él en toda perfección. Obediencia, verdad,
justicia, confianza, dependencia —todas estas cosas se vieron en
Cristo. Y fue como Hombre, en el humilde camino al que Su gracia le
había traído, que le encontramos una y otra vez en oración. En
todo esto Él nos ha dejado un brillante ejemplo. ¡Que sigamos
fielmente en Sus pasos! En el Evangelio de Lucas, donde vemos a
nuestro Señor de una manera especial como Hombre, creo que lo
encontramos siete veces en oración. |
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