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28. La Justificación![]() Evangelismo es el estudio de cómo testificar eficazmente y compartir el evangelio con audacia. Considera los elementos básicos del plan de salvación y su presentación con claridad. Enseña como superar la resistencia de diferentes tipos de mentalidades. Explica cómo hacer el seguimiento y presenta las verdades fundamentales que el obrero cristiano tiene que enseñarle al recién convertido. 4. La Justificación Preguntas por S. W. Royes;
Respuestas por H. P. Barker
EL tema que vamos a tratar ahora es de la
mayor importancia. Podemos confiar en el Señor Jesús como nuestro
Salvador, y recibir una cierta consolación al pensar en Su preciosa
sangre y en el poder de la misma para limpiar de todo pecado. Pero
hasta que el alma conozca lo que es ser justificada, no puede
haber una sólida paz. Por lo que respecta a los no creyentes, es
imposible exagerar la importancia de este asunto en su caso. Porque
la justificación está en el umbral de toda verdadera bendición.
Nadie puede entrar en el cielo excepto los que estén justificados
de su culpa. Por ello, pido la atención de todos a las preguntas
que se harán y a las respuestas que se den. ¿A qué clase de personas justifica
Dios? No me cabe ninguna duda de que muchos dirían:
«A la buena gente», o «A aquellos que hacen lo mejor que pueden».
Pero vamos a descartar las opiniones humanas y volveremos a la
Palabra de Dios para recibir luz. El apóstol Pablo se refiere a
Dios con un título muy entrañable en Romanos 4:5: «Aquel que
justifica al impío». Así, es a los impíos a los que Dios está
dispuesto a justificar. Encontramos una ilustración de esto en el
caso de dos hombres que subieron al templo a orar. Uno era religioso,
y su religión afectaba en gran manera su vida y su conducta. Lo
preservaba de muchas acciones de extorsión, injusticia e
inmoralidad. Dos veces cada semana observaba un rígido ayuno.
Pagaba sus diezmos puntualmente, y dedicaba grandes cantidades de
dinero al servicio de Dios. El otro hombre no pertenecía a la clase de
los religiosos. En realidad, era un pecador, y no lo ocultaba. Al
entrar en el templo, era bien consciente de que no era apto para
estar allí, y, parado de lejos, inclinaba la cabeza, evidentemente
avergonzado. ¿Cuál de estos dos hombres, pensáis
vosotros, era más susceptible de ser justificado? El Señor Jesús,
refiriéndose a este último, el pecador irreligioso, impío, dice:
«Os digo que éste descendió a su casa justificado
antes que el otro» (Lucas 18:14). Sí, son los culpables, los pecadores y los
viles, los que Dios justifica cuando reconocen su condición y se
vuelven a Él. Aquellos que se imaginan ser «justos, que no tienen
necesidad de arrepentimiento», permanecen sin justificación y sin
bendición. ¿Cuál es la diferencia entre la
justificación y el perdón? El perdón es la eliminación de la pena
de nuestros pecados; la justificación es la eliminación de la acusación
misma de culpa que antes teníamos contra nosotros. Comprenderemos mejor la diferencia si
hacemos una imaginaria visita a un juzgado. Se está procediendo a
juzgar a dos acusados de robo. El primero tiene muchos testigos para
demostrar que estaba a muchos kilómetros de distancia cuando se
cometió el delito. Se demuestra su inocencia de una manera
irrefutable. Al absolverlo, el juez dice: «El preso puede abandonar
este tribunal libre de toda culpa». En otras palabras, siendo
inocente, queda justificado. Con el otro, las cosas son distintas. Pero
hay circunstancias atenuantes. Es joven; es su primer delito, y
parece que fue inducido a cometer el delito contra su mejor criterio.
El juez dirige una seria advertencia al preso y lo deja en libertad.
No se dicta ninguna pena, y sale del juzgado libre. En pocas
palabras, ha sido perdonado. Pero, aunque está perdonado, no
ha quedado absuelto de los cargos contra él. Ahora bien, esta ilustración nos ayudará
a ver la diferencia entre justificación y perdón. Pero hemos de
recordar que entre los hombres solo los inocentes pueden ser
justificados, mientras que los culpables pueden ser
perdonados. Salomón era consciente de esto al orar en la dedicación
del templo (1 Reyes 8). En el versículo 32 él ora: «tú oirás
desde el cielo y actuarás, y juzgarás a tus siervos, condenando al
impío …, y justificando al justo». Luego, en el versículo
34 vuelve a orar: «tú oirás en los cielos, y perdonarás el
pecado de tu pueblo Israel». ¡Considerad esto! Justificación
para el justo y perdón para los que pecan. Pero la gloria del evangelio es que muestra
como Dios puede hacer lo que es imposible entre los hombres. Él
puede justificar a los impíos, y ello incluso sin
circunstancias atenuantes. Él puede tomar un pecador vil y
corrompido, y no solo perdonarlo, sino absolverlo de toda acusación
de una forma tan completa que puede proclamarse este reto, que nunca
podrá ser contradicho: «¿Quién acusará a los escogidos de Dios?
Dios es el que justifica» (Ro. 8:13). Si es Dios quien justifica, ¿por qué
se dice que somos justificados por la fe? La fe es simplemente el principio en base
al que Dios justifica. Si Dios se declara dispuesto a justificar a
pecadores impíos, es cosa bien razonable que Él debe declarar el
principio en base al que Él lo hará, y el principio debe ser tal
que deje claro que todo es de gracia de principio a fin. Es
por esta razón que es «por fe», o porque, en las palabras de
Romanos 3:26, Dios es el que justifica «al que es de la fe de
Jesús». Así que es la «fe», y no las obras, ni
los votos, ni las oraciones, lo que se cuenta por justicia, pero es Dios
quien lo cuenta como tal. Es totalmente Su acción. Leemos que Cristo ha «resucitado
para nuestra justificación». ¿Qué tiene que ver la resurrección
de Cristo con que nosotros seamos justificados? ¡Tiene todo que ver! Es el gozne sobre el
que gira toda la cuestión. Supongamos que fuese declarado culpable
de alguna infracción y condenado a pagar una fuerte suma de dinero.
Al no poder disponer de tal suma, me vería abocado a cumplir una
sentencia de cárcel. Pero un amigo interviene y se compromete a
pagar mi multa. Pero hasta que llegue el dinero, uno de los dos, mi
amigo, o yo, ha de quedar detenido. Mi amigo, habiendo asumido mis
responsabilidades, se queda allí hasta que pueda llegar un
mensajero del banco con el monto de la multa, y a mí me dejan salir. Lleno de ansiedad, me paseo arriba y abajo
dejante del juzgado. Finalmente llega el mensajero del banco y entra
en el edificio. Al cabo de unos minutos sale mi amigo y se reúne
conmigo. En el acto cesa mi ansiedad. El hecho de su reaparición
demuestra que las demandas del tribunal han quedado satisfechas.
Ahora estoy verdaderamente libre, porque mi sustituto está libre. Apenas si es necesario mostrar como se
aplica esta sencilla parábola. Tú y yo somos los infractores, bajo
el juicio de Dios. Cristo se ha ofrecido como nuestro Sustituto, y
en la cruz Él satisfizo las demandas de la justicia en nuestro
favor. Él pagó la multa por nosotros. ¿Fue suficiente Su
pago? ¿Lo aceptó Dios como un pleno descargo de todas nuestras
responsabilidades? Antes de morir, Él clamó: «Consumado es». Él
dio Su todo, Su vida, Su sangre, pero, ¿fue esto suficiente? Él salió del sepulcro en la mañana del
tercer día. La pregunta quedó contestada. Había sido
suficiente. Aquel que había tomado nuestros pecados sobre Sí
mismo estaba libre. Entonces, ¡también nosotros quedamos libres! Así, la resurrección de Cristo está en
la base de nuestra justificación. Naturalmente, cuando digo «nuestra»
me refiero a los «creyentes». Él fue resucitado para nuestra
justificación. En Romanos 3:28 se dice que «que el
hombre es justificado por fe sin las obras de la ley». ¿Cómo lo
concilia usted con Santiago 2:24, donde leemos que «el hombre es
justificado por las obras, y no solamente por la fe»? Estos dos pasajes no necesitan ser
conciliados. A veces los hay que se imaginan que han descubierto
declaraciones contradictorias en las Escrituras, pero la falta está
en sus propias mentes, no en la Palabra de Dios. En el caso que nos ocupa, la dificultad se
desvanece cuando vemos que en Romanos se está hablando de la
justificación ante Dios, mientras que en Santiago el tema es la
justificación ante los hombres. Ambas cosas se ponen en
contraste en Romanos 4, y en el versículo 2 se expone que la
justificación por las obras «no [es] para con Dios». Dios toma nota de la fe del creyente, y la
cuenta por justicia para el dicho creyente. Pero la fe es invisible
a los ojos de los hombres. Si ellos nos desafían respecto a qué
razón tenemos para profesar que hemos sido perdonados y salvados,
que somos hijos de Dios y herederos juntamente con Cristo, no
podemos simplemente contestar, «Tenemos fe». Tenemos que
justificar la posición que adoptamos con más que palabras. El
amigo de Job, Zofar, preguntó: «¿Y el hombre que habla mucho será
justificado?» (Job 11:2). Desde luego que no. No son los que hablan
bien, sino los que andan bien, los que son justificados a la vista
de sus semejantes. No es por los labios, sino por la vida; no por
palabras, sino por obras, que podemos convencer a los demás que
somos lo que afirmamos ser. Es acerca de este aspecto de la verdad que
trata Santiago. Pablo también, en algunas de sus epístolas, de
manera especial en la dirigida a Tito, da mucho peso a la
importancia de las buenas obras, no como una ayuda a nuestra
justificación ante Dios, sino como testimonio ante los hombres, y
con el fin de que «adornen la doctrina de Dios nuestro Salvador». Pero que nadie comience a hablar de buenas
obras antes de asegurarse de que está justificado de todas las
cosas por la fe en el Señor Jesucristo. Leemos acerca de estar «justificados
por gracia» (Ro. 3:24), «justificados por fe» (Ro. 3:28), y «justificados
en Su sangre» (Ro. 5:9). ¿Debemos concluir que el hombre tiene que
ser justificado tres veces? En absoluto. Las tres expresiones comunican
diferentes conceptos, pero todas tres se refieren al mismo acto. La
gracia de Dios es la fuente de todas nuestras bendiciones; la
sangre de Cristo es el canal mediante el que nos alcanza, mientras
que la fe es sencillamente la apropiación de todo ello por nuestra
parte. Ilustraré lo que quiero decir. Esta ciudad
recibe su suministro de agua del río que procede de los montes de más
allá. Hay un abundante suministro para todos. Hay tubos tendidos que van a las casas de
la gente, y cuando alguien quiere agua, todo lo que tiene que hacer
es abrir el grifo. El río, que contiene un suministro
inagotable de agua, es como la gracia. La gracia de Dios es el
manantial y la fuente de toda bendición. En este sentido somos «justificados
por Su gracia». Los tubos son el medio por el que el agua
es conducida a nuestras puertas, así como la sangre de Cristo es el
medio por el que la gracia de Dios es puesta a disposición de los
pecadores. Así, somos «justificados en Su sangre». ¿Y qué es «justificados por fe»? La fe
es acudir con el vaso vacío y abrir el grifo. Es la
apropiación para uno mismo de la bendición que se origina en la
gracia de Dios, y que es hecha posible para nosotros por la sangre
de Jesús. Bildad suhita, otro de los amigos de
Job, preguntó: «¿Cómo, pues, se justificará el hombre
para con Dios?» ¿Cómo respondería usted a esta pregunta? (Job
25:4) Lo primero es dejar de justificarse a
uno mismo. «Vosotros sois los que os justificáis a vosotros mismos»,
dijo el Señor Jesús a los fariseos, y en tanto que alguien haga
esto, Dios no lo justificará. Cuando dejamos de tratar de
justificarnos a nosotros mismos, justificamos entonces a Dios
en Su juicio sobre nosotros debido al pecado. «Los publicanos
justificaron a Dios», leemos, y esto era precisamente lo
contrario a lo que estaban haciendo los fariseos. Condenarse uno
mismo y justificar a Dios son así dos cosas que van juntas. Nos
ponemos del lado de Dios contra nosotros mismos, y reconocemos la
verdad de Su veredicto sobre nosotros como pecadores culpables,
viles, merecedores del infierno. Este es el primer paso. Además de esto, tenemos que apartar la
mirada de nosotros mismos y dirigirla a Cristo. Creer en Jesús
significa quedar justificado de todas las cosas (Ro. 3:26; Hch.
13:39). Cuando aprendemos lo que Su muerte ha cumplido por nosotros,
y cómo Su resurrección nos absuelve de todo cargo, comprendemos lo
que es estar justificados, y el bendito resultado de ello es «la
paz con Dios» (Ro. 5:1). Los cristianos, ¡triste es decirlo!,
son a veces muy inconsecuentes en su manera de vivir. ¿Acaso estos
cristianos siguen siendo personas justificadas? Si solo aquellos cuya conducta fuese
intachable fuesen los justificados, se tendría que buscar durante
mucho tiempo antes de descubrir a un hombre justificado. Pero veamos cómo se designa a los
cristianos en Corinto. Su conducta distaba de ser perfecta. Habían
merecido una reprensión pública acerca de cuestiones relacionadas
con los principios morales más básicos. Sin embargo, y de la
manera más incondicional, el apóstol Pablo podía decir de ellos:
«ya habéis sido lavados, ya habéis sido santificados, ya habéis
sido justificados» (1 Co. 6:11). Observemos que estas
palabras se dirigen a ellos inmediatamente después de una ácida
reprensión por sus constantes contiendas. Cierto, se les recuerda
que habían sido lavados, santificados y justificados a fin de que
huyeran de aquellas cosas de las que habían sido lavados. Pero no
se les dice, a la vista de su pecado, que tuvieran que volver
a ser lavados otra vez, santificados de nuevo, y vueltos a
justificar. Se menciona su justificación como algo que había sido
cumplido una vez por todas, y esta realidad es la base sobre la que
puede hacerse un llamamiento a vivir de una manera consecuente y
piadosa. ¿Cómo puede uno saber de cierto que
está justificado? Un pasaje de las Escrituras al que ya nos
hemos referido nos proporciona una respuesta clara y plena. Volvamos
a Hechos 13:39, y leeremos estas palabras: «en él» (Jesús) «es
justificado todo aquel que cree». No creo que ninguna de mis
palabras lo podría expresar de una forma más clara que esta. No consideremos estas palabras meramente
como un dicho de Pablo. Son palabras de Dios, registradas en el
Libro de Dios para la bendición de nuestras almas. Ahora bien, ¿qué es lo que Dios dice en este versículo? Que todos los
que creen son justificados de
todas las cosas. ¿De
quiénes se dice que son justificados de todas las cosas? De
todos aquellos que creen. Ante esta declaración tan maravillosamente
clara y sencilla, revestida como está de toda la autoridad del
mismo Dios, dejad que os haga a esta pregunta a cada uno aquí: «¿Estás
tú justificado de todas las cosas?» Si tú te encuentras dentro del círculo de
«todo aquel que cree», puedes con verdad decir, «Gracias a Dios,
lo estoy». Y si alguien preguntase cómo lo sabes,
puedes contestar: «Dios dice que “todo aquel que cree” está
justificado. Yo soy uno de aquellos de quién Él habla, un creyente
en Jesús, de modo que estoy justificado». ¡Qué dicha cuando uno
es sencillo y suficientemente semejante a un niño para tomar a Dios
en Su palabra! ¿Cómo
puede Dios, que es muy limpio de ojos para ver el mal, ser justo al
justificar a un pecador impío? ¡Aquí tenemos un verdadero problema! Pero,
gracias a Dios, la solución se encuentra en la cruz de Cristo. Las
exigencias de la justicia quedaron completamente satisfechas con Su
sangre, y quedó abierta la puerta para que Dios pudiera justificar
y bendecir a pecadores impíos sin comprometer Su carácter como
Dios de santidad y de verdad. El propósito de Dios, desde la fundación
del mundo, era la bendición del hombre, y este propósito se ha
cumplido, no mediante ninguna mínima cesión en Su juicio contra el
pecado, sino por la provisión de Uno que pudo llevar aquel juicio
en toda su severidad y agotarlo. No hay nadie que pueda, a la vista del Calvario, decir que el pecado sea
cosa leve a los ojos de Dios. Él ha dejado bien claro ante el
universo que Él aborrece infinitamente el mal, y que no bendice ni
puede bendecir a los hombres aparte de la plena satisfacción de las
exigencias de la justicia. La bendición que Él ofrece la ofrece con
justicia. La obra de Cristo ha glorificado a Dios de tal manera
que Él es justo, así como lleno de gracia, al justificar al
pecador impío que cree en Jesús (véase Ro. 3:26). ¿Durante cuánto tiempo está
justificado el creyente? |
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