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  14. Entera Santificación

Santidad Biblica es el estudio del concepto wesleyano de la perfección cristiana o santidad práctica.  Considera el espíritu de la santidad, la santidad en la vida diaria y lo que enfrenta el creyente ahora que es santificado.  Contempla cómo integrar la "crisis de santidad" con llevar una vida santa a diaria delante de Dios. 

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Entera santificación

1 Tesalonicenses 5:23-2 4

 

INTRODUCCIÓN

Cerca del final de su larga vida, que comprendió casi todo el siglo XVIII, “Juan Wesley declaró que la propagación del mensaje de la entera santificación era la razón principal por la que Dios había levantado el movimiento metodista”. En forma similar, el Preámbulo a la Constitución de la Iglesia del Nazareno afirma que la iglesia existe “especialmente” para “que mantengamos...la doctrina y experiencia de la entera santificación como segunda obra de gracia”.

No poseo ninguna aptitud especial para evaluar la declaración de Wesley respecto a su conocimiento de los propósitos providenciales de Dios en la historia. Pero puedo afirmar, sin temor a contradecir, que la doctrina de la “perfección cristiana” o “amor perfecto”, como Wesley llamó también a la entera santificación, “claramente llegó a ser el centro de los más vigorosos debates del metodismo, tanto con oponentes del movimiento como dentro de él”. Durante los últimos 25 años, en las denominaciones de santidad que señalan a Wesley como su mentor teológico, esta doctrina ha sido el tema central de un acalorado debate erudito. Mientras que los profesores en las universidades y seminarios de santidad debaten los puntos conflictivos de la doctrina, la predicación de este tema distintivo —que una vez fue la razón de ser de algunas iglesias— ha permanecido en silencio en muchas esferas.

Este no es el momento ni el lugar para desenterrar los debates o criticar a los combatientes. Como profesor de Biblia, mi interés es recalcar que ni Wesley ni una iglesia en particular inventó esta doc­trina de la nada. No podemos ignorar el tema de la santificación, porque sus raíces no son tan superficiales como para remontarse sólo al siglo XVIII. No es una “doctrina de los últimos días”; la Escritura nos llama a tomar en serio el llamado a vivir en santidad.

En la sesión final de la conferencia sobre “La Vida Santa en la era Poscristiana”, organizada por Northwest Nazarene College en el Centro Wesley de Teología Aplicada, en febrero de 1995, Keith Drury dijo: “El tema de la santidad se extiende a través de toda la Biblia. Dios llamó para sí una nación santa, apartó un sacerdocio santo, esta­bleció un día de reposo santo, prescribió sólo sacrificios santos que debían llevarse a cabo en un monte santo, en un templo santo que tenía un lugar santo y hasta un lugar santísimo. Dios mismo es un Dios santo. Y somos ‘llamados a santidad’. Sin santidad nadie verá al Señor [Hebreos 12:14]”.

Dios dice: “Seréis, pues, santos porque yo soy santo” (Levítico 11:45). La Biblia, constante y repetidamente, pide que nos rindamos a Dios en consagración absoluta, que nos sometamos completamente a su voluntad, que obedezcamos en forma absoluta su Palabra, y que nos separemos de la contaminación del pecado de este mundo. La santidad no es sólo la característica esencial de la naturaleza de Dios, sino también el énfasis central de su Palabra. Dios es santo; nosotros también debemos ser santos.

La santidad es una verdad bíblica, no un distintivo denomina­cional o la doctrina favorita de los nazarenos, wesleyanos o metodistas libres. No se inventó para establecer una diferencia en el círculo eclesiástico.

Las llamadas iglesias de santidad no tienen el monopolio respec­to a la santidad. De hecho, algunas de las llamadas iglesias de santi­dad parecieran interesarse menos en la vida santa que otras tradicio­nes. Karl P. Donfried, erudito luterano en Nuevo Testamento, dice:

Una razón por la que la iglesia de hoy es tan ineficaz en algunas partes del mundo es porque ya no ofrece a la sociedad pagana una opción ética o intelectual diferente. La iglesia rara vez existe como una comunidad que se opone a las costumbres de la sociedad, pero además, a menudo da otro nombre a conductas evidentemente contrarias a la vida santificada en Cristo Jesús y las incorpora a su existencia...Si la conducta de una persona es tan escandalosa como la de aquellos que adoran ídolos, o aún más, difícilmente puede testificar del poder del evangelio que da vida.

Los pastores y maestros cristianos nos encontramos más y más en la situación de los apóstoles del primer siglo. Nuestra tarea no es sólo convertir a los paganos o discipular a los convertidos. Es cristianizar a la iglesia. Para los que tomamos seriamente nuestra herencia wesleyana de santidad, la ortodoxia no es suficiente. No podemos justificar nuestra existencia teológica a menos que promovamos activamente la “santidad de corazón y vida”.

LA TERMINOLOGÍA DE SANTIDAD

¿Cómo podemos producir una vida verdaderamente cristiana —por no hablar de un nivel superior (o más profundo) de “vida santa”— cuando no hay preparación y existen pocos o inadecuados precedentes? ¿Dónde comenzamos? ¿Qué podemos aprender del ejemplo de los apóstoles? ¿Cómo cuidó Pablo a los convertidos para que llegaran a ser cristianos maduros? La Primera Epístola a los Tesalonicenses, la carta más antigua de Pablo que tenemos a nuestra disposición, y probablemente la obra de literatura cristiana más antigua en existencia, parece ser un lugar apropiado para comenzar nuestra investigación.

Si el vocabulario sirve de evidencia, 1 Tesalonicenses debe ser un documento crucial en toda explicación del concepto bíblico de la santidad. El uso frecuente de explícita terminología de santidad en esta breve carta es digno de mencionarse. Por centímetro cuadrado, en ella hay más referencias a la “santidad” que en cualquier otro libro de la Biblia. Al decir “terminología de santidad”, me refiero no sólo a palabras tales como “santidad” y “santo”, sino también a “santificar” y “santificación”, que son otras expresiones del mismo grupo básico de términos griegos. Por lo tanto, un “santo” es una “persona santa”. “Santificar” es “hacer santo”. La “santificación” es el “proceso de hacer santo”. Y “santidad” es la “calidad de ser santo”.

Para entender lo que la Biblia enseña de la santidad, es fundamental reconocer que sólo Dios es santo en sentido no derivado. De hecho, afirmar que Dios es santo es casi lo mismo que decir que El es Dios, que es único, que es el Totalmente Otro y el Creador. Cualquier santidad que poseen los humanos —u otras criaturas, cosas, lugares o días—, existe sólo por virtud de su relación especial con Dios. Por lo tanto, el día de reposo era un “día santo” porque Dios lo apartó para descansar, adorar y realizar actividades dedicadas a Dios y los intereses divinos. El templo lo llamaron “santuario” —lugar santo— porque estaba dedicado a la adoración a Dios. E Israel fue llamado “pueblo santo” porque era el pueblo de Dios, comisionado para representarlo a El y darlo a conocer.

Esto debe explicar por qué Dios tiene especial interés en vindicar su santidad cuando su pueblo no lo representa bien. No es sólo por­que daña la merecida reputación de Dios. Cuando el pueblo de Dios no vive como pueblo santo, da a entender que El no es realmente Dios, que El no existe.

EL PODER SANTIFICADOR DEL AMOR SANTO

Si Dios existe, ¿qué clase de Dios es El? Dios actúa para redimir, restaurar, reclamar y renovar a su pueblo indigno. Esto demuestra que su carácter es “amor santo” —un amor tan extraordinario, tan único, tan poderoso, que sobrepasa a la comprensión humana.

“¿Cómo Puede Ser?” (Sing to the Lord, No. 225)

¡Oh, qué amor! ¿Cómo puede ser...?

                       —Carlos Wesley

¡Oh, Dios! ¿Cómo puede ser que cumplas las promesas que nos hiciste en tu pacto, cuando hemos roto todas las promesas que te hicimos a ti? ¿Cómo puede ser que ames a tus rebeldes criaturas al punto de dar a tu único Hijo? ¿Cómo puede ser que prefieras morir antes que vivir sin nosotros?

 

“¡Oh, Qué Amor!” (Gracia y Devoción, No. 339)

Que Dios amase un pecador cual yo

Y que cambiase en gozo su pesar;

Que a su redil me trajo su bondad,

¡Oh, cuán maravilloso amor!

                       —C. Bishop, trad. C. E. Morales

 

“Cuán Grande Amor” (Gracia y Devoción, No. 246)

Que Cristo me haya salvado

Tan malo como yo fui,

Me deja maravillado,

Pues El se entregó por mí.

Coro:

¡Cuán grande amor! ¡Oh, grande amor!

El de Cristo para mí.

¡Cuán grande amor! ¡Oh, grande amor!

Pues por El salvado fui.

                       —Charles H. Gabriel, trad. H. T. Reza

 

 

“Al Contemplar la Excelsa Cruz” (Gracia y Devoción, No. 18)

Al contemplar la excelsa cruz,

Do el Rey del cielo sucumbió,

Aquel dolor tan grande y cruel

Que sufre así mi Salvador,

Exige en cambio para El

Una alma llena del amor.

                       —Isaac Watts, trad. M. L.

¡Tal santidad no es sólo maravillosa sino contagiosa! Esto no quiere decir que la santidad enferme a las personas, o que podamos “contagiamos” de santidad sencillamente al pasar tiempo con una persona santa. Significa que la santidad es más poderosa que el pecado. De hecho, tiene poder para derrotar al pecado en su propio territorio. La santidad auténtica es por lo menos tan contagiosa como la risa. La santidad es atractiva y cautivadora. Transforma todo lo que toca.

La santidad contagiosa de la que hablo es la vida completamen­te entregada al Santo a favor de un mundo impuro. Es la vida de Jesucristo manifestada en las vidas de personas comunes y corrientes, que han sido limpiadas completamente de la preocupación por su propia reputación y, en forma extraordinaria, han recibido poder por medio del Espíritu santificador, para reflejar bien el carácter del Dios de amor santo. Tal santidad es contagiosa.

Según Wesley, cuando sé que Dios me ama de manera absoluta y sin reserva; cuando sé que Cristo murió por mis pecados, aun los míos; cuando el Espíritu Santo me asegura que soy hijo de Dios, soy candidato para la entera santificación. Puesto que sé que Dios me ama, vivo como hijo: con la gratitud de un hijo, no el deber de un esclavo. Y, puesto que Dios me ama, no sólo lo amo a El sin reserva, sino que aprendo a amar a mi prójimo como a mí mismo. Y me doy cuenta, para mi sorpresa, de que mi carácter está siendo recreado progresivamente a la semejanza de mi Creador. Me veo a mí mismo transformado para reflejar más y más el carácter de Cristo. Descubro que estoy libre de mi adicción a la rebeldía. Ansío vivir en obedien­cia incondicional a Dios. Y me asombra darme cuenta de que puedo hacerlo. Me deleito al descubrir que mi actitud, mis palabras, mis obras, mis hábitos están siendo completamente renovados, dando lugar a una persona justa que antes no conocía.

Wesley se refirió a esta obra completa de gracia en la vida de los creyentes como “entera santificación” o “santidad de corazón y vida”. No es tan superficial como para ser sólo una actuación frente al público. Tampoco es tan privada como para que sólo Dios lo sepa. La vida santa es la expresión visible de una realidad invisible. Surge de la fuente oculta de lo que Wesley denominó nuestros “afectos”. Con este término, él no se refería únicamente a nuestros “sentimientos”. Se refería a la cualidad personal indefinible que a veces llamamos “carácter”. El carácter es la forma de ser del alma, la que nos motiva a actuar como actuamos cuando pensamos que nadie nos ve, cuando sencillamente somos nosotros mismos. Las “inclinaciones motivadoras” que definen nuestro carácter involucran la integración de la razón y la emoción, cultivadas por una “práctica disciplinada”

Las actitudes que han sido infundidas de gracia tienen el poder para transformar nuestra conducta. El carácter cristiano no se forma como la planta de calabaza, que alcanza la madurez en un verano. Es más bien como un árbol de roble, que requiere toda una vida. El carácter cristiano no se desarrolla de un día para otro, ni sin esfuerzo de nuestra parte. La vida santa tiene origen “sobrenatural”. Sin embargo, cuando se cultiva, llega a ser cada vez más “natural”. Los “afectos habituales” de las personas enteramente santificadas no las convierten en robots, manipulados por Dios sin que puedan razonar. La “práctica disciplinada” nos da la libertad para hacer casi espontáneamente lo que desea nuestro carácter transformado.

Dios nos ama tanto que nos acepta tal como somos. Pero, nos ama demasiado como para dejamos tal como somos. La gracia no consiste en que Dios pase por alto nuestras faltas. Consiste en que Dios nos capacita para que seamos más de lo que podríamos ser si sólo dependiéramos de nuestros recursos. Dios nos ama demasiado como para forzamos a obedecerle. Por lo tanto, nos deja en libertad para hacer decisiones contrarias a su voluntad y vivir irresponsablemente. Somos libres para escoger, pero no somos libres para escoger las consecuencias de nuestras decisiones. Si practicamos el amor a Dios y al prójimo, cada vez seremos mejores en esto. A medida que respondemos al perfecto amor de Dios, somos capacitados para amar a otras criaturas y a nuestro Creador con amor perfecto. Este amor es la fuente secreta de todas las demás virtudes cristianas. Como con cualquier otro talento que Dios da, llegamos a ser competentes en la vida santa a medida que la practicamos.

Nosotros solos no generamos la capacidad para vivir en santidad ni el progreso en ella. Por esta razón Wesley hizo tanto énfasis en la “santidad social” y los “medios de gracia”.

No podemos ser santos a solas. La santidad se cultiva en el contexto de la comunidad santa: personas renovadas, unidas por un pacto de gracia, que dan cuenta de sus actos unas a otras, y que están comprometidas para crecer juntas en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor Jesucristo. La vida en comunidad hace posible y pone a prueba nuestro crecimiento en santificación.

Wesley “valoró los medios de gracia, tanto como formas con las que Dios imparte la Presencia de gracia que nos permite, en respuesta, crecer en santidad, así como ‘ejercicios’ por los cuales responsablemente cultivamos esa santidad”. Randy Maddox afirma que la mejor manera de captar el punto de vista afectivo de la entera santificación que enseñó Wesley...es decir que él estaba convencido de que la vida cristiana no tenía que seguir siendo una vida de lucha perpetua. El creía que la Escritura y la tradición cristiana daban testimonio de que la gracia amorosa de Dios puede transformar vidas humanas pecaminosas, al punto de que nues­tro amor por Dios y por otros llega a ser una respuesta libre. Los cristianos podemos aspirar a tener la actitud de Cristo, y manifestar esa actitud dentro de los límites de nuestras debilidades humanas. Negar tal posibilidad sería negar la suficiencia de la gracia de Dios que da poder, dando a entender que el poder del pecado es mayor que el de la gracia.

LA INFLUENCIA DEL CRISTIANISMO ENCARNACIONAL

Primera de Tesalonicenses señala que la posibilidad de una comunidad santificada comienza con la obra poderosa y convincente del Espíritu Santo. Sin embargo, esto nunca se experimenta sin el llamado del evangelio —no sólo con la Palabra predicada, sino también con la Palabra encamada en la vida de predicadores fieles. Pablo dice: “Bien sabéis cómo nos portamos entre vosotros por amor de vosotros” (1:5). El encuentro de los tesalonicenses con la santidad contagiosa en la vida de otros seres humanos les permitió convertirse de “los ídolos a Dios” (1:9), permanecer fieles aun en medio de intensa persecución (1:9, 6), y llegar a ser ejemplos a otros creyentes (1:7). Al observar el ejemplo de Pablo y sus compañeros, ellos habían aprendido cómo debían “vivir a fin de agradar a Dios” (4:1, NVI). Con palabras y hechos, Pablo los había exhortado a “vivir como es digno de Dios, que los llama a su reino y gloria” (2:12, NVI).

La conducta “digna” de su llamamiento era una forma de vida que fuera apropiada o conforme al llamamiento que habían recibido de Dios. Dios los había llamado a participar en el gobierno real con El. Los había llamado a alabarle con sus vidas. No los había llamado a “inmundicia, sino a santificación” (4:7). El llamado de gracia que Dios les había hecho los capacitaba para cumplir las elevadas expectativas divinas.

La santidad a la que Pablo dirigió a los tesalonicenses involucraba actitudes y conducta que estuvieran de acuerdo con el carácter de Dios. Si los cristianos son llamados a vivir como es digno de un Dios santo, la teología no es un lujo sino una necesidad. Comprender quién es Dios es esencial para proclamar la santidad en forma inteligente. Sin embargo, las primeras lecciones que debemos aprender sobre el carácter de Dios las encontramos en las vidas de santidad contagiosa del pueblo de Dios, no en las páginas de la Biblia o un catecismo, mucho menos en un tomo de teología, un comentario o el Manual de la iglesia.

La moral cristiana no puede reducirse a una lista de reglas. Es el aplauso que damos a Dios con nuestras vidas cuando nos cautivan el amor que El demostró en el pasado, su continua fidelidad en el presente, y sus esperanzas para nuestro futuro. El carácter de los cristianos es fundamentalmente diferente del de los paganos debido al carácter de nuestro Dios. Los paganos se comportan como lo hacen porque “no conocen a Dios” (4:5; cf. 2 Tesalonicenses 1:8; Gálatas 4:9). La moral cristiana es sencillamente vivir “como es digno de Dios”, quien nos amó lo suficiente como para morir por nosotros en Jesucristo.

La forma en que vivimos refleja quiénes somos y de quién somos. Vivir como es digno de nuestro llamado es llegar a ser lo que la gra­cia de Dios hace posible que seamos. Vivir de otra manera es profa­nar su santo nombre.

Pablo estaba convencido de que no era necesario que alguien enseñara a los tesalonicenses a amarse unos a otros, porque lo habían “aprendido de Dios” (4:9). Sin embargo, esto no le impidió orar: “Y el Señor os haga crecer y abundar en amor unos para con otros y para con todos” (3:12). La expresión de su amor no era sólo “un sentimiento cálido y agradable”, sino el ánimo, la edificación, la paciencia y el respeto mutuos por los que siempre procuraban hacer lo bueno “unos para con otros y para con todos” (5:11-15).

Pablo estaba persuadido de que la forma en que los tesalonicenses vivían ya agradaba a Dios. Sin embargo, los instó a abundar en ello “más y más” (4:1). Además, oró: “Que él afirme vuestros corazones, que os haga irreprochables en santidad delante de Dios nuestro Padre, en la venida de nuestro Señor Jesucristo con todos sus santos” (3:13). En un mundo en donde el sexo era adorado como dios, Pablo declaró: “La voluntad de Dios es vuestra santificación: que os apartéis de fornicación; que cada uno de vosotros sepa tener su propia esposa en santidad y honor, no en pasión desordenada, como los gen­tiles que no conocen a Dios” (4:3-5).

ENTERA SANTIFICACIÓN

Pablo concluye su primera carta a los tesalonicenses con la oración de nuestro texto. Significativamente, este versículo contiene la única referencia explícita en el Nuevo Testamento a la entera santificación: “Que el mismo Dios de paz os santifique por completo; y todo vuestro ser —espíritu, alma y cuerpo—sea guardado irreprochable para la venida de nuestro Señor Jesucristo” (5:23). Después de esta oración, Pablo añade una expresión de confianza: “Fiel es el que os llama, el cual también lo hará” (v. 24).

Vidas de santidad auténtica, vividas en este mundo presente, y para el mundo, son la expresión más apropiada de alabanza que podemos ofrecer a Dios. La vida santa da testimonio al mundo de que Dios es real. Es la única influencia capaz de convencer al mundo de que necesita a Dios.

La santificación que opera sólo en el ambiente protegido de los templos, en el campus de una universidad cristiana, o dentro de los limites acogedores de nuestro hogar no es suficiente. No podemos pensar que la palabra “entera”, en “entera santificación”, implique que no hay lugar para mayor progreso una vez que somos santificados.

De ninguna manera. La obra santificadora de Dios en nuestras vidas es un proceso continuo que sólo comienza con un “segundo viaje al altar”. Dios no nos santifica únicamente para que seamos santos. Somos santificados para obedecer (véase 1 Pedro 1:2) y para servir (véase Romanos 6:17-22; 7:4-6; 12:1-2).

La palabra “entera” no tiene que ver con la conclusión, sino con lo inclusivo de la obra santificadora de Dios. El desea gobernar en todas las áreas de nuestra vida. No hay un área que El no desee gobernar. Por esa razón Pablo ora: “Que...Dios os santifique por completo; y todo vuestro ser —espíritu, alma y cuerpo— sea guar­dado irreprochable [hasta] la venida de nuestro Señor Jesucristo. Fiel es [Dios] que os llama [a santidad], el cual también [os santificará]” (vv.23-24)

Si estamos enteramente santificados, debe ser evidente, y no sólo en la vida privada y personal. Tiene que manifestarse en las esferas social, moral, cultural, económica, ambiental y política de nuestra vida.

CONCLUSIÓN

En el pasado, algunas personas de la tradición de santidad trivializaron el llamado a la santidad, convirtiéndolo en legalismo. Hoy, algunas han abandonado el llamado a la santidad y se han integrado al mundo. Otras han marginado la santidad a las esferas privadas de la piedad personal y las buenas intenciones. Primera de tesalonicenses habla de una santidad que es visible y contagiosa.

Debemos rechazar el legalismo, pero, al hacerlo, no debemos descuidar los aspectos importantes de la ley: justicia, misericordia y fidelidad. No podemos permitir que las tradiciones humanas remplacen los mandamientos de Dios. Transigir ante el mal no es una alternativa viable. Sin embargo, tampoco lo es pensar que el mal es más contagioso que la santidad.

Jesús declaró que lo que sale de nosotros es lo que nos hace impuros. Lo que nos contamina no es lo que nos hacen, sino lo que hacemos. El mal que sale de nuestros corazones es lo que demuestra que necesitamos purificación. “Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen los malos pensamientos, los adulterios, las fornicaciones, los homicidios, los hurtos, las avaricias, las maldades, el engaño, la lujuria, la envidia, la calumnia, el orgullo y la insensatez. Todas estas maldades salen de dentro y contaminan al hombre” (Marcos 7:21-23)

Por lo tanto, volvemos a algunas preguntas básicas: ¿Cuál es más poderosa? ¿La santidad o la impureza? ¿El amor o el odio? ¿La gracia o el pecado? ¿Estamos tan verdaderamente santificados que nues­tras vidas dan testimonio al mundo de que Dios realmente purifica? ¿Hemos sido tan “enteramente santificados” que ninguna dimensión de nuestra vida está excluida de su Espíritu santificador?

Algunos se conforman con la actuación sin la realidad. Otros se conforman con la seguridad sin el servicio. Otros se conforman con la secularización en vez de la santificación. Ninguno de estos acercamientos toma seriamente el poder contagioso de la santidad.

No hablo aquí del poder de un término preciado ni de una doctrina preferida. Si las palabras “santidad” y “entera santificación” son términos sin importancia en su vocabulario religioso, le doy permiso para que los abandone inmediatamente. Tal vez prefiera hablar de “integridad” cristiana, “vivir de acuerdo a principios”, “ser responsable ante otros”, “carácter”, “disciplina”, “autenticidad”, “piedad” o “espiritualidad auténtica”. Cualesquiera que sean las palabras que use, no piense que puede escoger los términos de su discipulado. Los términos que Jesús estableció aún están vigentes: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí y del evangelio, la salvará” (Marcos 8:34-35).

La santidad contagiosa de la que hablo es la vida completamente entregada a un Dios santo en favor de un mundo pecaminoso. Es la vida de Jesucristo manifestada en las vidas de personas comunes y corrientes, que han sido totalmente limpiadas de la preocupación por el yo y que han recibido extraordinario poder por medio del Espíritu santificador. Esta santidad es contagiosa. ¡Contágiese!

Lyons, Jorge, Santidad en la vida diaria, Casa Nazarena de Publicaciones, wesley.nnu.edu, Usado con permiso.

 
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