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25. Acerca de las Discrepancias Bíblicas

Hermenéutica es la ciencia de interpretar correctamente la Biblia usando el método gramático-historico tomando en cuenta el impacto directo del contexto en el cual se dio la Palabra de Dios.  Se sigue la interpretación literal de las palabras sin ignorar las figuras literarias y retóricas, las parábolas, la poesía y la profecía.  Provee las herramientas para ser un buen intérprete de las Escrituras.

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ACERCA DE DISCREPANCIAS BIBLICAS

Al comparar las Escrituras del Antiguo y el Nuevo Testamento, así como al examinar las declaraciones de los diversos escritores de uno y otro Testamento, a veces atrae la atención del lector alguna declaración que parece hallarse en pugna con otras que existen en otros libros o pasajes. En ocasiones, diversos pasajes de un mismo libro presentan alguna inconsecuencia; más común, sin embargo, es hallar discrepancias entre varios escritores, las que más de una vez ciertas críticos se han apresurado a declarar irreconciliables. Estas discrepancias se hallan en las tablas genealógicas y en diversas declaraciones numéricas, históricas, doctrinales, éticas y proféticas. Incumbe al intérprete examinarlas con tanta paciencia como esmero; no debe desconocer ninguna dificultad sino que debe ser capaz de dar una explicación de las aparentes inconsistencias y esto no mediante afirmaciones o negaciones dogmáticas sino por medio de métodos racionales de procedimiento. Si tropieza con alguna discrepancia o contradicción que él no es capaz de explicar, no tiene por qué vaci­lar en confesarlo. Del hecho de que él sea incapaz de resolver el problema no se sigue que éste sea insoluble. La carencia de suficientes datos a veces ha hecho infructuo­sos los esfuerzos de los exegetas más eruditos. (x) (a) N. del T.  Esos datos suelen irse descubriendo en el transcurso de los siglos, mediante descubrimientos arqueológicos, etc.

Una gran parte de las discrepancias son atribuibles a una o más de las siguientes causas: a). Errores de copistas de manuscritos. b) Variedad de nombres aplicados a una misma persona o lugar. c). Distintos métodos, en diversos escritores, de calcular ciertas extensiones de tiempo o las estaciones del año. d). Diversas posiciones históricas o locales, ocupadas por diversos escritores. e). El objeto especial y plan de cada libro particular.

Las variantes no son contradicciones y muchas variantes esenciales tienen su origen en diversos métodos adop­tados para arreglar una serie particular de hechos (x). N. del T.‑En el alfabeto hebreo hay letras más parecidas entre sí, aun impresas, que lo que muestra es manuscrita se parece a la e, o la n a la u. Y esas letras son, también, numerales.

 Las peculiaridades del pensamiento y el lenguaje oriental a menudo envuelven aparentes extravagancias en las declaraciones así como inexactitudes en el uso de palabras, cosas de tal naturaleza que provocan la crítica de los menos líricos escritores de Occidente. Y no es más que justo agregar que no pocas de las pretendidas contradic­ciones bíblicas, sólo existen en la imaginación de escritores escépticos y deben atribuirse a la maleficencia de crí­ticos capciosos.

Es fácil comprender que en el curso de los siglos numerosos errores pequeños y aun discrepancias, puedan haberse introducido en el texto por la falta de infalibilidad de los copistas. A esta causa se atribuyen muchas de las variantes ortográficas o numéricas. El, hábito de expresar números con letras, algunas de las cuales son sumamente parecidas unas a otras, ha podido dar lugar a discrepancias (xx). Estas son cosas que aun el lector superficial las nota hasta en las noticias que a diario traen los periódicos.

 A veces la omisión de una letra o de una palabra, cosa que pudo ocurrir antes que existiera la imprenta, ocasiona una dificultad que hoy no hay modo de remediar sino mediante conjeturas.

La comparación de tablas genealógicas exhibe discrepancias en nombres y números, cosa explicable al pensar en el inmenso número de veces que han sido copiadas a mano en el transcurso de largos siglos. Una comparación del registro de familia de Jacob y sus hijos (las setenta almas que salieron de Egipto) (Gén. XLVI), con el censo de esta misma familia en tiempos de Moisés (Núm. XXVI) servirá para ilustrar las peculiaridades de las genealogías hebreas.

Al estudiar esas listas hebreas es importante considerar la posición histórica y el propósito de cada escritor. La lista de Génesis XLVI fue preparada, probablemente, en Egipto, algún tiempo después de que Jacob y su familia llegaron allí. Probablemente fue preparada, en su forma actual, con sanción del mismo Jacob. El anciano y sufrido patriarca fue a Egipto con la seguridad que Dios le dio de que le constituiría en una gran nación y volvería a sacarlo de allí (Gén. 46:3‑4). Por eso prestaría mucho interés al registro de su familia hecho bajo su propia dirección. Pero en la época del censo, en tanto que se preservaran cuidadosamente los nombres de las cabezas de familia, los arreglos se hicieron en forma distinta y se dio prominencia a otros. Numerosos descendientes posteriores se habían hecho conspicuos históricamente y, en consecuencia, han sido agregados bajo las correspondientes cabezas de familia. Las tablas dadas en 1º Crónicas I‑IX muestran cambios y agregados mucho más extensos. Las diferencias peculiares entre las listas demuestran que una no ha sido copiada de la otra; tampoco fueron tomadas ambas de una fuente común. Evidentemente fueron preparadas por separado. cada una de ellas desde un punto de vista dife­rente y con un objeto definido.

También deben notarse los peculiares método hebreos de pensamiento y de expresión, tales como se les exhibe en la antigua lista de Génesis XLVI. En los vs. 8 y 15 se incluyen a Jacob entre sus propios hijos y a los inmortales "treinta y tres", que incluyen al padre y una hija y dos bisnietos (Hezron y Amul) probablemente no nacidos aún cuando Jacob emigró a Egipto, se les designa como "todas las almas de sus hijos y sus hijas". Un trato análogo del asunto aparece en Exodo 1:5, donde se dice que "todas las almas que procedieron de los lomos de Jacob, fueron setenta almas" . El escritor tiene en la memoria los me­morables "setenta" que fueron a Egipto (comp. Deut. 10: 22). En Gén. 46:27, los dos hijos de José, de quienes se dice explícitamente que "le nacieron en Egipto", se cuentan entre los setenta que "fueron a Egipto". Es una crítica capciosa y vituperable la que echa manos de peculiaridades como éstas, de uso corriente entre los hebreos, y las declara "notables contradicciones que envuelven tan claras imposibilidades que es imposible considerarlas como narraciones verídicas de hechos históricos reales". (Al hablar de sesenta y cinco personas (Act. 7: fq,) Esteban, sencillamente, sigue lo que dice la Septuaginta.)

Armonizaba con el espíritu y costumbres hebreas el formar elencos de nombres honorables, arreglados en forma tal que produjeran números definidos y sugestivos. De esa manera la genealogía de nuestro Señor que hallamos en Mateo I está arreglada en grupos de catorce nombres cada uno, cosa que sólo pudo hacerse mediante la omisión de varios nombres importantes. En tanto que el compilador podía, valiéndose de otro procedimiento igualmente correcto, haber hecho de sesenta y nueve la lista de Gén. XLVI, omitiendo el nombre de Jacob, o haberla hecho exceder de los sesenta añadiendo los nombres de las esposas de los hijos de Jacob, es indudable que, adrede, se propuso arreglarse de modo que produjera setenta almas. El número de los descendientes de Noé, tal como aparece en la tabla genealógica de Génesis X, llega también a setenta. Esta costumbre de usar cantidades fijas como auxilio a la memoria puede haberse originado en las necesidades de la tradición oral. Los setenta ancianos de Israel probablemente se elegían teniendo en vista alguna referencia a las familias que surgieron de las setenta almas de la casa de Jacob; y el enviar Jesús setenta discípulos ( Luc. 10:1) es evidencia de que el significado místico de esa cifra tuvo su influencia sobre su mente.

Es muy notorio que las alianzas matrimoniales entre las tribus, así como los asuntos de derecho legal a las herencias, afectaban la posición genealógica de las personas. Así, en Números 32:40‑41 se nos dice que Moisés dio la tierra de Galaad a Machir, hijo de Manasés, y que también "Jair, hijo de Manasés, fue y tomó sus aldeas y púsoles por nombre Havothjair" (comp. 1 Rey. 4:13). Esta herencia, pues, pertenecía a la tribu de Manasés; pero una comparación con 1 Crón. 2:21‑22 demuestra que, por descendencia lineal, Jair pertenecía a la tribu de Judá, y como tal le cuenta el cronista quien, al mismo tiempo, da las explicaciones del caso. Nos informa que Hesron, hijo de Judá, tomó en matrimonio a la hija de Machir, hija, de Manasés y, por ella fue padre de Segub, que fué padre de Jair. Ahora, si Jair quería alegar su derecho legal a herencia en Galaad, probaría que era descendiente de Machir, hijo de Manasés, pero si se inquiría acerca de su, linaje paterno sería igualmente posible seguirle hasta Hesron, hijo de Judá.

Consideraciones de esta índole ayudarán mucho en resolver las dificultades que tanta perplejidad han causado a los críticos en las dos genealogías de Jesús. Hoy, a tan gran distancia de tiempo, no están a nuestro alcance los hechos y datos que podrían arrojar luz sobre las dis­crepancias de estas listas de los ascendientes de nuestro Señor, y sólo podemos estudiarlas mediante los raciocinios, deducciones y suposiciones conseguidas mediante un prolijo cotejo de genealogías y de hechos bien conocidos respecto a las costumbres judías de calcular las sucesiones legales y descendencias lineales. La hipótesis muy prevaleciente y popular desde la época de la Reforma, de que Mateo da la genealogía de José y Lucas la de María, ha sido, con justicia, desechada por la mayoría de los mejores críticos como incompatibles con las palabras de ambos evangelistas, quienes aspiran a darnos la genealogía de José. El derecho al "trono de David, su padre" (Luc. 1: 32), de acuerdo con todos los precedentes, ideas y costum­bres, tiene que fundarse en una base de sucesión legal, como la de una herencia; y, por consiguiente, su genea­logía debe rastrearse hasta José, esposo legal de María. Y es claro, aparte de estas genealogías, que José era de la real casa de David, pues el ángel le trató como a tal y, además, por ese motivo fue a Bethlehem, ciudad de David, a empadronarse para el censo (Luc. 2:4,5) . Sin embargo, no es improbable que también María fuese de la casa y familia de David, parienta cercana, prima, acaso, de José y si así fue, la sucesión natural de Jesús al trono de David, de acuerdo con las ideas judías, sería notablemente completa. (Y cuando se piensa en lo común que entre los judíos era el casamiento entre primos, para mantener las familias y herencias dentro de las tribus, como, asimismo, las costumbres de las casas reales hasta el día de hay, de que los matrimonios se realicen entre príncipes, se verá que esto fué sumamente probable, que José y María fuesen ambos de la misma familia). Cosa innegable es que en los primeros tiempos nadie cuestionó el hecho de que nuestro Señor fuese descendiente de David. El consintió que se le llamara "Hijo de David" (Mat. 9:27; 15:22) y ninguno de sus adversarios negó esa importante pretensión. Era "de la simiente de David" según el evangelio de San Pablo (2 Tim. 2:8; comp. Rom. 1:3; Act. 13:22‑23); y en la Epístola a los Hebreos leemos: "Es evidente ( pre­delón, conspicuamente manifiesto) que nuestro Señor ha surgido de la tribu de Judá" ( 7:14.).

Al lector moderno puede parecerle que las genealogías bíblicas sean algo así como cosa inútil, y no faltan escépticos que consideren que las listas de lugares, muchos de ellos enteramente desconocidos hoy, así como la mención de los sitios donde acampó Israel (Núm. XXXIII) y las ciudades distribuidas a las diversas tribus (por ej. Josué 15:20‑62) son cosas incompatibles con el elevado ideal de una revelación divina, pero tales ideas son hijas de un concepto mecánico y precipitado de lo que, según esas personas, debiera ser la Revelación. Estas listas de nombres, en apariencia áridas y cansadoras, constituyen parte de las evidencias más irrefragables de la verdad histórica de los registros bíblicos. Si al pensamiento mo­derno parecen sin ningún valor práctico no hay que olvidar que para el antiguo hebreo eran de primordial importancia como documentaciones de historia de antepasados y de derechos legales. De todas las fantasías escépticas la más destituida de valor crítico, la más absurda, sería la suposición de que tales listas hubiesen sido forjadas con cierto objeto en vista. Con igual criterio podría alguien sostener que los restos fósiles de animales hoy extintos hubiesen sido colocados en las rocas con fines engañosos. El utilitario superficial puede, sí, declarar igualmente inútiles y de ningún valor tanto los fósiles como las genealogías; pero el estudiante de la tierra, dueño de un cerebro más reflexivo, siempre reconocerá en ambas cosas elementos valiosos que sirven de índice a la historia. Estas genealogías son como las piedras rústicas que se hallan en los cimientos de los edificios. Algunas se hallan ocultas debajo de la tierra; otras están despedazadas y estropeadas; algunas salidas de quicio y fuera de su sitio, en el transcurso del tiempo; mas todas ellas, en alguna posición que ocupan u ocuparon, fueron necesarias y aun imprescindiblemente necesarias al establecimiento, estabilidad y utilidad del noble edificio a que pertenecen.

El mayor número de las discrepancias numéricas de la Biblia se deben, indudablemente, a errores de copistas. Ya hemos hablado de esto en páginas anteriores y sólo añadiremos que debe recordarse que el mero agregado de dos puntitos cambia el valor de una cifra hebrea (por ej. cambia la Num, que representa el número 700, en una Zayin que representa 7000, que es en lo que consiste la discrepancia entre 2 Sam. 8:4•, con 1 Crón. 18:4•).

Las dos listas de proscriptos que volvieron con Zoroba­bel (Esdras. 1:70 y Neh. 7:6‑73) exhiben numerosas discrepancias así como muchas coincidencias.

Y es muy notable que las cifras en la lista de Esdras dé 29,818 y la de Nehemías 31,089 y que, sin embargo, según ambas listas, la congregación completa súmase 42,360 ( Esdr. 2:64; Neh. 7: 66) . Lo probable es que ninguna de las dos listas pretenda ser una enumeración perfecta de las familias que volvieron del destierro sino de tales familias como las de Judá y Benjamín que pudieron presentar una genealogía auténtica de la casa de sus mayores; en tanto que los 42,360, incluyen muchas personas y familias pertenecientes a otras tribus y que, en el destierro, habían extraviado los registros exactos de sus genealogías, pero que, a pesar de eso, eran descendientes legítimos de algunas de les antiguas tribus. También es notable que la lista de Esdras menciona 494. personas no reconocidas en la Esta de Nehemías y ésta menciona 1765 que no aparecen en la de Esdras; pera que si añadimos el sobrante de Es­dras a la suma de Nehemías (494 + 31,089 = 31,583) tenemos el mismo resultado coma si agregamos el sobrante de Nehemías a la suma de los números de Esdras (1,765 + 29,818 = 31,583 ) . Por lo tanto, puede creerse, muy razonablemente, que la cifra de 31,583, es la suma de todos los que pudieron justificar su ascendencia; que las dos listas fueron hechas independientemente una de otra y que ambas son defectuosas, aunque cada una de ellas, respectivamente, suple los defectos de la otra.

Que nuestro Señor, con sus preceptos acerca de la conducta personal en los asuntos ordinarios de la vida diaria, no se propuso prohibir la censura y el castigo de los malhechores, es cosa que su propia conducta pone de manifiesto. A1 ser golpeado por uno de los oficiales, en presencia del sumo sacerdote, nuestro Señor se quejó de tan grave abuso ( Juan 18: 22‑23 ). Cuando Pablo fué golpeado en forma análoga, por orden del sumo sacerdote (Act. 23:3) el apóstol, indignado, exclamó: "¡Dios te herirá a ti, pared blanqueada!" El mismo apóstol establece la verdadera doctrina cristiana sobre todos estos puntos, de Romanos 12:18 a 13:6: "Si se puede hacer, en cuanto de vosotros dependa, tened paz con todos los hombres", palabras que indican claramente lo improbable de poder hacer esto; luego, al suponer que alguien es atacado y perjudicado personalmente, agrega: "No os venguéis vosotros mismos, amados; antes dad lugar a la ira"; es decir, dejad que la ira de Dios siga su curso sin pretender anticiparla.

Nadie, pues, presuma decir que el espíritu y preceptos del N. Testamento están en pugna con el Antiguo. En ambos Testamentos se inculcan los principios del amor fraternal y de devolver bien por mal, al mismo tiempo que el deber de sostener los derechos humanos y el orden civil.

Un ejemplo notable de supuesta inconsecuencia de doctrina, en el N. T., se halla en los diferentes métodos de presentar el asunto de la justificación, en las epístolas de Pablo y en la de Santiago. La enseñanza de Pablo se expresa en la siguiente forma, en Gálatas 2:15‑16: "Nosotros, judíos por naturaleza y no pecadores de los gentiles, pero sabiendo que el hombre no es justificado por las obras de la ley (ez ergon nómon, de obras de ley, es decir, como si ella fuese una fuente de méritos, base de procedimiento en el caso dado y así constituyese la razón y causa de la justificación) sino por la fe de Jesucristo, nosotros también (o aun nosotros) hemos creído en (eis, como quien dice penetrado en, aludiendo al hecho de entrar o penetrar a una unión vital con Cristo, al convertirse el hombre) Jesucristo, para que fuésemos (pudiésemos ser) justificados por la fe de Cristo y no por obras de ley; por cuanto por obras dé ley ninguna carne será justificada". En sustancia la misma declaración se hace en. Romanos 3:20‑28; y en el capítulo IV se ilustra la doctrina con el caso de Abraham, quien "creyó a Dios y eso le fué contado como justicia" (v. 3). Mientras, por otra parte, Santiago insiste en que se debe ser "hacedores de la palabra" ( Sant. 1:25 ). Ensalza la piedad práctica, el cumplimiento de "la ley real conforme a la Escritura" (2:8) y declara que "la fe, si no tiene obras es muerta en sí misma" ( 2:17 ). También se sirve de Abraham para ilustrar su posición "cuando ofreció a su hijo Isaac sobre el altar" y arguye que "la fe obró con sus obras y que fué perfecta por la obras; y se cumplió la Escritura que dice: Abraham creyó a Dios y le fué imputado a justicia y fue llamado amigo de Dios. Veis, pues (concluye el apóstol) que el hombre es justificado por las obras (ez ergon) y no solamente por la fe" (2:21‑29.).

La solución de esta apariencia de contradicción se la halla mediante un estudio de la experiencia religiosa personal de cada escritor, así como sus diferentes maneras de pensar y sus campos de operación en la Iglesia Primitiva. También hay que notar el sentido peculiar en que cada uno usa los términos "fe", "obras" y "justificación", pues cada una de esas expresiones ha sido empleada en todas las épocas de la Iglesia para expresar un número de ideas distintas, aunque emparentadas.

En primer lugar, hay que recordar que Pablo fue conducido a Cristo mediante una conversión repentina y maravillosa. La convicción de pecado, los remordimientos de su alma cuando se dio cuenta de que había estado persiguiendo al Hijo de Dios; la caída de las escamas de sobre sus ojos y su consiguiente percepción, vívida y aguda, de la gracia de un Evangelio gratuito, gracia alcanzada mediante la fe en Cristo, todo esto, necesariamente, entraría en su ideal de la justificación de un pecador perdido. Ve, pues, que ni judío ni gentil puede alcanzar la relación de una alma salvada, o sea la unión con Cristo, excepto mediante tal fe. Además, su misión y ministerio especial le llevaron, preeminentemente. a combatir el judaísmo legalista y se transformó en "el apóstol de los gentiles". Santiago, por su parte, había sido doctrinado más gradualmente en la vida evangélica. Su concepto del Cristianismo era el de la consumación y perfección del antiguo pacto. Su misión y ministerio le condujeron especial, si no completamente, a trabajar entre los de la circuncisión (Gál. 2: 9) . Estaba acostumbrado a considerar toda doctrina cristiana a la luz de las antiguas Escrituras, las que, por lo tanto, se hicieron para él "la palabra ingerida" (Sant. 1:21), "la perfecta ley, la (ley) de libertad" (v. 25) "la ley real" (2: 8). Y también hay que recordar, como lo observa Neander, "que Santiago, en su posición peculiar, no tenía, como Pablo, que vindicar una ministración independiente del Evangelio, ministración de `rotas cadenas' entre los gentiles en oposición a las pretensiones de justicia legal judaica; sino que se sentía compelido a recalcar las consecuencias prácticas y exigencias de la fe cristiana, hablando con aquellos en quienes esa fe se había mezclado con los errores del judaísmo carnal; y a quitarles los apoyos de su falsa confianza".

Tales distintas experiencias y campos de acción, naturalmente desarrollaría en estos ministros de Jesucristo correspondiente diversidad de estilo, de pensamiento y de enseñanza. Pero cuando, con todos estos hechos a la vista, analizamos sus respectivas enseñanzas, nada hallamos realmente contradictorio; simplemente colocan ante nosotros diversos aspectos de las mismas grandes verdades. La enseñanza de Pablo en los pasajes citados tiene referencia a la fe en su primera operación, la confianza con la cual el pecador, consciente de su pecado y condenación (x) N. del T.  Nosotros añadiríamos: "y de su impotencia para hacer algo que pueda salvarla". se arroja en brazos de la gracia gratuita de Dios en Jesucristo y obtiene perdón y paz con Dios. En tanto que Santiago, por su parte, trata, más bien, de la fe como el principio permanente de una vida de piedad, con obras de piedad que brotan de esa fe con la naturalidad con que las aguas surgen de un manantial. Pablo cita el caso de Abraham cuando éste aun era incircunciso y armes de haber recibido el sello de la fe ( Rom. 4.:10‑11); pero Santiago se refiere a la época posterior, cuando ofreció a Isaac y por medio de ese acto de fidelidad a la palabra de Dios su fe fue perfeccionada (Sant. 2:21). El término obras también se usa con distintos matices de significado. Pablo tiene en su pensamiento las obras de la ley con referencia a la idea de una justicia legalista, mientras que es evidente que Santiago se refiere a obras o actos de piedad práctica, tales como el socorrer a los huérfanos y viudas afligidos ( 2:27 ) y el ministrar a otros necesitados (2:15‑16 ). La justificación, por consiguiente, es considerada por Pablo como un acto judicial que envuelve la remisión de los pecados, la reconciliación con Dios y la restauración al favor divino; pero para Santiago, ella es más bien el mantener semejante estado de favor con Dios, una aprobación constante ante Dios y los hombres. Todo esto aparecerá tanto más claramente si notamos que Santiago se dirige a sus her­manos judíos, de la dispersión, que se hallaban expuestos a diversas tentaciones y pruebas (1:1‑4) y se hallaban en peligro de confiar en un muerto farisaísmo antinomiano; pero Pablo está discutiendo, cual erudito teólogo, la doctrina de la salvación tal como se origina en los consejos de Dios y se desarrolla en la historia del proceder de Dios para con toda la raza de Adán.

Debe, además, notarse que Santiago no niega la necesidad y eficacia de la fe ni Pablo desconoce la importancia de las buenas obras. Lo que Santiago condena es la perniciosa doctrina de la fe extraña a las obras, la fe que nada quiere saber de obras. Condena al que dice tener fe pero exhibe una vida y conducta en desacuerdo con la fe en nuestro Señor. Semejante clase de fe la declara muerta en sí misma (2:14.‑17) . La justificación es por la fe, si, más sin olvido del obrar (v. 24). La fe se pone en evidencia mediante obras de amor y piedad. Pablo, por su lado, se opone a la idea de una justicia legalista. Condena la presunción de que el hombre puede merecer el favor de Dios mediante una observación perfecta de su ley y demuestra que la ley cumple su misión más elevada cuando descubre al hombre el conocimiento del pecado, es decir cuando le hace conocer que es pecador (Rom. 3:20) y luego, en el cap. 7:13, procede a hacer aparecer el pecado como "sobremanera pecante". Pero Pablo está tan lejos de negar la necesidad de las buenas obras como manifestación de la fe del creyente en Cristo, como Santiago lo está de negar la necesidad de la fe en Cristo para ser salvo. En Gálatas 5:6, Pablo habla de "la fe que obra por el amor" y en la 1ª Corintios 13:2, afirma que aunque alguien tuviese tanta fe como la necesaria para realizar los mayores prodigios, pero careciese de amor, nada seria el tal hombre.

Nada hay más evidente que el hecho de que los dos apóstoles se hallan en perfecta armonía con Jesús, quien abarca las relaciones esenciales de la fe y las obras cuando dice: "O haced el árbol bueno y bueno su fruto o haced corrompido el árbol y su fruto dañado; porque por el fruto se conoce el árbol" (Mat. 12:33) .

Estas divergencias entre Santiago y Pablo son un ejemplo de la libertad individual de los escritores sagrados en su enunciación de la verdad divina. Cada uno preserva sus propios modismos de pensamiento, así como su estilo. Cada uno recibe su palabra de revelación y conocimiento del misterio de Cristo, de acuerdo con las condiciones de vida, experiencia y acción en que ha sido criado o instruido. Es menester tomar en consideración todos estos hechos cuando comparamos y contrastamos las enseñanzas de las Escrituras que parecen discrepar, y al hacerlo hemos de des­cubrir que esas variantes suelen constituir una revelación múltiple y llena de evidencia propia acerca del Dios de verdad.

Los principios generales de exégesis que hemos presentado bastarán para la explicación de cualquier otra discrepancia que se haya alegado existir en la Biblia. Una atenta consideración a la posición que ocupa el escritor u orador, la ocasión, objeto y plan de su libro o discurso, junto con un análisis crítico de los detalles, generalmente demostrarán que no existe contradicción real. Pero cuando alguien presenta expresiones hiperbólicas, peculiares al lenguaje de la gente de Oriente, o casos de antropomorfismo hebreo y se esfuerza en darles un significado literal, eso no es hallar discrepancias y dificultades en la Biblia, sino crearlas e introducirlas en la Biblia para luego decir que se tropieza con ellas.

Mr. Haley, en su obra extensa y valiosa sobre las Pre­tendidas Discrepancias de la Biblia observa que las discrepancias, cuando realmente existen, no carecen de valor. Puede bien creerse que contemplan los fines si­guientes: 1) Estimulan el esfuerzo intelectual, despiertan curiosidad e investigación y, en esa forma, conducen a un estudio más profundo y extenso del sagrado libro 2) Ilustran la analogía existente entre la Biblia y la naturaleza. De la misma manera que tierra y cielo exhiben una armonía maravillosa en medio de una gran variedad y discor­dancia, así en las Escrituras existe notable armonía detrás de las aparentes divergencias. 3) Demuestran que no hubo colusión entre los escritores sagrados, porque sus divergencias son de tal índole que nunca hubiesen sido introducidas deliberadamente. 4) También demuestran el valor del espíritu, en su superioridad sobre la letra, de la Palabra de Dios. 5) Sirve como piedra de toque del carácter moral. Para el espíritu capcioso, predispuesto a encontrar y exagerar dificultades en la Revelación Divina las discrepancias bíblicas resultan grandes piedras de tropiezo y motivos de cavilación y de desobediencia. Pero para el investigador serio y correcto, que desea conocer "los mis­terios del reino de los cielos" (Mat. 13:11) un estudio prolijo de las discrepancias verdaderas le revelará armonías ocultas y coincidencias indeliberadas que robustecerán su fe a medida que descubre que esas escrituras multiformes son, real y verdaderamente, la palabra de Dios.

Hermenéutica por M. S. Terry

 
1. Introducción
2. Entendimiento
3. Intérprete
4. Métodos
5. En General
6. Histórico
7. Especiales
8. Poesía
9. Lenguaje
10. Símiles
11. Parábolas
12. Alegorías
13. Proverbios
14. Tipos
15. Símbolos
16. Acciones
17. Sueños
18. Profecía
19. Mesiánica
20. Apocalípticos
21. Apocalípsis
22. Doble Sentido
23. Citas Bíblicas
24. Acomodamiento
25. Discrepancias
26. Armonía
27. Analogía
28. Práctico
 

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